El resplandor digital de las de más de 50. Dos versiones. ¿Cuál es la tuya?
Primera versión:
Si alguien me hubiera dicho, hace quince años, que un ejército de mujeres de más de cincuenta iba a conquistar Instagram con más gracia que las influencers de veintidós, le habría contestado que me pasara lo que estuviera fumando. Pero aquí están: las Carinas, las Mercedes, las Pilarines, las supervivientes de divorcios, menopausias, maternidades tardías, jubilaciones anticipadas y otras guerras cotidianas del patriarcado. Y ahora, además, las reinas indiscutibles del like.
Con sus gafas de cerca colgando del cuello —porque una ya no está para tonterías ópticas— se lanzan a grabar vídeos de recetas que jamás saldrán en MasterChef, pero que alimentan mejor que cualquier moda detox. Se intercambian consejos, reflexiones, filtros y hasta memes cochambrosos sobre lo dura que es la vida cuando te levantas y lo primero que cruje no es el parqué, sino tus propias rodillas. Sin ser tan exhaustivas, negociantes o polémicas como Martha Stewart, han conseguido abrirse paso entre un mundo ideado para la juventud.
No buscan seguidores, buscan cómplices. Esas mujeres saben que no están ahí para exhibirse, sino para encontrarse: para descubrir que no están solas, que aún son poderosas, que el mundo no se acabó cuando la sociedad dejó de mirarlas por la calle. Y cuando una recibe un comentario de otra diciendo «qué guapa estás hoy, hija», lo celebra como si le acabaran de conceder un Goya a la trayectoria.
Algunas han sobrevivido a dictaduras, a recortes, a jefes imbéciles, a maridos menos actualizados que un Nokia del 2002. ¿Cómo no van a poder con las redes sociales? Y mientras los analistas se preguntan por el auge de las usuarias senior, ellas siguen ahí, colgando fotos de sus nietas, sus viajes, sus plantas o sus pies en la playa, porque no les da la gana de pedir permiso para existir.
Sororidad digital, lo llaman. Ellas lo llaman amigas.
Segunda versión:
En el silencio azul de la madrugada, cuando la casa ya ha exhalado todas sus sombras, Helena enciende la pantalla del móvil como quien abre un relicario. La luz le baña el rostro, marcando cada surco con cierta dignidad antigua, y ella sonríe. En ese resplandor, sus hermanas la esperan.
No se conocen en persona, pero comparten un santuario digital: un círculo de mujeres de más de cincuenta en adelante que, cada noche, se reúnen en sus redes como si se convocaran en un salón secreto. Han aprendido a pronunciar su nombre en voz alta de nuevo. Han aprendido que sus cuerpos, sus historias, sus arrugas y sus heridas pueden ser contadas sin vergüenza. Pueden ser, incluso, atractivas.
Helena desliza el dedo y encuentra los rituales de su comunidad: fotos de manos fuertes, de cabellos plateados que caen como seda pesada, de libros abiertos sobre colchas tibias. Hay vídeos cortos donde una de ellas confiesa haber llorado hoy y otra le responde con palabras suaves, tan suaves que parecen un abrazo. Ninguna está sola; todas sostienen el hilo invisible que las une.
En este territorio que crearon juntas, la edad no es un peso, sino un título. Son guardianas de su propio fuego, tejedoras de memorias, y las RRSS —ese templo moderno— les ofrecen un espacio para renacer sin pedir disculpas. Cuando una muestra su rostro recién despertado, otra responde con una celebración silenciosa: la belleza auténtica ha emergido, luminosa, sin filtros.
Las mujeres del círculo no compiten; se elevan unas a otras. Se nombran hermanas. Y cuando Helena apaga el teléfono, todavía siente en la piel la delicada vibración de la sororidad, como si miles de manos invisibles la hubieran tocado con ternura.
Porque en ese universo de luz y palabras, han descubierto que la conexión es un acto sagrado. Y ellas —maduras, sabias, invencibles— lo celebran cada noche.
Dos versiones sobre la sororidad digital
Por Carmen Nikol
Buenos días Carmen. Hasta hoy no he podido leerlo. Felicitaciones. En mi modesta opinión y de lo que yo conozco, lo mejor que has escrito. Saludos
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¡¡Gracias, Enrique!!
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