1870: Wagner, mi contradicción

– ¿Acaso está garantizada la justicia, Cosima?

– No, Rebeca.

– Entonces, ¿para qué tener hijos?

– Rebeca, ésa no es la pregunta. Debemos mantener nuestra patria bajo nuestra propia raza. Richard, ¿habéis comentado algo al respecto? Vais a conseguir que no se anime a tenerlos. Vuestras conversaciones no la están ayudando…

– Cosima, amada,… Rebeca es pariente de Schopenhauer. No necesita ni de mí ni de Friedrich para pensar así. No le faltarán pretendientes para animarse, ni ocasiones para cambiar de opinión.

Ya por entonces, podía disfrutar de su compañía tras, por un tiempo, haber conseguido que creyesen en mi relación consanguínea con su referente filosófico (el de todos ellos, en ese momento). Wagner me acogió entre sus amistades tras coincidir con él en Leipzig dentro de los más selectos ambientes intelectuales (donde no había muchas mujeres pero sí alguna que otra). No fue muy difícil acercarme a él: estudié todo lo necesario antes de mi primer transviaje y supe cómo había conseguido Nietzsche acercarse a él. Así que apliqué ese mismo sistema y funcionó.

Cosima Wagner

Wagner era misógino, parcial y edulcoradamente (pues, se arrimaba a cualquiera que pudiese prestarle dinero, incluso por entonces). Pero necesitaba acceder a él para corroborar mis informaciones y poder escribir un artículo diferente y poderoso. De manera que me ofrecí para pagar una cierta cuantía ―baja, pero aceptada por él― y fui soltando ciertos aspectos muy personales de la vida de Schopenhauer, mi familiar. Le encantó la idea de recibir una paga proveniente de una mujer que, además, estaba emparentada con uno de sus más admirados filósofos. No le importó que fuese de origen judío. Él mismo me preguntó si lo era por llamarme Rebeca (Becke, para él). En aquél periodo ya se sabía de de su intenso sentimiento antisemita ―ampliamente mostrado, así como sus cambios de principios en caso de ser necesario―. Con esas dos encantadoras entregas (mi dinero y mi origen familiar), consideró que debía conocer más de mí, por lo que me invitó a su casa.

La invitación tuvo una razón, de hecho, especial: fue en el verano de 1870, justo para celebrar ―muy cerca de allí― su boda con Cosima Liszt, hija ilegítima del pianista y amigo de Wagner (una mujer políglota y culta). La estuvimos celebrando el 25 de agosto de ese año, en Lucerna. Aquella curiosa ―y para mí, nauseabunda pero esencial― boda fue todo un evento. Me instalaron con ellos para poder hacerle compañía a Cosima y ayudarla con sus niños pequeños, por lo que, desde la mismísima noche de boda, compartí su intimidad.

A partir de 1866 (año en que murió Minna, su abandonada y cornuda mujer ―sola, sin recibir su visita en el entierro), Wagner y la adúltera Cosima se instalaron en Tribschen (o Triebschen ―curiosamente, trieb significa impulso o pulsión carente por completo de fundamento o motivos, algo que analizó ampliamente mi pariente Schopenhauer). Se mudaron allí para huir de Múnich. Sabían que en Suiza no recibieran esas críticas por haber sido tan manipuladores, tanto con el rey Luis II de Baviera (un ferviente enamorado de Wagner, tanto musical como perosnalmente, y el que pagaba el alquiler de la mansión donde se instalaban) como con el marido de Cosima (y otro mantenedor de Wagner, el pianista y exitoso director de orquesta Hans von Bülow). Ambos habían traicionado a Hans desde que se conocieran como huéspedes (todos ellos) del rey Luis.

Para cuando Cosima se divorció de Von Bülow (en el otoño de 1869), ya tenía una hija con Wagner (Eva) y estaba embarazada de otro hijo de él (Siegfried). Anteriormente (aún viviendo con Hans), había tenido con Wagner a Isolde, pero la reconoció como hija de Von Bülow, con el que sí había concebido a Blandina y Daniela (sus hijas mayores).

Cosima, con Wagner, sí era sinceramente devota, fiel y abnegada: algo que a él necesitaba para inspirarse en ella y convertirla en su siguiente musa (abandonando, así, la anterior ―la también casada, Mathilde Wesendonck). Sería Cosima Wagner la garante de mejorar en el futuro y en su presente -―más si cabe― la fama póstuma de Wagner: hasta ahí llegaba su amor y su, por algunos interpretado, egocentrismo.

El compositor, desde su juventud, era conocido por no devolver nunca los favores económicos que le hacían. Se arrimaba a las mujeres y a los hombres que le amasen, si era necesario, dándoles expectativas por tal de recibir elevadas cuantías. Consideraba que su arte bien merecía la admiración caritativa de los pudientes (y de los no tan pudientes, pues le pedía dinero incluso a sus músicos, los cuales cobraban menos que él).

El rey Luis, el apodado el loco por la sociedad de la época (excepto por su mejor amiga y prima, Sissi, que le llamaba El Águila ―mientras ella era para él El Cisne), siempre obtuvo esperanzas de Wagner, el cual le escribía que no estaba enamorado de ninguna mujer, solo de su rey. Y no era para menos, desde la perspectiva wagneriana, pues quería que aquél le montase un teatro en el que poder estrenar su anillo del nibelungo. No iba a ser un teatro cualquiera: solo el que él deseaba. Y motivó al propio rey para llevarlo a cabo. Debía, éste, eliminar gran parte de las casas de la ciudad de Múnich para construir una avenida que condujese triunfalmente hasta su entrada. No pudo ser, a pesar de la ambición de Richard y de la locura de Luis, ya que no se lo permitieron los cuerdos miembros del gobierno de la ciudad.

Para compensarle, el rey le construyó el teatro de sus futuros festivales: el teatro de Bayreuth (el que sigue siendo el teatro de Wagner). Cabe decir que Luis II de Baviera adoraba el sentido escénico de Richard Wagner: admiraba tanto su complejidad como escenógrafo ―su sistema pionero precursor del séptimo arte― que acabó construyendo el magnífico castillo de Neuschwanstein (traducido, nuevo castillo de piedra) usando gran parte de la inspiración que Wagner le había conferido. Si bien, ya por entonces, detestaba el pensamiento antisemita del compositor, recogió las últimas inspiraciones de éste para construir una sala de redención en el castillo: la sala del Santo Grial.

Cosima era 24 años más joven y 15 centímetros más alta que Wagner. Aria, para su entender: el ideal de su composición y de la admiración de Schopenhauer, así como la inspiración de Hitler, sin duda. Me encantó conocerla en persona, a pesar de ser ambas muy distintas y de lo que llegó a suponer en la vida del, para mí indeseable ―aunque admirado, como para tantísimos― Richard Wagner. Debussy, durante largo tiempo, admiró la brutal y magnánima obra de Wagner. También lo hizo Blasco Ibáñez: por tanto, era necesario conocerle en persona. Pero, como he indicado antes en éste, mi diario, yo soy de origen judío y tenía claro que no me iba a resultar grato…

El propósito de mi viaje, concretamente, fue la realización de un artículo sobre los detalles escénicos del teatro Bayreuth. Quería conocerlo mientras viviese aún el afamado compositor, pero también posteriormente, después de su muerte, cuando ya lo conducía Cosima. Necesitaba conocerlos bien a ambos e ir visitándolos de vez en cuando, hacerme amiga de la familia. Ese recurso era muy positivo (siempre me funcionaba bien y, en realidad era, muy a menudo, un sentimiento puro ―al menos con los hijos y con las mujeres).

La primera vez que entré en el teatro quedé absolutamente prendada de él: por todo. Por la genialidad y la comodidad que viví en él. Para mí no hubiese debido de ser tan sorprendente (al fin y al cabo, había ido al cine muchísimas veces), pero lo fue. Wagner había conseguido poner el foco en la escena apagando todas las luces del teatro, absolutamente todas. Las sillas no eran muy cómodas para la época. Sin embargo y aun sin ser butacas, te sentías cómodo porque tu atención no estaba en tu postura… no te daba tiempo para esa tontería. La majestuosidad en madera, el sistema de alumbrado del escenario… sumados a sus composiciones con tensiones-resoluciones constantes… era impagable, ciertamente. Su combinación de textos emulando el estilo shakespeariano con músicas apoteósicas hijas de Beethoven y de Bach… me tenían anulada, a ratos, por completo. Podía entender, por fin, por qué era alguien tan abominable para mí y, a la vez, algo tan venerado por tantos, incluyendo algunos renombrados judíos de su época.

Quise conocer a los intérpretes, tras una función, pero me dieron tan solo dos minutos: estaban exhaustos, me comentaron que les dolían todos los músculos y que temían no contar con ellos como soporte para la siguiente función. Daba igual: como todos los demás (o más aún) le adoraban e iban a hacer lo imposible por tener el honor de seguir siendo sus elegidos.


Al regresar a la redacción, para calmar la intranquilidad de mi redactora jefe (mi querida Concha), no podía parar de escribir. Ella me miraba, como siempre asombrada, y me decía: Rebeca, querida, no hace falta que corras. Tenemos tiempo de sobras para publicarlo. Vas a enfermar si sigues así. Prefiero que te quedes, que no viajes tanto, y que me hagas especiales menos fraguados y menos escandalosos… aunque pierda cierto empaque. Lo que no quiero es que te me enfermes.

Finalmente, el especial tuvo un éxito inigualable en ventas. No lo conseguí con ninguno anterior, ni ninguno lo hizo tampoco en esa misma semana. Llevaba por título: Wagner: mi insoportable contradicción. Hasta la prensa feminista quiso entrevistarme. También ellas sufrieron ciertas contradicciones y quisieron saber más.

En los siglos posteriores, cuando viajaba al 3012 (por ejemplo), las feministas sufrieron menos la figura del grandioso compositor. Tan solo lo veían algo demodé, fruto de la vieja historia de la mujer. Pero, para eso… aún faltaba desensibilizarlas mucho. Aún faltaba muy, muy, muy mucho.


1870: Wagner, mi contradicción
por Carmen Nikol
Las carnes del tiempo | Capítulo V de Las carnes del tiempo
Continuación de ‘De 1889 a 1894: un suspiro de Java y un amigo en Mallarmé


Publicado por Entrevisttas.com

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