1956: Joliot-Curie, Frédéric

«El vasto mundo de las ideas, el amplio mundo de los procesos… Sabía que debía pasar. Era probable, al menos. Pero, si un experimento abre nuevas ventanas al conocimiento hay adentrarse en él, a pesar de sus consecuencias. Ya pasó con su madre. Ambas pasaron demasiado tiempo bajo los efectos de la radiactividad. Pero… ¿cómo iban a evitar desarrollar sus ideas? ¿Cómo evitar lo que es una fortuna vital, aunque te mate? Salvaron muchas vidas en el frente y, siendo mujeres en esos ―y estos― tiempos, pudiendo ser científicas serias, haciéndose hueco en el mundo de los hombres… ¿¡cómo lo iban a evitar pudiéndolo hacer!?

Admiraba a su madre y, ¿cómo no?, admiraba a su hija, mi mujer: ambas doblemente madres, ambas grandes de la Ciencia, ambas premiadas por los Premios Nobel, ambas grandes compañeras de sus maridos (tanto en el mundo del hogar como en los proyectos científicos), ambas luchadoras en la I Guerra Mundial,… Mi mujer, eso sí, tuvo la ocasión de ser más firme en su feminismo y, aún así, conseguir todo lo que consiguió.

No puedo estar devastado porque hemos vivido con coherencia y hemos disfrutado de nuestras pasiones: nuestra ciencia y nuestros hijos. Pero, me queda poco tiempo, Rebeca. Muy poco: soy consciente. El estudio de la radiactividad no está falto de precios y nos los está cobrando a todos. Debo seguir con la labor de Irène en la Sorbona. Nadie puede hacerlo como yo: no en vano fuimos premiados por los Nobel el mismo día y por el mismo proyecto. ¿Quién puede acusarme de nepotismo? ¿O acaso uno de sus alumnos podría hacerlo mejor que yo?»

Hablar con Frédéric Joliot, el colaborador de Marie Curie y esposo de su hija Irène, padre de sus nietos (sus únicos nietos, pues Ève no tuvo hijos) es hablar con la voz de la sabiduría, con la voz de lo fútil pero soberano; es hablar con la ciencia y con el comunismo. Es conocer, de primera mano, la historia de los Rayos X y del Acelerador de Partículas. Es tratar con un dirigente comunista de la Francia de la primera mitad del s. XX. Es conocer mucho de la familia de Madame Curie y de su instituto científico. Es un lujo que me quise permitir en uno de mis transviajes porque consideraba que ni en España ni en el resto del mundo le habían prestado suficientes honores a pesar de su Nobel de Química de 1935 y de su participación en la IIWW (entre muchas otras participaciones vinculantes para mejorar nuestra calidad de vida de hoy -y me refiero al 2017).

Estaba claro que era una buena oportunidad de generar cierta inquietud mediante la publicación de un buen artículo: uno de seis páginas. Concha lo vio con los mismos ojos que yo y me dio cierta cancha. Claro está que ella no sabía cómo iba a conseguir los hondos conocimientos necesarios para ese artículo, pero ya estaba acostumbrada a mi fórmula de desaparecer un tiempo y regresar con un sólido e interesante artículo.

Me dejó huir de lo que estaba ocurriendo en mi momento vital: la disolución del Parlament de Catalunya. Bien sabía ella que eso no debía cubrirlo yo… esto quiero dejarlo bien claro en mi diario: éste que escribo para podérselo entregar a Ruth cuando yo esté ya en mi lecho de muerte (si muero antes que ella) o éste que le dejaré a la posteridad, sea como sea y sea a quien sea. Mi opinión no iba con la línea editorial: sí, podíamos estar de acuerdo en que los catalanistas no eran la opción ni Cataluña el futuro, pero no podíamos estar de acuerdo en la fórmula usada por el Gobierno (esa laxitud de pan y circo).

Este diario de mis transviajes, seccionado por capítulos, me viene de perlas: es mi toma de apuntes, mi gestión de la memoria. Mi propia memoria futura pues ¿quién sabe cuánto me va a durar esta posibilidad? Los transtiempos, al final, somos humanos.

Joliot no podía haberse casado con otra mujer: Irène Joliot-Curie era una mujer disciplinada y tan sabia como él. Su madre y su padre le habían entregado conocimientos y experiencias humanas impagables. Ni siquiera la muerte podría pagarlos. Ambas trabajaron en la Primera Guerra Mundial utilizando aparatos innovadores, reparándolos, expuestas mortalmente a la radiactividad de los mismos. Y todo por ayudar a sus compatriotas, si bien hubiesen querido ayudar a todos (a los propios, los franceses ―ya no polacos―, y a los ajenos). Porque quedó demostrado que no quisieron patentar sus conocimientos sino conseguir que fuesen, lo antes posible y gratuitamente, universales. Solo cobrarían por impartir las enseñanzas a cientos de personas que, como ellas, quisieron participar de la guerra o del desarrollo universal.

Irène, como su madre (más su cabe), era feminista. No les quedaba otra en aquellos malditos tiempos… Fueron de las pocas que tuvieron la oportunidad y la desgracia (según se mire) de trabajar con hombres. Solo con hombres. Y, aún así, sus maridos eran buenos compañeros de trabajo y nada machistas (comparados con sus congéneres y con los miles de colegas varones): ambos se sumaron a las investigaciones de sus mujeres, ambos vivieron con mujeres poco aliñadas, poco preocupadas por su estética. No tenían tiempo, ni ganas ni necesidad de caer en cánones estéticos ni en acceder a las modas del momento. Podría decir, si acaso, escasamente: el pelo recogido ―como por aquellos entonces― y los vestidos más cómodos posibles, sin aspavientos sobre cómo marcar su figura. Nada. De hecho, a Irène la llegaron a tildar (algunos colegas científicos renombrados) de bruta, de basta: si tenía que sacarse un pañuelo de las enaguas y sonarse como debía para quitarse esas molestas mucosas, lo hacía y lo hacía con la fuerza que la caracterizaba: no tenía tiempo que perder en irse a la toilette. Sencillamente ¿por qué habría de ser diferente de sus colegas? Era un roble: una mujer alta y robusta; físicamente, más grande que su madre. Y era una mujer que fue arrestada en Suiza y no quiso tirar de su baza ―la de su madre― para evitar el arresto. También tomó partido por la República Española y, en 1948, la detuvieron en la Isla de Ellis cuando recogía fondos para los refugiados españoles que huían de la dictadura… Era una mujer bandera.

Marie y Irène eran menos finas y elegantes y, sin duda, menos atractivas que sus cónyuges, sí. Pierre, el marido de Mme. Curie, era un hombre mayor que ella, pero era un señor de buen ver: bien vestido, barba cuidada… Por su parte, Frédéric, el de Irène, era un hombre apuesto, también elegante y afeitado con cuidado, hablaba con mucho gusto (no en vano fue fundador del Frente Nacional francés, así como Alto Comisionado para la Energía Atómica o Director del Centro Nacional de Investigación Científica ―entre otros cargos).

Podría haber transviajado a sus años de juventud y conocer a toda su magnífica familia. Pero quería, primeramente (o únicamente ―quedaba por ver), conocerle a él a solas, como hombre viudo y aquejado de sus propias dolencias físicas y, con todo, incansable luchador. Un hombre destinado a sufrir dolorosísimas hemorragias. Uno que había viajado a Inglaterra con todo el material que requería salvaguarda (pues, en la época en que formó parte de la resistencia francesa de la IIWW, no quería delegar en nadie para trasladar sus informes). Un hombre que siempre tenía un destino de lucha en su presente y que siempre luchó para el futuro: el futuro de todos la humanidad.

La Sorbona nunca podrá agradecer, suficientemente, la cultura científica y los aportes didácticos que les brindaría la familia Curie. Y viceversa. Una relación ejemplar de respeto y de sabiduría, de savoir-faire lleno de conciencia académica y de inversión económica ejemplarizante.

Fréderic Joliot-Curie (curiosa aportación, y perenne, al apellido de un marido ―la del de su mujer) fue un intelectual: era un gran amante de las artes, de la música (tocaba el piano, como su cuñada Ève) y de la literatura,sobre todo la de visionario Kipling. Supo evaluar sus ideas y recelar de sus creencias. Tras la Segunda Guerra Mundial, habiendo sido un comunista de fuertes convicciones, comenzó a recelar de los objetivos de su partido. Y cuando hizo falta revisar sus necesidades con respecto a la vida familiar, siempre supo llegar al bien común. Supo amar a sus hijos y a su mujer. Supo: básicamente, y dignamente, siempre supo. Supo buscar todos los tiempos necesarios para compaginar tantísima actividad. Supo estudiar, ayudar y superar los conocimientos. Supo tener fe y ser ateo a la vez. Los científicos son personas de gran fe, pues han de tener fe en que sus conocimientos de base y los indicios de los posibles conocimientos futuros cuajarán si siguen estudiando, investigando; fraguarán en un nuevo conocimiento vinculante para los futuros científicos. Supo tener grandes amigos que le defendiesen por doquier (como Hans Halban, Lev Kowarski o Francis Perrin, con los que trabajó en las reacciones en cadena para el desarrollo del primer reactor nuclear ―habían descubierto, hacía poco, la fisión nuclear y querían avanzar en su uso de manera que pudieran generar energía de un modo controlado). Supo investigar más y más, junto a Irène, los isótopos 13 del Nitrógeno, 30 del Fósforo, 27 del Silicio y 28 del Aluminio.

Vivía en un micromundo que tenía ecos mundiales. Y ese hombre merecía una atención total por parte de la prensa del futuro. Al menos, de vez en cuando. Me sentía en la obligación de darle mi parte de atención y de emanciparla, nuevamente, al mundo.

Mi artículo rodó por esferas insospechadas: gustó a científicos y a profanos de la ciencia. Lo publicaron no solo en mi diario (el de Concha, mejor dicho), sino que permitimos que lo editaran en varios más y en diferentes idiomas (traducciones de las que yo misma me hice cargo).

A mí, Joliot, me permitió conocer más sobre lo infranqueable de su persona: su mirada. Me dejó conocer cómo sentía la muerte de Irène: hablaba de ella. La seguía necesitando. Me enseñaba fotos de sus hijos y de su cuñada (a la que respetaba por sus actividades durante la guerra y por su arte al piano, así como por sus por sus derroteros en Italia). Era un hombre interesante, facundo, con cierta altivez en la barbilla, en el gesto, sin dejar de derrochar amabilidad. Un hombre con secretos (como todos los hombres). De grandes secretos que había decidido lanzar al entendimiento del Universo. Los secretos de su mirada, de su mente, de su padecer y de sus glorias. No podía contarlo todo: ni queriendo. Lo intentaba pero no podía. Quizá era lo único que no sabía, que no podía hacer. Sabía demasiado.

Sus alumnos le admiraban. Cuando me veían llegar, a última hora de clase, sabiendo que iba a proseguir con la entrevista, me decían Rebeca, Olé… Olé, Rebecá. Mademoiselle, vous êtes très belle mais laissez-le respirer. Bien les constaba que mi origen era español y que estaba siendo muy intensa en mi demanda de atención hacia Frédéric (el cual, por cierto, no aceptaba diminutivos de su nombre). Sentían pasión por él y por su recién fallecida mujer pero querían verle sonreír y, al acabar las clases, les salía esa infancia, esa picardía y esas ganas de animarle. ¡No todo entre esos cerebros privilegiados era estudiar aquellos átomos y la energía que desprendían!

Joliot estaba a dos años de su muerte. En 1958, de nuevo, yo volvería a pasar por el horror de tener la necesidad de despedir a alguien especial: sus hijos se turnaban junto a su lecho. Pasó un coma terrible: a veces, aún en trance, me parecía verle una cara de dolor, una reacción a otra hemorragia más.

Monsieur Joliot, ¿qué era el símbolo del alfa blanca con el rayo rojo?

— Durante la IIWW, era el símbolo que llevábamos los científicos dedicados a la energía atómica. Nos protegía una división americana, la Alsos, la división secreta y especial que velaba por no perder científicos bien fuera por muerte ni bien por fuga hacia el otro bando. He de decir que, conmigo, tenían impresiones encontradas: por un lado, era un potente científico a tener cerca, a no perder; pero, por otro, era comunista y construía las bombas que yo mismo disfrutaba de lanzar desde la resistencia. Me veían como la eminencia que había descubierto cómo funcionaba la esencia misma de la bomba atómica, pero como el travieso miembro ―y peligroso― de una organización contraria a sus intereses propios, capaz de hacer bromas sobre si había olvidado la dinamita en casa… Eran momentos de admiración y de estima, por un lado, y de recelo por otro (nos pasaba a todos).

— Frédéric, me lo ha de permitir (se lo ruego) que, por último, no me olvide de preguntarle por cómo le ha afectado ser yerno de Dña. Marie Curie. Ya ve que, en toda la entrevista, he evitado hacerle esta pregunta directa, pero…

Tranquille, Rébéca. Yo no quiero evitar esa pregunta. Nadie puede imaginar, por mucho que sepan de mí, cómo me ha afectado ser el afortunado yerno de Mme. Curie. Le estoy y le estaré siempre agradecido: por dejarme entrar a trabajar en el Instituto del Radio, por permitirme conocer a fondo su trabajo, por permitirme conocer cómo educó a sus dos hijas (sin tiempo, pero con prioridad), por cederme la mano de su hija mayor, por darnos ―a ambos― tanto soporte,… por su apellido (que hice mío). Cada día, prácticamente, se me aparece en la memoria, de un modo u otro: quiero poder mostrarle cómo hemos avanzado en las investigaciones y muchas veces me encuentro hablándole, para mis adentros, rindiéndole minutos de expresión sobre esto o aquello. Incluso preguntándole cómo lo haría ella… Soy el científico más afortunado del mundo: mi suegra es doblemente premio Nobel, mi mujer comparte conmigo otro premio Nobel, mi suegro consiguió otro, también junto a mi suegra. Las mujeres de mi vida adulta han sido un enorme ejemplo para mí y siempre procuraré que recuerden, tanto hoy como en el futuro, por qué la historia de la humanidad ha perdido, terriblemente, el aporte que la mente femenina podía habernos aportado. La inteligencia y el tesón de las mujeres es parte de mi apoyo vital y moriré agradecido por la fortuna de haber podido vivir junto a mujeres luchadoras que tomaron su fuerza y la convirtieron en el máximo exponente de la liberación de su energía. Y, créeme, no solo soy un hombre de fe, también soy un ferviente creyente de la energía, bien sea de los átomos como de las personas.

Me quedé satisfecha. Creo que mi expresión lo decía todo. Joliot me cogió las manos y me animó a continuar con mi espíritu curioso, a procurar que la comunicación ―vista desde el prisma de las mujeres― continuase aumentando. Me miró, nuevamente, con su mirada infranqueable, ahora sí… transparente.

¿Qué sería hoy de un genio como Frédéric Joliot?


1956: Joliot-Curie, Frédéric
por Carmen Nikol
(continuación de 1870: Wagner, mi contradicción)


Publicado por Entrevisttas.com

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