La nariz de Pinocho y los profetas del clima

El refranero popular español es muy rico en chascarrillos y sentencias sobre las mentiras y los mentirosos, con más de un centenar de frases hechas sobre las falsedades y sus consecuencias. Una muestra ilustrativa de ese completo repertorio, podría incluir adagios muy conocidos, como por ejemplo, antes se coge al mentiroso que al cojo, la mentira tiene patas cortas o también sale pronto la mentira si de la cuerda se tira. Pero la sabiduría popular que acuñó ese conocimiento tradicional, no pudo tener en cuenta el poder de los medios de comunicación, que a base de reiterar falsedades, hacen posible no sólo que las mentiras se perpetúen en el tiempo, sino que incluso lleguen a convertirse finalmente en verdades admitidas.

La falta de respeto a la verdad se ha convertido en una rutina habitual en algunos temas, como viene ocurriendo por ejemplo en las predicciones, atemorizadoras y catastrofistas, realizadas desde finales del siglo XX, en relación con el calentamiento global y el cambio climático. Poco ha importado que la tozuda realidad se haya encargado de demostrar la falta de acierto en dichas pronósticos, cuyo fracaso ha sido sistemáticamente ocultado bajo un protector manto de silencio. Un mutismo que, además, simplemente ha servido de preámbulo para la siguiente profecía, igualmente atemorizadora y equivocada, como puede comprobarse gracias a los ejemplos siguientes, tan sólo una pequeña muestra representativa:

  • En 1971, la NASA y la Universidad de Columbia predijeron la inminente llegada de una nueva Edad de Hielo. Este vaticinio, que afortunadamente no llego a confirmarse, estaba basado en los descensos de temperatura observados entre los años 50 y 70 del pasado siglo, a pesar del importante incremento de emisiones de CO2 que se produjo en esa misma época. Es decir, en medidas registradas durante un periodo excesivamente corto, sin tener en cuenta los ritmos de evolución climática a largo plazo de nuestro Planeta.
  • 1975, la NASA, a partir de las primeras observaciones del satélite NIMBUS, cuando se detectó el agujero de ozono, profetizó que en 2065, dos terceras partes de la capa de ozono habrían desaparecido, produciendo un aumento de la temperatura media mundial en más de un grado centígrado, multiplicándose por seis el nivel de la radiación ultravioleta. Se vaticinó, con toda precisión, que cinco minutos de exposición directa al sol bastarían para producir quemaduras a la piel. Hoy sabemos, gracias a los datos proporcionados por el satélite Copernicus (ver Figura adjunta), que el agujero de ozono se está cerrando y abriendo, siguiendo los ciclos naturales que rigen su comportamiento. Como en el caso anterior, el error en las predicciones fue debido a la extrapolación hacia el futuro de los datos correspondientes a un periodo de tiempo excesivamente corto.
  • En 1982, el director del Programa Medioambiental de la ONU, vaticinó que para el año 2000, si no se tomaban las medidas oportunas, el mundo debería hacer frente a una catástrofe climática que implicaría una devastación completa e irreversible, similar a la de un holocausto nuclear. Afortunadamente, esas oportunas medidas no fueron tomadas, no eran necesarias y todo indica que, al parecer, nuestro Planeta  no ha sufrido ninguna hecatombe.
  • En 1989, Noel Brown, oficial medioambiental senior de la ONU, anunció que, si no se conseguía detener el aumento del nivel del mar, a principios del tercer milenio, habría naciones enteras que serían borradas del mapa. Afortunadamente, ya ha transcurrido casi la cuarta parte del siglo XXI, el nivel del mar ha continuado elevándose al ritmo secular de dos milímetros al año, y todas las naciones siguen en su sitio, por encima del nivel del mar.
  • En el año 2000, en el Reino Unido, Charles Onians afirmó en el periódico The Independent, que el calentamiento global había terminado con la nieve para siempre, y que las nevadas ya eran cosas del pasado. Afortunadamente, aunque sea con la irregularidad con que nos tiene acostumbrados desde siempre, la nieve ha seguido acudiendo puntualmente todos los inviernos. O incluso durante los veranos, porque sin ir más lejos, en el pasado mes de agosto 2023, durante las temidas olas de calor con las que nos atemorizaban en cada telediario, estuvo nevando en los Alpes.
  • En 2004, un informe del Pentágono vaticinó que el cambio climático sería la causa desencadenante de una guerra nuclear y que hacia 2020, algunas grandes ciudades europeas se hundirían en el océano (por esas cosas raras que tienen las declaraciones políticas, inexplicablemente, las ciudades costeras atlánticas americanas quedaban indemnes). Pero hemos superado también dicho límite temporal sin que ese conflicto se haya desencadenado y todas las ciudades europeas (también las americanas, las asiáticas, las africanas y las australianas) cercanas a la costa siguen en su sitio. 
  • En 2006, Al Gore profetizó que, si no se tomaban medidas drásticas para reducir las emisiones atmosféricas relacionadas con el efecto invernadero, el cambio climático causaría millones de muertos y en diez años el mundo llegaría a un punto de no retorno. De nuevo, ha sido superada la fecha en que estaba prevista la catástrofe, sin que ésta haya hecho acto de presencia, y aquella declaración dictatorial formulada por Al Gore (science is settled, es decir, la ciencia está consolidada), está muy lejos de la verdad.
  • En 2007, Rajendra Pachauri, Director del IPCC (el grupo internacional de expertos sobre cambio climático promovido y patrocinado por la ONU) afirmó que había llegado el momento definitivo en la lucha contra el cambio climático, y que si no se desarrollaban las acciones requeridas antes de 2012, ya sería demasiado tarde. De nuevo, la fatídica fecha límite ha sido superada sin que se haya detectado ni el más mínimo cambio significativo en el comportamiento de la naturaleza.
  • Ese mismo año de 2007, la NASA vaticinó que en la siguiente década, poniendo como límite el año 2015, el Océano Ártico se quedaría sin hielo. Cuatro años más tarde, en 2011, Carlos Duarte Quesada, oceanógrafo del Consejo Superior de Investigaciones Científicas de España (CSIC), fue un poco más conservador y pronosticó que el fin del hielo ártico tendría lugar durante el verano de 2018, afirmando que para el año 2018, la masa de hielo permanente del Ártico se habrá perdido completamente durante los veranos polares. Así lo muestran las últimas estimaciones de 2009 y 2010 de los modelos sobre el cambio climático. Hasta 2006 los modelos indicaban que a finales del siglo XXI, hacia el año 2100, seguiría habiendo en verano alrededor de dos o cuatro millones de kilómetros cuadrados de hielo en el Ártico. Sin embargo, a partir de 2006 se han constatado mínimos históricos sucesivos de exención de hielo, es decir, la pérdida de hielo se ha acelerado notablemente. En este sentido, los cálculos más recientes auguran un Ártico sin hielo para 2018.

Sin embargo, la realidad es muy tozuda y ese mismo año de 2018, el hielo seguía campando a sus anchas en el Ártico, pero una nueva profecía, esta vez de los científicos de Harvard, estableció que se habría fundido completamente en 2022. El pasado verano tampoco ocurrió lo que decían que tenía que ocurrir, pero sin resquicio para el desaliento (el entusiasmo de los profetas climáticos catastróficos es inagotable), una nueva predicción del grupo de científicos dirigido por Yeon-Hee acaba de pronosticar que el Ártico se quedará sin hielo, de nuevo, una vez más, en 2030.

Habrá que esperar todavía siete años para comprobar si, por fin, se cumplen las previsiones sobre el final de los hielos. Pero no podemos esperar tranquilos, porque en este mismo año de 2023, nos encontramos en un momento especialmente crítico y delicado. Hace ahora cinco años, en 2018, Greta Thumberg, con la autoridad que le otorgaba su dilatada experiencia y sus sólidos conocimientos científicos (gracias a las enseñanzas recibidas en el colegio al que dejó de asistir los viernes), afirmó que la humanidad se extinguirá si el cambio climático no se estabiliza en 2023 y se dejan de utilizar combustibles fósiles. Aún faltan algunos meses para llegar a final de año, pero no parece que exista mucha incertidumbre al respecto, y todo indica que podemos respirar tranquilos, porque afortunadamente tampoco hay visos de esta profecía vaya a tener éxito. La realidad nos indica que se han rebasado todas las fechas límite pronosticadas, sin que se hayan presentado ninguno de los terribles y catastróficos efectos vaticinados. Ni ha llegado una nueva Edad de Hielo, ni la radiación ultravioleta nos ha achicharrado por falta de ozono en la atmósfera, ni hemos sufrido una hecatombe climática, ni el mar ha borrado del mapa ningún país (ni tan siquiera una pequeña comarca), la nieve sigue haciendo acto de presencia (como pudieron comprobar los ciudadanos europeos durante la borrasca Filomena durante el invierno de 2020-2021, así como los miles de aficionados que cada temporada acuden puntualmente a las pistas de esquí) y sigue existiendo hielo en los polos.

A la vista de tantas exageraciones, es muy posible que si el escritor Carlo Lorenzini (que firmaba sus obras con el pseudónimo de Carlo Collodi), hubiese vivido en la presente época en lugar de en el siglo XIX, se le hubiese podido ocurrir la sustitución de Pinocho, su célebre muñeco, por otros ilustres personajes a los que les crecería la nariz en función de la falsedad de sus profecías. Pero, más allá del posible aspecto cómico o ridículo de estos fracasos, las predicciones comentadas (y otras muchas más, la lista completa sería realmente larga), a pesar de sus orígenes diversos, tienen unos preocupantes aspectos comunes:

  • Ninguno de los autores de los vaticinios fallidos, una vez comprobada la falsedad de sus profecías, ha pedido disculpas, se ha excusado por sus errores o ha dimitido de su cargo. O, al menos, dichas disculpas no han aparecido en los medios de comunicación.
  • En todos los casos, las equivocaciones cometidas se han debido a la extrapolación hacia el futuro de datos correspondientes a periodos temporales excesivamente cortos, ignorando los ciclos terrestres de larga duración, registrados en la historia geológica del Planeta.
  • Todas las predicciones, tienen una base conceptual común, considerando que son las actividades antrópicas las responsables del calentamiento global, o del adelgazamiento cíclico de la protectora capa de ozono.
  • Las profecías tienen intencionalidad intimidatoria, exigiendo cambios urgentes para frenar o incluso revertir el cambio climático, como lo demuestra el lenguaje que se utiliza para difundir las informaciones sobre el calentamiento global. El mejor ejemplo de estos mensajes tremendistas lo protagoniza António Guterres, Secretario General de la ONU y responsable máximo del Panel Internacional Sobre el Cambio Climático (IPCC), quien en sus últimas declaraciones, después de haber afirmado hace unos meses que nos aproximábamos a un punto de ebullición climática, acaba de manifestar que la humanidad ha abierto las puertas del infierno.

Porque este mismo año, en 2023, el mismo IPCC ya mencionado, acaba de hacer nuevos vaticinios, aún más catastrofistas y alarmantes. Así, la gráfica anterior muestra las diferencias entre la supuesta evolución térmica natural del planeta (incluyendo los efectos asociados a la radiación solar y las erupciones volcánicas), en comparación con la evolución supuestamente inducida por la actividad humana desde la época industrial. Sin embargo, han sido numerosas las denuncias sobre la manipulación estadística de estas gráficas y su falta de representatividad, como ha sido ya anteriormente denunciado en artículos anteriores (ver El calentamiento global y la servicial estadística).

Entonces, atendiendo a los sucesivos y repetidos fracasos de estas estimaciones, ¿por qué debemos prestar más credibilidad a este último informe que a los anteriores? Atendiendo a la flagrante diferencia entre la realidad y las predicciones, lo lógico sería que el propio IPCC realizara una seria y profunda reflexión sobre los criterios que están siendo utilizados para explicar el cambio climático y revisar sus planteamientos. Y también, evaluar si están justificados los esfuerzos que se están demandando a la sociedad para frenarlo y revertirlo.

Sin embargo, la postura de los miembros del IPCC y de los responsables públicos de las decisiones políticas relacionadas con el calentamiento global, tanto a nivel global como nacional, están muy lejos de plantearse dicha reflexión, ya que los planes para la implementación de la llamada transición ecológica y la Agenda 20-30, continúan su puesta en práctica sin el menor atisbo de cambio o de autocrítica. O al contrario, quizás cada vez con más prisas. No deja de resultar sorprendente, que esgrimiendo como argumento principal un supuesto consenso científico que está muy lejos de ser cierto, se hagan oídos totalmente sordos a las numerosas y autorizadas voces que han manifestado su disconformidad, (véase El discutible consenso científico sobre el cambio climático).

En realidad, numerosas personalidades del mundo científico y del medio ambiente, han denunciado públicamente la falsedad y la manipulación de las informaciones sobre el cambio climático, entre las cuales puede destacarse a Federick Seitz (presidente de la Academia Americana de Ciencias), Ivar Giaever, Robert Laughlin y John Clauser (todos ellos premios Nobel de Física), Antonino Zichichi (Presidente de la Sociedad Europea de Física y de la Federación Mundial de Científicos), Steve Koonin (subsecretario de Ciencia durante la administración Obama y miembro de la Academia de Ciencias de EEUU) y a Patrick Moore (uno de los fundadores de Greenpeace).

También, desde el punto de vista corporativo, miles de científicos se han posicionado en la misma línea firmando documentos como el Manifiesto de Heidelberg (1992), la Declaración de Oregón (1999), la Declaración de Hohenkammer (2006) y el más reciente de todos, la Declaración Climática Mundial, titulada No hay emergencia climática, promovida este mismo año (2023) por la Fundación de Inteligencia Climática (CLINTEL) y suscrita por más de 1.600 científicos y profesionales, entre los que se encuentran dos de los premios Nobel mencionados anteriormente.

Dejando aparte consideraciones políticas o económicas, desde el punto de vista exclusivamente científico, no debe de sorprender la existencia de disensiones entre investigadores. A lo largo de la historia de la humanidad, la Ciencia se ha alimentado y ha progresado gracias a estos debates, algunos de los cuales han sido verdaderamente encarnizados y violentos, como por ejemplo las discusiones entre neptunistas y plutonistas para explicar el origen de las rocas, los debates sobre la teoría de la evolución o las porfías sobre las ideas heliocéntricas de Copérnico. Se puede decir que estas diferencias de opinión forman parte de la normalidad. Lo que es realmente sorprendente en el debate sobre el cambio climático, es precisamente lo contrario. Es decir, que se pretenda hurtar a la opinión pública la existencia de estas diferencias de opinión, ocultándolas detrás de un inexistente consenso.

Además, superponiéndose a esta modificación radical en la dinámica del intercambio de ideas entre científicos, en las últimas décadas parece haberse instalado un importante cambio conceptual, que afecta a la esencia funcional y operativa de la investigación y que, por su importancia y trascendencia, merece un detallado comentario.

Desde un punto de vista general, las ciencias se han dividido tradicionalmente entre exactas y empíricas, y aunque esta división es un poco simplista y cada vez menos neta como consecuencia de la evolución técnica (la última tendencia es denominarlas ciencias formales y fácticas), puede considerarse todavía válida a los efectos del presente artículo. De acuerdo con la antigua definición, las ciencias exactas son aquellas que se basan en la observación y experimentación para interpretar la naturaleza, de forma que su comportamiento pueda ser sistematizado de forma precisa mediante el lenguaje matemático, como ocurre por ejemplo con la Física o la Química. Por su parte, las disciplinas consideradas empíricas (la Biología, la Geología, las ciencias de la naturaleza como la Meteorología o la Climatología y las Ciencias Médicas, por ejemplo), también experimentan y observan la naturaleza para interpretarla, pero no pueden sistematizar los procesos estudiados de forma matemática, aunque como mencionaremos más adelante, también existe alguna excepción.

Como es bien conocido, estas diferencias no excluyen el uso generalizado en las ciencias empíricas de herramientas basadas en desarrollos de la Física (como espectrometría o radiología), de la Química (especialmente las técnicas analíticas) o de las Matemáticas, como la estadística. También, el aumento de las investigaciones realizadas en laboratorio, han hecho que algunos campos de las ciencias empíricas (como las ciencias médicas y la Biología, por ejemplo) sean cada vez más inductivas. Pero esas innovaciones y el uso de esas herramientas, no pueden conferirles el carácter de exactas, ya que los procesos estudiados, de modo general, no se pueden sistematizar en lenguaje matemático, exceptuando en algunos casos las herramientas estadísticas.

Imaginemos que un grupo de físicos, trabajando individualmente, realiza los cálculos para situar un satélite en órbita. Si utilizan los mismos datos sobre la masa del satélite, la potencia del cohete y su velocidad ascenso, aplicando las ecuaciones que rigen la gravitación universal y de la cinemática, todos ellos obtendrán idénticos resultados. En cambio, imaginemos a un grupo de geólogos reconstruyendo la estructura del subsuelo en una zona, a partir de sus observaciones y de datos sísmicos. O de modo similar, a varios médicos estableciendo el diagnóstico de un paciente utilizando los mismos datos analíticos y radiológicos. En estos dos últimos casos, no es infrecuente que tanto geólogos como médicos lleguen a conclusiones diferentes.

Esta dispersión en las conclusiones empíricas se debe a que diferentes observaciones y datos sobre un mismo fenómeno, pueden sugerir interpretaciones distintas, o incluso contradictorias. Por explicarlo mediante un ejemplo sencillo, asequible a la experiencia práctica de todo el mundo y continuando con el símil de la medicina, del mismo modo que una misma enfermedad puede tener síntomas diferentes, y enfermedades distintas pueden presentar síntomas muy parecidos, algunos fenómenos naturales se manifiestan de forma aparentemente muy similar. Y, en esos casos, para lograr la interpretación correcta, es imprescindible ponderar las informaciones, asignando a cada dato diferentes niveles de relevancia, de forma que tengan mayor peso en la interpretación, aquellas observaciones que se consideran más significativas o determinantes.

Y precisamente, es en el proceso de ponderación de los datos y observaciones cuando cada profesional aplica sus conocimientos, su experiencia y su habilidad para diferenciar los datos esenciales de los accesorios, donde se producen las diferencias en las interpretaciones o los diagnósticos. En otras palabras, es en ese proceso de ponderación donde se introduce un componente subjetivo en la interpretación de los datos. Una subjetividad, inevitable por intrínseca en las ciencias empíricas, que es inexistente, o en todo caso mucho menor, en las denominadas ciencias exactas.

Por ello, teniendo en cuenta que los conocimientos empíricos se obtienen fundamentalmente mediante la observación, ya sea en la naturaleza o en el laboratorio, es fundamental diferenciar adecuadamente entre la observación (es decir, constatación objetiva de lo observado) y la interpretación (o sea, la introducción de componentes subjetivos) de los fenómenos estudiados. Durante nuestro periodo de formación académica, se nos enseñaba que debíamos describir cuidadosamente las observaciones realizadas, e interpretarlas posteriormente de forma separada. De esa manera, aunque las conclusiones que se alcanzasen estuviesen equivocadas por una interpretación errónea, si las observaciones se habían realizado de manera objetiva y correcta, y estaban adecuadamente descritas, serían siempre válidas y podrían ser útiles para una futura reinterpretación. Pero se trata de una distinción que es mucho más fácil de enunciar que de llevar a la práctica. Así lo describió magistralmente Isidro Parga Pondal (véase la fotografía adjunta), uno de los maestros de la geología española del siglo XX, en su trabajo Observación, interpretación y problemas geológicos de Galicia, publicado en 1960, donde precisaba que interpretar es aplicar nuestra razón para tratar de comprender y explicar lo que hemos observado; pero en realidad, la observación y la interpretación van indisolublemente unidas y es verdaderamente difícil, yo diría casi imposible, poder delimitar dónde termina la descripción de una observación geológica y dónde comienza un ensayo de su interpretación.

Llevando a la práctica estas bases conceptuales, en la segunda mitad del siglo XX, para criticar el exceso de subjetividad en algunas interpretaciones, se hizo popular entre los geólogos una frase: más vale un mal fósil que una buena teoría, que para ser adecuadamente comprendida para personas ajenas al gremio, quizás precise de alguna explicación adicional.

Para la reconstrucción de la historia geológica de un lugar determinado, es imprescindible integrar de forma armónica y coherente todas las observaciones realizadas, de forma que encajen en el espacio y en el tiempo como las piezas de un mosaico. Y una vez concluida, puede considerarse como válida hasta que una nueva observación o un nuevo hallazgo (un fósil, por ejemplo) la invaliden, si es que el peso específico, la ponderación de ese nuevo dato, es superior y debe ser considerado como preponderante respecto de los datos anteriores. Este ha sido el esquema funcional que ha regido las investigaciones empíricas, desde que la ciencia, a mediados del siglo XIX, se liberó de las limitaciones impuestas por la Biblia, e inició su desarrollo sobre la base de la observación de la naturaleza.

Ahora, dando por finalizada la digresión sobre las diferencias entre ciencias exactas y empíricas, retomemos el hilo donde lo habíamos dejado, es decir en los cambios que (aparentemente) se han producido durante las últimas décadas en los métodos y los criterios científicos. La disponibilidad de las poderosas herramientas informáticas, ha introducido una acentuada tendencia a modelizar matemáticamente los procesos naturales, lo que ha reportado resultados más o menos satisfactorios. Así por ejemplo, se ha conseguido reproducir el comportamiento mecánico de los materiales rocosos, gracias a la aplicación de las leyes y principios sobre resistencia de materiales, desarrollados por la ingeniería. También, se pueden vaticinar con relativa precisión las posibilidades de curación de un determinado tipo de cáncer, gracias a las herramientas estadísticas. O realizar predicciones meteorológicas a corto plazo, gracias a la informatización y modelización de millones de datos registrados en los observatorios.

Sin embargo, cuando se trata de procesos muy complejos, que dependen de muchos parámetros, cuyo funcionamiento e interacciones no están todavía bien establecidas, los resultados no han sido satisfactorios. Ese es precisamente el caso de los procesos globales vinculados al cambio climático, donde los fracasos cosechados han sido estrepitosos, como lo atestiguan las profecías equivocadas anteriormente enumeradas. En este contexto, son muy interesantes las investigaciones realizadas por el Profesor JOHN CHRISTY, físico atmosférico de la Universidad de Alabama, que ha comparado las temperaturas reales, medidas mediante termómetros y globos sonda, con las predicciones realizadas por modelos estadísticos correspondientes al periodo comprendido entre 1975 y 2015. Las conclusiones obtenidas se han representado en una gráfica, ya utilizada en artículos anteriores (véase por ejemplo El calentamiento global, ¿una cuestión económica, política o medioambiental?), que pone en evidencia la enorme desviación y la exageración de las predicciones respecto de la evolución real de las temperaturas. Aunque ya se ha mencionado anteriormente, es necesario recordar que los modelos elaborados por el IPCC están basados en datos correspondientes a un intervalo temporal cortísimo, sin tener en cuenta los ciclos planetarios y cósmicos, con duraciones de miles, cientos o millones de años, y por lo tanto imposible de ser modelizados, utilizando datos de unos pocos siglos, por muy precisos que estos sean.

Sin embargo, a pesar de estos comentarios y en sentido estricto, los fallos cometidos por estos modelos predictivos no deben ser objeto de crítica. Desde siempre, los avances de la Ciencia se han realizado gracias a la corrección y enmienda de errores previos. En cambio, sí debe ser criticable, y mucho, que no se haga caso de los errores detectados. Y, además, que no se consideren adecuadamente todas las informaciones disponibles, como está ocurriendo reiteradamente con las hipótesis sobre el calentamiento global. En efecto, se está atribuyendo muy poco o ningún valor a los datos que la propia naturaleza nos envía a través de la historia geológica del Planeta acerca de los cambios climáticos del pasado. Y lo mismo puede decirse de los procesos que contribuyeron a los mismos, como las variaciones de la órbita terrestre, los ciclos cósmicos y su incidencia en la radiación solar, la captura de CO2 por las rocas carbonatadas, etc.

Es decir, que se atiende menos a la observación que a los algoritmos y a los modelos predictivos establecidos por las herramientas informáticas. En este contexto, conviene recordar que, inevitablemente, dichos modelos llevan implícita una significativa carga subjetiva, tanto por la selección de los datos que se integran como por las relaciones que se establezcan entre ellos, es decir, su ponderación.

Aunque esta afirmación pueda parecer exagerada, eso es exactamente lo que se está haciendo cuando se afirma que el hombre es el responsable exclusivo del cambio climático, ignorando las evidencias sobre los múltiples ciclos de calentamiento y enfriamiento (glaciaciones) que ha experimentado la Tierra. O cuando se nos instruye para cambiar nuestros hábitos de vida con el objetivo de frenar y revertir el calentamiento global, algo que queda totalmente fuera de nuestro alcance. Y también, cuando se nos intimida con la velocidad de aumento de la temperatura y de elevación del nivel del mar, pronosticada por esos infalibles algoritmos de predicción climática, sin tener en cuenta que esos cambios forman parte de los ritmos impuestos por los propios ciclos naturales. En otras palabras, volviendo al símil geológico antes mencionado, ¡harían falta más fósiles y menos teorías!

Recurriendo a Hamlet, la gran tragedia de Shakespeare, se puede recordar la célebre frase pronunciada por el joven príncipe de Dinamarca, diciendo que algo huele a podrido en todas esas profecías. Así lo han denunciado públicamente las personalidades y los firmantes de los manifiestos anteriormente citados. Y volviendo al principio del artículo, podemos encontrar también en nuestro refranero una expresión, tan breve como incisiva, para sintetizar la opinión de los miles de científicos que en todo el mundo, disienten de las tesis oficiales sobre el cambio climático: de la mentira viven muchos, de la verdad, casi ninguno.


La nariz de Pinocho y los profetas del clima
Por Enrique Ortega Gironés,
José Antonio Sáenz de Santa María
y Stefan Uhlig


Publicado por Enrique Ortega Gironés

Soy, por ese orden, geólogo y escritor. O simplemente, un geólogo al que le gusta escribir. Primero, docente e investigador en el Departamento de Geotectónica de la Universidad de Oviedo. Luego, en las minas de Almadén (Ciudad Real), y durante los últimos 20 años, consultor independiente.

7 comentarios sobre “La nariz de Pinocho y los profetas del clima

  1. Una vez más, muchas gracias. Muchas gracias por el nuevo artículo y por no claudicar y continuar trabajando para ofrecernos una perspectiva “disidente” rigurosa, frente a la versión “consagrada” que parece que hay interés en blindar a toda costa. Trabajo que, imagino, pueden suponerle inconvenientes de diverso tipo. Pues, en efecto, en esta cuestión del cambio climático resulta bastante evidente a mi parecer que el “negacionismo” existe. El negacionismo al libre debate científico, quiero decir.
    Aprovecho esta ocasión para comentarle que, siguiendo la recomendación que me hizo en una ocasión anterior, leí el artículo “Cambio climático, geología y redes sociales”. Me parece un artículo de lectura indispensable para cualquier persona que quiera informarse sobre el “clima social” que se ha generado respecto a la temática del cambio climático y las diversas formas de presión que se han desplegado. Como Usted destaca, algunas de ellas incluso recuerdan groseramente a las admoniciones que la Iglesia Católica dirigía a sus feligreses para tutelar su integridad moral. Para troncharse si el intento de influencia social que se está ejerciendo no fuera tan serio.

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    1. Muchas gracias, Enric, por sus comentarios, que animan a seguir escribiendo.
      Estamos totalmente de acuerdo. En efecto, el tema es de enorme gravedad y parece que no se está prestando la suficiente atención a la censura encubierta que estamos soportando, el negacionismo del debate abierto, como Vd. bien puntualiza.
      Es cuestión de tiempo. Tardará, por que la inercia es muy fuerte y cuesta mucho dar marcha atrás, pero cada vez son más las voces, muy autorizadas, que se levantan denunciando los fraudes de esta doctrina climática. La realidad, tozuda, y aunque sea tarde, siempre termina imponiéndose.
      Un cordial saludo y de nuevo, gracias.

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