Fuego en el mar

Hace algunas semanas asistí a las Jornadas de Estudios que se celebran bianualmente en la localidad valenciana de Cullera. Allí, entre otras, pude escuchar una interesante ponencia sobre lo ocurrido en el faro de esa localidad durante la Guerra Civil, cuando fue militarizado, transformándose en batería de costa y puesto de vigilancia contra ataques aéreos y marítimos. Datos históricos aparte, realmente curiosos e interesantes, aprendí que, a diferencia del apelativo más usual para los empleados o vigilantes de un faro, los fareros, a las personas que tienen este oficio se les denominan oficialmente como torreros, acepción que (no he podido evitar la tentación de consultarlo) también está recogida en el detallado y minucioso Diccionario de la Real Academia Española.

Aparte de esta prescindible precisión lingüística, aquella ponencia me hizo rescatar de los rincones de la memoria una historia que escuché durante mi infancia en mi localidad natal, una de tantas sobre la Guerra Civil, todavía relativamente reciente, que aún se contaban con frecuencia por aquella época. Durante la contienda, un joven del pueblo, como otros muchos, fue movilizado por el ejército republicano y destinado a una guarnición costera, que bien pudo ser ese mismo faro. O también, el famoso castillo situado en lo alto de la montaña próxima, tan escarpada que ni Jaime I fue capaz de someterlo durante la conquista de Valencia.  

El protagonista de esta pequeña historia, recién llegado a su destino, tuvo que incorporarse de inmediato a la rutina militar haciendo las habituales guardias, con especial atención a cualquier movimiento de embarcaciones o aeronaves. Por aquellos días, las Baleares estaban ya en poder del ejército franquista y, desde allí, eran frecuentes las incursiones, tanto aéreas como marítimas, sobre la zona costera valenciana.

La primera vez que tuvo que realizar guardia nocturna, una de esas noches de bochorno estival, que ni tan siquiera junto al mar soplaba una brizna de brisa, cuando estaba a punto de terminar su turno, observó un resplandor sospechoso en el horizonte. Sin pensarlo dos veces, alarmó a la guarnición con gritos desaforados:

― ¡Fuego! ¡Fuego en el mar!

El desbarajuste fue inmediato, todo el mundo levantándose precipitadamente, medio desnudos, para asomarse a la atalaya y avistar lo que ocurría. Y en el rostro de todos ellos se dibujó de inmediato el estupor, mudos de asombro. Nadie se atrevió a abrir la boca, hasta que el oficial al frente de la guarnición, rojo de ira, gritó:

― ¿Estás gilipollas? ¿Es que nunca has madrugado en tu vida? ¿Es que no has visto amanecer nunca o qué? ¡Vete directamente al calabozo!

Y así fue como terminó, entre carcajadas, la primera guardia nocturna de aquel vigía novato.

Ese día yo no estaba allí, pero tal y como me lo contaron, lo cuento.


Fuego en el mar
por Enrique Ortega Gironés


Publicado por Enrique Ortega Gironés

Soy, por ese orden, geólogo y escritor. O simplemente, un geólogo al que le gusta escribir. Primero, docente e investigador en el Departamento de Geotectónica de la Universidad de Oviedo. Luego, en las minas de Almadén (Ciudad Real), y durante los últimos 20 años, consultor independiente.

2 comentarios sobre “Fuego en el mar

  1. Lo cual es muy raro en un pueblo agrícola, pero casi con seguridad, el protagonista no debía venir de familia de campesinos. También podría ocurrir hoy, porque mucha gente sólo conoce la naturaleza a través de la pantalla

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