De 1889 a 1894: un suspiro de Java y un amigo en Mallarmé

Ocurre, casi siempre, que debo visitar a algún miembro de la familia de la que forma parte mi objetivo, aquella persona sobre la que deseo escribir un artículo. Esa visita, claro está, implica un primer transviaje de tanteo. En este caso, era imprescindible: debía hacerme con Manuel Debussy, el padre de Claude. Quería saber si me podía ofrecer algún tipo de información adicional sobre las influencias que recibió el compositor. Hice un par de viajes de tanteo y, en aquel momento, solo conseguí acompañar a padre e hijo a ver óperas de Verdi, lo cual me sorprendió. No hay mucho Verdi en el futuro compositor. Así que dejé de visitarle en su más tierna juventud.

Mi interés por Debussy brotó en mí cuando tan solo contaba con 15 años. Mi padre me ponía (para dormir la siesta) la música que dormía propiamente a su fauno. Y siempre me decía: Rebeca, esta pieza es de 1894. No lo olvides. De Claude Debussy. Si quieres conocerle, vete a buscarlo hacia ese año. Recuerda, hija: solo tienes una vida, pero la tuya es muy privilegiada porque puedes viajar en el tiempo, puedes visitar a quien te apetezca, cariño. Mi padre, que era un gran melómano, consiguió que yo lo fuese también. Y todo comenzó con esas siestas: la mía y la del fauno. A mi padre, además, he de agradecerle los 8 idiomas modernos que hablo, y escribo, perfectamente: español, francés, valenciano/catalán/mallorquín, inglés, italiano, alemán y ruso. Además, es gracias a él que sé buscar los recursos adecuados para conseguir conocer cómo son los idiomas antiguos (pues siempre he de prepararlos y afianzarlos antes de transviajar, en caso de necesidad y, en este viaje, me iría de perlas como excusa para acercarme a uno de mis informantes). Para ser justa, debería decir también que es gracias a mi madre que sé coser y fijarme, con suma atención, en los trajes de todas las épocas. De ahí que pueda disfrutar de ir a festivales, ferias y mercados de recreación histórica. Como bien me remarcan mis compañeros de la logia de Blasco Ibáñez: «Rebeca, para transviajar debes ser una especialista en todo lo necesario».

Sí: conocí a Debussy cuando aún era un niño, prácticamente, gracias a su padre y a nuestra amistad forjada a base de ir a conciertos. Por fortuna, el hijo no era un gran fisonomista, pues me volvió a ver en varias ocasiones, en diferentes contextos, y (casi) nunca supo reconocerme. Lo constaté por cómo me miraba cada una de las ocasiones que nos cruzamos: extrañado y sombrío, con un conato de sonrisa (en ocasiones, muy pocas) pero sin fijar la mirada o atinar un acercamiento. Solo era una mirada medio de paso. Si hubiese sido por su reacción hacia mí, creo que debería declinarme por pensar que me veía como a una sombra, sin atractivo ni luz. Ni siquiera como un animal. Sobre todo, debería de creerlo porque le encantaban los matices de la naturaleza y le gustaban las mujeres bellas (como a José, mi amado José). Viajé para pasar desapercibida, sin resultarle opción a ser una musa de las tantas que tuvo…

El compositor tuvo una vida amorosa bastante agitada (siempre fue considerado un mujeriego). Favorecía a su inmensa capacidad creativa. Fueron muchísimas sus composiciones musicales, muchas más que sus conquistas (cada conquista se convertía en musa de múltiples obras del compositor). Como muchos artistas, se diferenciaba de la gente común por su sensibilidad y su pasión. Gabrielle Dupont, la bella pelirroja veinteañera, fue su tormentoso amor, al que durante ocho años siempre regresaba tras varios escarceos. Pero, finalmente la dejó por Lilly, la imbatible Lilly (así la llamo yo porque, aunque se disparó en el pecho tras la amenaza de suicidarse si la abandonaba el genio, y a pesar de no poder quitarle nunca el proyectil, consiguió sobrevivir). También la abandonó para irse con Emma Bardac, antigua amante de Gabriel Fauré. Por supuesto, esto no le sentó nada bien a Fauré ni a la familia de Emma, quienes la repudiaron por tal escándalo. Pero fue una apuesta que dio un fruto magnífico: tuvieron una hija, Claude-Emma (Chou Chou). Sin embargo, quizá por un mal de ojo o por el karma, Chou Chou murió agónicamente con 13 años por una difteria mal tratada. En cambio, el apoyo hacia Lilly fue inmenso: incluso Ravel, gran competidor de Debussy, con el que ya había tenido varios encuentros personales, prestó dinero (junto con antiguos amigos de Achille Claude Debussy​) para formar un fondo que ayudase a la abandonada Lilly.

Para mí, como periodista que deseaba investigar más sobre su figura, era una ventaja que Debussy tuviese tan basta correspondencia epistolar con amantes y con su agente. De ahí pude comprobar que de niño ya era un prodigio de la música, sin siquiera recibir su primera formación hasta los 11 años. Pero, lo que no le pudieron enseñar ―o no quisieron y se notaba― fue a escribir. Ni a leer. Por eso, en cuanto aprendió (en el conservatorio), decidió que nunca dejaría de hacerlo. Curiosamente, jamás mencionó lo del concierto de la exposición universal del ‘89. Por eso, dejé de ir a verle en la infancia y centré mis transviajes hacia esos años, asistiendo a ese concierto y, así, ser testimonio directo de cómo le afectó. Me quedaba por conocer, entonces, qué más lo llevó a escribir la pieza que me encandiló y me condujo hacia él.

Claude Debussy, imagen realizada por Carmen Nikol

Claude Debussy impregnaba el sonido de sus composiciones con una cierta niebla de ensoñación, como una atmósfera fantástica, casi vaga, pero usando, como nadie nunca antes (ni tan siquiera Mozart) la escala tonal completa con un sello exquisito. Revestía los acordes con su revolución, con un tratamiento colorista y efectista, evitando las corrientes formales y las limitaciones armónicas. Era un genio y aún hoy es inevitable enamorarse de su obra. Por eso,… por eso requería de mi entera entrega.

Estuve pensando en cómo Claude (leído clod) podía haber desarrollado ese uso de las escalas, de las notas… tan peculiar para su momento histórico-musical. Lo estuve pensando desde los 18 años, aproximadamente. Por entonces, ya llevaba tres escuchando el Prélude à l’après-midi d’un faune. Tenía cierto sabor oriental. Así que me puse a revisar en Internet qué grupos musicales orientales habían tocado en París cuando Claude era aún un jovencito. Y lo encontré. Fue un grupo de la zona de Java que tocaba en la Exposition Universelle, en el París de 1889 (ese concierto al que asistimos ambos). Interpretarían música de Indonesia para una bailarina encantadora. Él estuvo allí, deleitándose con la escucha de aquella banda de música oriental de tonos enteros, cerrando sus bellos ojos negros, como realizando un suspiro, para posteriormente abrirlos de golpe y fijar la vista en aquella bella muchacha danzarina.

Por tal de realizar mi trabajo con cierto anonimato, y para no caer en su posible red de seducidas (los efectos que Debussy había demostrado generar en sus mujeres eran muy devastadores), me caractericé con una absoluta falta de atractivo físico. Con esa nota, ahora solo me faltaba conocer a Stéphane Mallarmé, un tipo curioso que decidí que fuera mi informante principal en este caso. Stéphane, como Edgar Allan Poe o Maeterlinck o tantos otros escritores y dramaturgos, ejerció una influencia importante sobre el carácter y las composiciones de Claude Debussy y, como no podía ser de otro modo, lo dejó escrito de una manera epistolar, lo cual me ayudó mucho en la tarea de conocerle antes de visitarle. De hecho, fue así como conocí, de su propia mano, su opinión sobre los viajes que había realizado Debussy o sobre los contratos que firmaba con directores de orquesta, o sobre los pasajes de sus propias obras… Mallarmé era una buena elección, lo supe incluso antes de conocerle en persona.

En esas epístolas, Debussy resultaba de carácter oscuro. Él podría ayudarme a entender por qué, ya que me chocaba con respecto a su música. Quizá La mer era lo más acorde con ese tono más misterioso u oscuro. Pero, tampoco… Al final, su amor por la Naturaleza brillaba siempre en sus composiciones. Por otra parte, sabía que era un hombre que ayudaba a otros colegas y eso no lo hacen todos. Debussy animaba a otros compositores, como hacía con Falla. A éste, por ejemplo, le intentaba convencer de que el criterio que usaba era bueno, que no lo dejase, que no dudase. Le empujaba a proseguir cuando, por entonces, Falla era algo inseguro. Quizá Claude reconocía en él a un aliado en el cambio de las formas, en la consecución de su propio objetivo primordial: romper, entre varios, las estructuras fijas en la composición de su época, seducir al público con nuevas maneras de interpretar, de conducir hacia el mundo onírico de la música, hacia un enriquecimiento de las formas armónicas y tímbricas, hacia una interpretación de adjetivos, como me gusta llamarla (porque te apetece ponerle adjetivos cada vez que la escuchas). El genio no creó una escuela formal, pero consiguió firmes y talentosos adeptos, los suficientes para cambiar la historia de la música.

En 1889, el mismo año que fuimos al concierto del grupo de Java, me propuse conocer a Stéphane Mallarmé, aprovechando el viaje. Pero, esta vez, iba a provocar en mi informante que quisiese acercarse él a mí, y no al revés (como suele ser lo habitual en mis viajes de tanteo). Se iba a acercar a mí porque se lo puse fácil. Los transtiempos tenemos una peculiaridad: en la sien derecha solemos tener un lunar prominente y nos lo tocamos cuando nos concentramos en algo, bastante a menudo (por cierto) con los dedos índice y pulgar. Mallarmé, por una de esas extrañas cuestiones genéticas, no había heredado la capacidad de transviajar, pero su padre sí la tuvo (y yo lo sabía). Así que me acerqué a él tocándome mi lunar en la sien. Y, cómo no, él se fijó en mí: tuvo claro que yo era una transtiempo, como su padre. Hacíamos ambos el mismo gesto, de la misma manera. Vino a mí y me preguntó por qué hacía ese ademán. Le contesté directamente que era como su padre. Y ahí empezó nuestra relación.

De niño, a Stéphane, su padre se lo demostraba que podía viajar en el tiempo consiguiéndole cualquier objeto que le pidiera, siempre que fuese factible, de otra era, de otro tiempo. En una ocasión, como él mismo me contó más adelante, le consiguió una pieza de porcelana china de la dinastía Song. Con el tiempo, se la regaló al mismo Debussy, quien se la había pedido mil veces por su devoción hacia la porcelana ―creció en la tienda de porcelanas de su padre y esto le produjo un amor eterno por las piezas más sutiles―. El compositor, que se había inspirado en un poema de Stéphane para componer La siesta del fauno y confiaba mucho en él, no sabía si creerse que esa singular pieza de porcelana era de la dinastía Song, aunque todos los indicios le llevaban a ello (y bien sabía cómo analizarla): estaba hecha con caolín, era de una finura excepcional y los motivos eran idénticos, perfectos. Nunca supo cómo la obtuvo, de ahí que le costase tanto creérselo.

Imagen creada por Carmen Nikol, inspirada en Debussy

Debussy, además de experto en porcelana, también lo era en compositores rusos y en Wagner, entre tantos otros, no solo de la música tailandesa y balinesa. Esa pasión se extendía a su gran pasión por la poesía, la cual lo convertía en un fervoroso conocedor de poetas clásicos y contemporáneos. Muchos eran los que le habían inspirado. Por lo que era fácil deducir que no solo tuvo como inspiración la que encontraba en la belleza femenina. Sin embargo, fueron muchas. Su primera musa, Marie Vasnier (mujer de uno de sus grandes apoyos, al que no le importaba demasiado la relación entre aquellos), le inspiró hasta crear 27 piezas. Así de prolífico era. Me preguntaba, en todo caso, si siempre fue prolífico por pura inspiración o lo necesito también por obligación (a pesar de estar completamente enamorado de su libertad). El que había sido considerado un mal pupilo en su más temprana juventud, ahora era un gran trabajador al que exigirle mucho. No era especialmente conocido entre sus coetáneos (por lo que, probablemente, algún visionario sabía que, a futuros, sería aclamado por una audiencia más popular, gracias a medios más asequibles, y le exigía, hasta agotarlo, que cumpliese con su contrato). En su momento, tan solo se dedicaban a promocionarle los de su grupo de intelectuales Les Apaches.

«El arte es la más bella de las mentiras».

Claude Debussy

Mallarmé y yo desarrollamos nuestra amistad en la Provenza francesa, donde yo estudiaba occitano con Frédéric Mistral (para escribir mi siguiente artículo, en el año 2017, sobre el movimiento Félibrige). Conseguí un piso de Avignon, bastante cálido y acogedor para el momento y Étienne, como me gustaba llamarle, me visitaba allí. Pero, realmente, nos conocimos en París, en el Museo del Louvre (donde él analizaba la estética de algunos cuadros impresionistas). Era un gran escritor y, como gran parte del resto de artistas del momento, incluido Debussy, fue englobado en el movimiento impresionista, cada uno en su disciplina. El caso es que, tras conocernos, me visitaba en la Provenza, hacía ese pequeño esfuerzo. Hasta ese punto me apreciaba, aunque seguro que menos yo a él.

Las noches en que Mallarmé me visitaba, por supuesto, me comentaba sobre Debussy. Al final, era mi objetivo: conocer al máximo sobre su vida, sobre qué se decía de él en el momento, sobre todo lo que, en un artículo escrito para la revista de Concha en 2017, pudiese llevar a sorprender a los lectores por perderse en las fuentes originales que han hablado sobre Debussy (como lo extraído de su relación epistolar, casi una autobiografía).

Imagen inspirada en Mallarmé realizada por Carmen Nikol

Efectivamente, acabé por sentir un gran afecto por Mallarmé. A la muerte de Étienne (su nombre de nacimiento) sentí una brutal sequedad en la faringe y no pude respirar bien durante horas. Tuve un ataque nervioso sin dejar de pensar en su vívida mirada. Me provocó otra de las características de los transtiempos: se me cerraron los ojos involuntariamente y pude visualizar su muerte (estando tan lejos de él en ese momento). Esa reacción era algo ocasional, no nos pasa siempre. No me pasó con mis propios padres ni con José. Pero sí con María, la mujer de Blasco Ibáñez. Sentí su pérdida, la de ambos, como si fuese la de un hermano o la de una hermana. Aun no siendo personas tan cercanas como un marido, un amante o un amigo íntimo (como lo es Ruth), habían sido facilitadores, informantes. Y me pasa: me pasa mucho con los facilitadores más amables, conscientes o no de su función. Sentí mucho más su muerte que la del propio Debussy, al que tanto había admirado.

Claude murió de cáncer colorrectal. Llegada la fecha de su muerte, la tarde del 25 de marzo de 1918, justo antes de morir, quise estar cerca de él. Lo que no había hecho con Étienne quise conseguir hacerlo con el maestro. Me senté junto a él y me miró fijamente. ¡Por fin me reconoció! Estábamos en su casa de París. Él tenía solo 55 años. Quizá una de las personas que, con tanta juventud (como lo vemos ahora), haya conseguido producir tanta riqueza cultural. Su mente estaba agotada tras 30 años de composiciones, de obras maestras, de música para el legado histórico musical.

Según él mismo, la música era «un total de fuerzas dispersas expresadas en un proceso sonoro que incluye: el instrumento, el instrumentista, el creador y su obra, un medio propagador y un sistema receptor». En su definición se dejó al editor, al corrector. Él era un tanto despreocupado, a veces, y no revisaba las correcciones de éste, por lo que se lanzaba una edición que variaba de lo escrito originalmente. Su principal editor fue Jacques Durand, un compañero del Conservatoire de París, con quien firmaría un contrato el 17 de julio de 1905, mediante el cual el editor le pagaba una anualidad a cambio de la exclusividad de sus derechos editoriales. Durand cedió a la Biblioteca Nacional de París la totalidad de los manuscritos que conservaba del compositor. Y allí mismo fue donde mi padre me condujo para que pudiese consultarla. Y, allí mismo, fue donde se fraguó mi decisión de desear escribir sobre él. Allí mismo, comencé estas páginas de mi diario, las que le dedicó.

Mi artículo se publicó en el semanal y fue un éxito que conmocionó a todo tipo de lectores, especializados y profanos en la materia. Aún hoy se siguen preguntando de dónde saqué tanta información inédita. Se siguen preguntando si algo de lo que decía era falso. Es el riesgo que corremos los transtiempo hasta que, por fortuna, aparece alguna epístola o fuente original que nos catapulta como pioneros en la entrega de información fidedigna.

¿No se maravilloso ser una periodista transtiempo? Sí, es maravilloso… A quien le lleguen estas páginas, espero que a mi muerte, seguro que lo podrá apreciar y deseo que sepa que también yo lo he valorado. No hace falta morirse para saber la fortuna que uno/a tiene. No dudemos que Debussy también lo supo disfrutar.


De 1889 a 1894: un suspiro de Java y un amigo en Mallarmé
por Carmen Nikol
(continuación de 1901: Blasco Ibáñez)


Publicado por Entrevisttas.com

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