La mamá de la diseñadora: Alterio.

Llegó un fin de semana más; no había avances en la investigación. Prometeo se encerraba durante horas en su despacho. No tenía pruebas. No tenía nada. Ninguna pista había aparecido. Cavilaba. El modo de obrar del asesino recordaba a las habilidades de otro. No podía ser… Sacó una botella de Casajuana 100 que sirvió en un vaso ancho al no encontrar copa. El primer trago fue largo, muy largo, como si fuera el último.

La mamá de la diseñadora: Alterio. | Por Blas Maeso Ruiz-Escribano

Recordaba su llegada… Su memoria guardaba detalles inconexos sin saber la razón. Parecía un rompecabezas en todos los sentidos de la palabra. El cabrón anodino volvía a emerger. Incapaz de aplastar una cucaracha o luchar contra una rata, pero que eliminaba a un prójimo sin ningún sentimiento de aflicción. Su más aplicado alumno.

Cuando llegó a la academia, se percató de que no era alguien que buscara protagonismo. Era de los mejores en matemáticas e informática, su memoria un prodigio para recordar cualquier hecho por nimio que fuera. Leía libros de historia y filosofía; pasaba horas y horas en el laboratorio de pruebas analizando sustancias. Pero, terminado el horario, desaparecía. No se reunía con nadie, si coincidía con amigos que le conocieran, en caso de tenerlos. Intentaba esquivar a todos, al mundo. No miraba a la cara. Recelaba de todo.

El teniente había buscado en su expediente alguna mancha. Nada. Impoluto. No brillaba, pero no tenía debilidades; no se conocían sus gustos sexuales, no abusaba de drogas o juego; no visitaba o recibía a ningún familiar. Parecía caído del cielo. Era un témpano frío, inalterable. Alterio. Además su nombre que era como ser otro o no querer ser. Tal vez no era su nombre original y lo había cambiado. Tenía una habilidad especial para transformarse en otra persona y para convertir a cualquier otra persona en nada. Eliminarlo. Un asesino legal. El brazo de una orden que no puede actuar dentro de la ley. Se hubiera ganado la vida como verdugo cuando había pena de muerte; sin remordimiento, como un deber.

La mamá de la diseñadora: Alterio. | Por Blas Maeso Ruiz-Escribano

Se preguntaba dónde estaría. Había salido del cuerpo con lo sucedido en la charca del tío Daniel. Asuntos internos dictaminó que la muerte fue accidental. Todos intuían que Alterio intervino. Daniel Michino fue encontrado en la charca donde los cerdos hozaban, boca abajo, con las piernas abiertas. Hinchado como una ballena llena de profetas o palomas que no pudo expulsar. En su cabeza una bolsa de plástico; en su bolsillo una nota diciendo me quito la vida porque soy un animal. No hubo pruebas más allá de las huellas de Daniel. Los cerdos no intentaron utilizarlo de alimento. Demasiado limpio. Incluso el porquero desprendía un fragante olor a bergamota; bergamota inexistente en los alrededores. Algunos dijeron que tenía mal de amores; otros, que estaba trastornado por la perdida del concurso de cría porcina. Pero no, para el entonces instructor Prometeo, el responsable de su muerte era Alterio. Unos meses antes visitaron la granja del tío Daniel durante unas prácticas y presenció como maltrataba a una cochina, delante de sus lechones, con un palo de forma brutal y desmedida. Alterio enarcó las cejas y su rostro se tornó sombrío, emergió un aspecto desconocido y musitó entre dientes que a todo cerdo le llegaría su San Martín

Fue la primera vez que apareció un rasgo de emoción pura y animal, previo a la sentencia de muerte del porquero. La charca era profunda en el centro y su cuerpo apareció en la orilla como un ahogado arrepentido o un suicida chapucero. Las piernas abiertas y las manos agarrotadas. No se apreciaba golpes ni lucha desesperada. Y los cerdos disfrutaron en el barro.

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Luego, un día, semanas después, Alterio desapareció. Ninguna pista, ninguna dirección, el móvil, que nadie sabía que tuviera, apareció en su taquilla. Sin contactos, vacío, con un apunte en notas: “no me busques”. Prometeo recibió el mensaje y no hizo caso. Durante meses buscó su paradero. Recibió rumores, alguna pista que no llevó a ningún sitio. Demostró que había aprendido todas las enseñanzas sobre camuflaje e infiltración. Se habló de un posible escondite en la costa de… donde las bandas lavan sus negocios y ajustaban cuentas pendientes; dijeron haberle visto en algunos bares del extrarradio de la capital…, todo difuso y leve. Alterio Sandoval era un fantasma que él había creado, instruido en el camuflaje y la defensa personal más peligrosa, la eliminación de cualquier otra persona. No tenía pruebas. Se había olvidado de él, era una bruma silenciosa. Hasta la muerte de la viuda. Y con novatos haciendo experimentos.

Apuró un segundo trago de brandy mientras miraba el atardecer que alargaba su luz por la llanura infinita de amarillo anaranjado fundiéndose con el azul del cielo. Pensó en sí había estado acertado con la pareja de jóvenes que había reclutado, en los peligros que podrían arrostrar en caso de complicarse el asesinato de esta mujer. ¿Quién estaba interesado en su muerte? La anodina muerte de una costurera viuda y olvidada en medio de la llanura. La hija estaba más interesada en aparecer en los medios, no sintiendo tanto a su madre como, tal vez, debería aparentar o, incluso, atender por el patrimonio que pudiera heredar. Lola había conseguido un informe de propiedades y extractos bancarios. La hija heredaba un patrimonio importante. Se podría beneficiar de la muerte y tenía motivos por el elevado ritmo de vida que llevaba en la capital. Enviaría a Rodrigo a investigar a los amigos y lugares de todo tipo que frecuentara. Pensó que podrían ir los dos. Sería una prueba de su pericia o señal de lo poco beneficioso que era este negocio de periodista y marino navegando en sobre un posible infierno.

La mamá de la diseñadora: Alterio. | Por Blas Maeso Ruiz-Escribano

Quería dejar de fumar; no podía, menos ahora. ¿Dónde había dejado los davidoff? El brandy le pasaba factura. Encontró la caja de Primeros de Davidoff sobre el libro de Batllori, el de humanismo y renacimiento. Levantó las cejas y esbozó una sonrisa. ¡Renacimiento o resurrección del perfecto soldado!… Sentía que su cabeza iba a estallar. Salió a dar un paseo. Encendió el puro y respiró el olor lento y sedoso del tabaco, mirando las volutas que se elevaban escapando como sus pensamientos, sus miedos y sus tinieblas.

Había formado el soldado perfecto, sin alma; lo había instruido para matar, si era necesario; y se había rebelado contra su dios, contra su creador. Ardería en el infierno si existía o estaría condenado toda su vida, diariamente, a ser culpable de lo que pudiera haber pasado. O de lo que pudiera pasar.

La mamá de la diseñadora: Alterio. | Por Blas Maeso Ruiz-Escribano

Caminó hasta el puente de la… y observó como habían hecho una pintada sobre la estructura. No era el puente de Alcántara, pero, ¡carajo, podían respetarlo! El puro, solo ceniza y nicotina, le avisó de la tardía hora del paseo y regresó al barracón con la tormenta profunda de su alma, sin remedio… (continuará)


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