¡La cuenta, por favor!

Madagascar es un país muy peculiar en muchas cosas. Es una enorme extensión de territorio (más que una isla puede ser considerado como un pequeño continente) que, a pesar de estar situada en las vecindades de África, es totalmente diferente a ella en flora, en fauna y en las características de sus habitantes.

Se trata de uno de los territorios más tardíamente colonizados por el Hombre, ya que no se han encontrado evidencias de la presencia humana antes del siglo II o III después de Jesucristo. Y, curiosamente, en contra de lo que podía sugerir su proximidad al continente africano, sus primeros pobladores no fueron de raza negra, sino que cruzando el océano Índico, vinieron desde Asia, desde la lejana Indonesia. Así lo atestiguan los inconfundibles rasgos antropomórficos de sus pobladores, sus costumbres, sus ritos y la similitud de su idioma con las lenguas del sudeste asiático.

El malgache, la lengua cooficial de Madagascar, conjuntamente con el francés, tiene raíces claramente malayo-polinesias, y es muy similar a la lengua que se habla en la isla de Borneo, de donde probablemente llegaron sus primeros habitantes. Llegar a dominar una lengua de este tipo, en que el significado de una palabra pude variar por un ligerísimo cambio de entonación, inapreciable a nuestros oídos, no es nada sencillo, incluso después de muchos años de práctica.

Así le ocurrió a un ilustre geólogo francés, que había trabajado muchos años en Madagascar, pasando allí temporadas muy largas, y a quien le gustaba presumir de sus conocimientos de ese idioma ininteligible.

Nos encontrábamos realizando reconocimientos de campo por la zona meridional del país, en compañía de otros geólogos locales, y nos detuvimos a comer en una ciudad provinciana. Allí encontramos un pequeño restaurante, humilde y básico, pero relativamente limpio, teniendo en cuenta los estándares locales, donde nos sirvieron rápidamente (era lo único que había) abundantes raciones de romazava, el plato malgache más tradicional, considerado por algunos como el plato nacional. Consiste en un guiso de carne de cebú, tomates, cebolla y verduras, acompañado del omnipresente arroz hervido, inevitablemente empastrado y apelotonado.

romazava
Romazava

Cuando terminamos y llegó la hora de pagar, mi colega francés, como solía hacer, quiso hacer alarde de su dominio del malgache y fue él quien se encargó de pedir la cuenta a la señora que nos había servido, con una breve frase. Tan pronto como pronunció sus palabras, los geólogos locales que nos acompañaban hicieron visibles esfuerzos por contener la risa, mientras la señora se ponía colorada como la grana. Se generó un silencio tenso y nadie dijo nada más. La señora nos trajo la factura, una escueta hoja cuadriculada arrancada de un bloc y escrita a bolígrafo, la pagamos a escote, como suele hacerse siempre durante los trabajos de campo y abandonamos el local.

Ya en la calle y cuando nos dirigíamos hacia nuestro vehículo, aproveché la primera oportunidad que pude para preguntar a uno de los geólogos malgaches, discretamente y sin que me escuchase mi colega francés, qué era lo que había pasado. Me explicó que, sin duda, él había querido preguntar: Señora ¿cuál es el precio? Pero, en realidad, lo que textualmente había dicho era: Señora, ¿cuál es su precio?

Como dice el sabio refranero, en boca cerrada no entran moscas. Ni salen inconveniencias, podría añadirse.


Basado en La vuelta al mundo de un geólogo
Por Enrique Ortega Gironés


Publicado por Enrique Ortega Gironés

Soy, por ese orden, geólogo y escritor. O simplemente, un geólogo al que le gusta escribir. Primero, docente e investigador en el Departamento de Geotectónica de la Universidad de Oviedo. Luego, en las minas de Almadén (Ciudad Real), y durante los últimos 20 años, consultor independiente.

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