O de la experiencia de un geólogo viajante en la Siberia Extremeña
La climatología se rige por parámetros que no son siempre evidentes. Hay zonas que, sin una justificación aparente por su relieve o su posición geográfica, son mucho más cálidas o más frías que sus alrededores. Este es el caso, por ejemplo, de la localidad sevillana de Écija, en el Valle del Guadalquivir, famosa por sus tórridas temperaturas estivales y conocida coloquialmente como la Sartén de Andalucía.
En el extremo opuesto, aunque mucho menos famosa, se sitúa una comarca de la provincia de Badajoz (limitando con Cáceres, Toledo y Ciudad Real), reputada por sus gélidos inviernos y bautizada como la Siberia Extremeña. Aunque en realidad esa denominación no tiene nada que ver con la meteorología, sino con su historia decimonónica, cuando se iniciaron los proyectos para construir carreteras, alguna línea de ferrocarril y un embalse en aquella tierra dejada de la mano de Dios. Por aquellos días, era frecuente que apareciesen en los periódicos noticias sobre la Siberia rusa, por la construcción del Transiberiano, y por similitud de despoblación y lejanía, se empezó a usar este nombre.
Hoy en día, la situación es completamente diferente y la comarca alberga 5 embalses: Cijara, García Sola, Orellana, Zújar y La Serena, siendo este último la mayor bolsa de agua de España y la tercera de Europa.
Por aquellos andurriales estaba yo haciendo trabajos de campo, un día de Febrero en que la meteorología justificaba plenamente el nombre de la comarca. El cielo estaba encapotado, de un gris uniforme, triste, de nubes bajas y amorfas. Soplaba viento del Norte, de ese cuyas ráfagas hacen que duela la piel en la cara.
Al mediodía, me acerqué al pueblo más cercano, un villorrio insignificante, para buscar un lugar donde comer algo. Al llegar, un hombre que encontré por la calle, me indicó que el único bar que allí tenían, había cerrado, pero una familia servía comidas a la gente de paso. Por no perder tiempo (la localidad más próxima no estaba cerca) seguí sus indicaciones hasta llegar a la casa. Llamé a la puerta, sólida, con herrajes y una enorme aldaba. Me abrió una mujer, que respondió afirmativamente a mi pregunta. Me hizo pasar al comedor y me hizo sentar en una mesa camilla, donde mis entumecidos pies agradecieron de inmediato la proximidad del brasero.
Me ofreció sopa y guiso de carne con tomate, que acepté de inmediato. Pero me advirtió que tendría que esperar un poco. En aquellos momentos estaba la familia comiendo en la cocina y me serviría en cuanto ellos terminasen. Para que me entretuviese mientras me llegaba la pitanza, me trajeron unas aceitunas encurtidas en casa y una frasca de vino tinto, grueso y áspero, de esos que sólo deja de rascar en la garganta después de dos o tres tragos. Agradecí el vino y las aceitunas con la misma celeridad que mis pies se habían alegrado con el brasero. Y agradecí más todavía el humeante plato de sopa, que no tardó en llegar.
Para que me entretuviese mientras me llegaba la pitanza, me trajeron unas aceitunas encurtidas en casa y una frasca de vino tinto, grueso y áspero, de esos que sólo deja de rascar en la garganta después de dos o tres tragos.
Estaba dando cuenta de las últimas cucharadas, cuando entró en el comedor el hombre de la casa, de mediana edad, enjuto, cetrino, de cejas muy pobladas, el rostro curtido por el trabajo al aire libre y la boina calada hasta las cejas. Dijo ¡buenos días!, y con toda naturalidad, tomó asiento frente a mí en la mesa camilla. Al fin y al cabo, estaba en su casa. Como era de esperar (los interrogatorios en tercer grado forman parte del protocolo rural), quería saber a qué me dedicaba y qué es lo que andaba haciendo por allí. Me lo preguntó de forma directa y sin preámbulos, poniendo por delante la tradicional muletilla: si no es mala pregunta…
Los interrogatorios en tercer grado forman parte del protocolo rural
Una larga experiencia en este tipo de situaciones me ha enseñado que una buena manera de explicar a los lugareños a qué nos dedicamos los geólogos por el campo, es decir que estamos haciendo un mapa de las piedras, algo que es fácil de entender y suele calmar la curiosidad. Después de un par de preguntas más, el hombre se dio por satisfecho. Pero permaneció sentado frente a mí, mirando como yo empezaba a atacar con fruición el contundente plato de carne con tomate que acababan de ponerme delante.
Por romper el silencio, viendo que en una de las paredes, de un recio clavo colgaba una escopeta, le pregunté:
- ¿Hay mucha caza por aquí?
Recolocó la boina sobre su cabeza con una ligera rotación, antes de responder.
- ¡Qué va…! Había, pero ya no queda, está muy castigada. Sólo quedan cuatro zorras, y están todas en el pueblo…
No pregunté nada más, por si acaso.
Un cazador en nuestra Siberia
por Enrique Ortega Gironés
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