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El reflejo
No fue una conversación en sentido estricto. El tipo se detuvo frente al escaparate como si observara el maniquí que lucía un abrigo gris de corte diplomático. No miraba al mendigo que estaba en la acera, a unos pasos de él, sino su reflejo en el cristal. El mendigo, en cambio, lo miraba a él directamente. Era diciembre, hacía un frío de vitrinas cerradas y pasos cortos, y el tipo hablaba como si mascullara pensamientos en voz alta, pero las palabras, torpes y calculadas, flotaban en la dirección del mendigo.
—Mañana. A esta misma hora. Pero será en el escaparate de enfrente —dijo el hombre, sin mirar al mendigo ni un instante—. Habrá algo para ti.
No hubo respuesta. El mendigo ni siquiera asintió. El tipo se marchó sin alterar el ritmo de su paseo. Un reflejo más que se borra.
Al día siguiente, el mendigo lo esperó, esta vez sentado frente al escaparate de una tienda de iluminación. El hombre apareció puntual, se colocó de pie, simulando revisar una lámpara de diseño nórdico. Solo entonces, sin despegar los labios del todo, dijo lo esencial:
—No quiero que sufras por ello. Quiero que lo hagas por ella. Por Clara.
El nombre quedó suspendido entre los tubos LED y los reflejos multiplicados en la vitrina. El mendigo parpadeó. Tal vez recordaba el olor del gasóleo en invierno. Tal vez no recordaba nada. Lo cierto es que, esa noche, Monzón —diputado, constructor de puentes inútiles, dueño de varias licitaciones públicas y denuncias archivadas— cenó solo en su despacho del piso 6.
Cinco días después, lo encontraron muerto. Corte limpio en la garganta. Nadie entró, nadie salió. Las cámaras solo mostraban un leve parpadeo en la imagen: un fundido breve, 17 segundos a las 20:47. Luego, nada. Las ventanas estaban cerradas. La puerta, con pestillo. En el escritorio, una nota escrita con letra tensa: «Mi hija tenía seis años. Su nombre era Clara».
El inspector Leguizamón no era hombre de supersticiones, pero cuando le mostraron las grabaciones de la zapatería de enfrente —esas que registraban automáticamente la calle para seguridad del escaparate—, sintió que algo en la imagen no estaba bien. A las 20:47, se ve a Monzón de pie frente a su ventanal. Pero en la imagen reflejada hay otra figura, idéntica en altura, distinta en forma. Como un eco descompuesto. Un reflejo que no sigue sus movimientos, sino los anticipa.
No hubo juicio. No hubo móvil aparente. El caso quedó archivado, como tantos otros. Pero algunos juraban que el mendigo desapareció. Y otros que lo habían visto poco después, en otra ciudad, de pie frente a otro escaparate, hablándole a su reflejo.
Y Leguizamón, que dejó la policía al año siguiente, sólo escribe ahora cartas sin destinatario. Las firma con otro nombre. Siempre el mismo: Clara.
El trato
No parecía hombre de mala entraña, aunque sus ojos eran dos piedras grises, sin pestañeo. Pasaba por la calle a la misma hora, siempre con el mismo abrigo sobrio, y se detenía ante el escaparate como quien evalúa la hechura de un paño inglés. Pero sus labios se movían. No hablaba consigo mismo, sino con el mendigo que, acurrucado junto al bordillo, fingía ignorarlo. Era invierno, y los reflejos de la vitrina multiplicaban las figuras hasta confundir lo real con lo simulado.
—Mañana —dijo el hombre, sin mirarle—. Frente al escaparate de enfrente. Mismo momento. Habrá un encargo.
El mendigo no dijo nada. Su mirada era hueca, pero sus dedos tensaron la manta raída con la que cubría las rodillas. Tal vez por el frío. Tal vez por el presentimiento.
Al día siguiente, el hombre cumplió. Y el mendigo también. Esta vez no hubo frases cifradas. Hubo nombres, cifras y una fotografía. El rostro del político era bien conocido: Monzón, diputado, responsable de múltiples obras públicas con más fallos que cimientos. Uno de esos hombres que se deslizan por los ministerios como la humedad por las paredes viejas.
—Ese puente no cayó solo —dijo el hombre—. Mi hija estaba cruzándolo.
No hubo lágrimas. Solo una bolsa de tela con un fajo de billetes y un puñal fino, de hoja corta. Todo lo demás fue silencio.
El crimen ocurrió días después. En su despacho del sexto piso, Monzón fue hallado degollado, sin muestras de violencia, y con la puerta cerrada por dentro. El forense concluyó que la herida fue certera, limpia, sin forcejeo. Como quien se deja hacer.
El comisario Romualdo de Sanabria, hombre de puño firme y juicio templado, halló en el escritorio una nota escrita con letra de padre: «Justicia. Clara». Indagó en los archivos. Supo de la niña muerta en la caída de un puente. Supo de las denuncias ignoradas. Y también del mendigo, visto muchas veces conversando sin conversar frente a los escaparates. Se ordenó su búsqueda.
Lo hallaron en una pensión del extrarradio. Aseado, sobrio, con una biblia vieja en la mesilla y el dinero intacto en una caja de galletas. Dijo llamarse Isidro Malverde. Confesó sin rodeos. No por gloria ni arrepentimiento, sino porque ya nada le ataba a este mundo.
—Cuando me lo pidió, lo entendí —dijo al comisario—. No fue por dinero. Fue por justicia. Él no deseaba matar. Solo quería que alguien se atreviera.
Murió en prisión a los pocos meses, de una infección mal cuidada. Sanabria, al cerrar el expediente, anotó en su cuaderno privado: «El asesino fue la verdad. Y la justicia, un mendigo».
Desde entonces, los escaparates de la ciudad parecen más turbios. Algunos afirman que si uno se queda mirando fijamente su reflejo, puede ver una sombra ajena mover los labios. Y a veces, si se escucha con atención, se oye un nombre: Clara.