El crimen del galerista granadino (parte III y última)

Liz Yébenes llevaba días sin descanso, atando cabos sueltos en un caso que, a cada paso, la llevaba a la misma conclusión inquietante: todos tenían algo que ganar con la muerte de Joaquín Robles, y todos, en mayor o menor medida, habían participado en el proceso que llevó a su asesinato. Pero aún había piezas que no encajaban, detalles contradictorios que la mantenían alerta.

Esa mañana, Liz se dirigió nuevamente a la galería, que aún seguía bajo custodia policial. Había convencido a Ana y, entre ambas, al comisario Tomás Pacheco para que le permitieran revisar los documentos y registros de Joaquín antes de que fueran trasladados. Sabía que si encontraba algo útil, sería aquí, entre las cuentas de la galería y las notas personales de Joaquín.

Recorriendo el despacho, comenzó a revisar cada archivo. La contabilidad de los últimos meses mostraba ingresos irregulares, sumas considerables que entraban y salían sin una explicación clara. Y, en una carpeta escondida, encontró algo revelador: una lista de nombres y números que parecían estar codificados. Entre ellos, el nombre de Andrés Hidalgo estaba escrito en varias ocasiones, junto a sumas que sugerían grandes deudas.

Sin perder tiempo, Liz salió de la galería y se dirigió al café donde había acordado una cita con Andrés. Era el mismo café en el que encontró a Inés, la mujer de Joaquín. Quería confrontarlo directamente y ver si las teorías que había construido comenzaban a tener sentido.

Cuando llegó, Andrés ya estaba sentado en una mesa al fondo, con una expresión de cansancio que iba más allá de la pérdida de su socio y amigo. Liz tomó asiento frente a él sin apartar la mirada de su rostro.

—Andrés, he revisado los documentos de Joaquín. Hay cosas que necesitan una explicación.

—¿A qué te refieres? —preguntó él, aunque su tono traicionaba un nerviosismo evidente.

—A las deudas, Andrés. Y a los números. Las sumas de dinero que Joaquín estaba moviendo desde hace meses, cantidades que iban y venían sin justificación.

Andrés evitó la mirada de Liz, pero ella insistió:

—¿Querías vender parte de la galería para cubrir esas deudas, verdad? Sabías que Joaquín no accedería, y si no lo hacía, te expondría. Lo sabía todo, ¿no es cierto?

Andrés finalmente levantó la vista. Su rostro había cambiado, ya no era el hombre cansado y temeroso que ella había entrevistado en un principio.

—Joaquín era mi amigo. No pienses que no intenté arreglar las cosas —dijo en voz baja—. Pero se volvió una pesadilla. Cada vez que intentaba explicarle mi situación, él me humillaba, decía que era débil, que nunca podría manejar un negocio como él. ¿Que si quería matarlo? ¡Claro que no! Pero… tampoco puedo decir que no me alivió saber que finalmente había acabado.

Liz mantuvo la calma, lo veía contrariado pero sus sospechas comenzaban a fortalecerse. Andrés no era el asesino. Sin embargo, parecía haberle dejado el camino libre a quien sí lo era. Sabía más de lo que había dicho y, de haber una conspiración, él era una pieza clave.

Decidió confrontarlo con una última carta.

—Inés estaba en el mirador la noche de la muerte de Joaquín, ¿no es cierto?

Andrés se quedó en silencio, pero su mirada lo dijo todo. Liz lo sabía. Andrés había cubierto a Inés.

—¿Por qué la proteges, Andrés? ¿Qué gana ella con todo esto? ¿Fue ella quien lo hizo? —preguntó Liz, su voz más baja, buscando que él rompiera finalmente su silencio.

Andrés suspiró y bajó la cabeza.

—Inés… nunca se sintió a la sombra de Joaquín. Ella lo odiaba, sí, pero de una forma diferente. No quería que él muriera… quería que sufriera. Pero cuando vio que él estaba dispuesto a todo para arruinarla en el juicio del divorcio, cuando supo que Joaquín iba a demandarla por todo lo que tenía… ella perdió el control.

Liz sintió un escalofrío al darse cuenta de la verdad. Inés no había actuado sola; había manipulado a quienes la rodeaban para que cubrieran sus huellas. Era astuta, sabía lo que Joaquín representaba para todos y cómo canalizar ese odio latente.

Esa tarde, Liz pidió una reunión con Inés. La citó en el mismo lugar donde habían hablado la primera vez, en la cafetería cercana a la plaza Bib-Rambla. Quería enfrentarla en un lugar público, en caso de que intentara huir o crear algún tipo de escena.

Inés llegó puntual, con su típico aire de confianza, y se sentó frente a Liz con una sonrisa tensa.

—¿Qué querías hablar? —preguntó, fingiendo calma.

Liz fue directa.

—Inés, encontré pruebas. No tienes que decirme nada. Sé lo que hiciste y por qué. Pero también sé que alguien más te ayudó. ¿Por qué Andrés te cubre? ¿Qué le prometiste a cambio?

La sonrisa de Inés se desvaneció y, por un momento, Liz vio algo en sus ojos que parecía una mezcla de rabia y desafío.

—¿Pruebas? —replicó Inés, con una frialdad aterradora—. Liz, creo que te estás dejando llevar solo por una intuición, y eso te va a meter en problemas.

Liz la miró fijamente, manteniendo la calma.

—Inés, este es el final del camino. Los mensajes, las deudas, las mentiras… tienes que admitirlo. Joaquín era una amenaza para ti y para Andrés. Y cuando ambos visteis que él estaba dispuesto a desenmascararos, actuasteis juntos.

Inés entrecerró los ojos, estudiando a Liz. Al final, pareció llegar a una conclusión. Se levantó, dejando dinero sobre la mesa.

—Sabes, Liz… tal vez tienes razón. Joaquín era una amenaza para todos. Pero eso no cambia nada. Tú misma has dicho que todos tenían algo contra él. En el fondo, no me necesitas para esto; ya tienes tu respuesta.

Liz intentó detenerla, pero Inés ya había dado media vuelta. Y en ese instante, todo cobró sentido. Inés y Andrés eran parte de aquella conspiración local, pero no eran los únicos. Todos, de alguna forma, habían colaborado en crear el entorno que llevó a la muerte de Joaquín. Y, sin embargo, Inés se marchaba con la misma frialdad con la que había manejado toda la situación, como si realmente creyera que estaba por encima de la justicia.


Esa noche, mientras caminaba por las calles de Granada, Liz entendió algo profundo sobre el caso. No había un asesino, sino un conjunto de personas que, de manera individual, habían contribuido a una misma muerte. Cada uno había hecho su parte para aislar a Joaquín, para silenciarlo, y para asegurarse de que nadie indagara demasiado.

En el fondo, Inés tenía razón. Joaquín había creado el escenario de su propio asesinato a través de sus actos y su influencia sobre los demás, y los rencores y traiciones que él mismo había cultivado en su entorno lo habían llevado a un desenlace trágico. Era un asesinato sin un único autor, un crimen de múltiples manos y voluntades, casi como el asesinato de César.

Liz supo entonces que nunca podría hacer justicia de la manera convencional. La red de poder e influencia que Inés y los demás manejaban era tan profunda que cualquier intento de acusarlos terminaría siendo inútil. Entendió porque Ana se estaba volviendo loca y por qué la había contratado. Quería que alguien ajeno a la ciudad de Granada participase para aclararle quiénes podrían ser los autores y, asimismo, averiguar si podía presionar a la policía local. Ana sospechaba que alguno de ellos estaba también en la trama.

Esa misma mañana, había muerto en el hospital Manuel. Ni siquiera quiso ir a averiguar por qué, cómo pasó. Decidió que corría peligro.

Liz se alejó del caso con la sensación de que había alcanzado cierta parte de la verdad, pero también con una certeza incómoda: no le correspondía a ella cerrar el caso. Iba a remitir todas sus pruebas a la Policía Nacional en Madrid. Quería salir de Granada cuanto antes. Tomó un tren con destino a Madrid, dejando atrás la ciudad de Granada y los ecos de un asesinato que, en última instancia, era la suma de las sombras de todos los involucrados.


El crimen del galerista granadino (parte III y última)
(Los misterios de Liz)
por Carmen Nikol


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El crimen del galerista granadino (parte II)


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Publicado por Entrevisttas.com

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