El crimen del galerista granadino (Parte I)

Liz Yébenes, sin duda, era una detective diferente. Asumía riesgos que, a veces, resultaban tan difíciles como apasionantes. Pero lo que jamás aceptaba eran los clientes que pidiesen fotos de los amantes de sus parejas o de sus hijos. No deseaba formar parte de posibles rupturas ni de posibles posteriores crímenes pasionales, divorcios y demás desasosiegos. Este tipo de clientes, además de resultarle muy aburridos, pensaba que podrían crearle mala prensa o, incluso, ser abusivos con ella o con sus instalaciones por alguna reacción adversa. Su oficina estaba en pleno centro de Passeig de Gràcia, en Barcelona, en un edificio modernista. Le había costado mucho hacerse con ella. De hecho, de no haber sido por Anna Vidal, una de sus clientas más exclusivas de la alta burguesía catalana, no la hubiese podido alquilar. Eso sí: aceptaba casos por toda la geografía española e internacional, sobre todo cuando le contrataban desde ciudades con mucha historia. Sus casos, al fin y al cabo, eran un modo de ir conociendo el mundo, de viajar, de conocer gente apasionante.

Así, el nuevo caso de Liz Yébenes la llevó a Granada, una ciudad con un pasado tan complejo y apasionante como el misterio que la aguardaba. Era temprano por la mañana cuando llegó a la plaza Bib-Rambla, en el corazón de la ciudad, donde le habían citado. Allí la esperaba su cliente, Ana Robles, una abogada de prestigio que parecía al borde del colapso. Se encontraba rodeada de cámaras y periodistas, todos clamando respuestas sobre el asesinato de su hermano, el famoso galerista Joaquín Robles, cuyo cuerpo había aparecido hacía apenas unas horas en el Mirador de San Nicolás.

—¿Es usted Liz Yébenes? —preguntó Ana cuando Liz llegó a su lado. Parecía un manojo de nervios: sus ojos estaban cercados por sombras y su voz apenas era un susurro.

—La misma. He leído sobre el caso en la prensa. Lamento su pérdida, señora Robles. —Liz la observó detenidamente, intentando captar cualquier reacción, cualquier pista. Algo en la postura rígida de Ana le quería indicar que había más en esa historia de lo que se veía a simple vista, en el breve informe que le remitió.

Ana la condujo a un lugar más apartado, lejos de las miradas inquisitivas, y le explicó los detalles que no habían salido a la luz. Joaquín había sido encontrado con una máscara veneciana dorada, colocada sobre su rostro, y un mensaje escrito en la pared del mirador en letras rojas: «Las máscaras siempre caen». La policía estaba desconcertada, y el caso estaba en boca de todos, especialmente en el círculo de la alta sociedad de Granada.

—Mi hermano tenía muchos enemigos, señorita Yébenes —confesó Ana en voz baja—. Muchos envidiaban su éxito. Pero nadie lo odiaba tanto como para matarlo… al menos eso creía yo. —Ana se detuvo, como si dudara si decir lo siguiente—. Excepto su esposa, Inés. Hace poco iniciaron el proceso de divorcio, y no fue en buenos términos.

Liz tomó nota mentalmente. Siempre había una red en cada crimen, un conjunto de conexiones ocultas esperando ser reveladas. Inés, la esposa, podía ser un comienzo, pero si algo había aprendido Liz en su carrera era conseguir no apresurarse con conclusiones. Y sí: aceptaba casos en los que el crimen ya se había cometido. La medicina forense la llevaba de cabeza y quería aprehender cualquier tipo de conocimiento sobre esa disciplina, su asignatura pendiente.

—Quiero empezar entrevistando a sus contactos más cercanos, especialmente a Inés —dijo Liz—. Y si es posible, necesito ver la escena del crimen antes de que la policía la cierre definitivamente. ¿Tiene algún contacto que me lo pueda facilitar?

Ana asintió, nerviosa, y le proporcionó las direcciones de las personas clave en la vida de Joaquín, así como el teléfono del director del Dpto. de Homicidios de la ciudad.

Liz comenzó su recorrido en el taller de artistas que Joaquín había abierto hacía unos años, un espacio donde jóvenes pintores y escultores de Granada trabajaban y exponían sus piezas. Allí conoció a Manuel Ortiz, un escultor de cuarenta años, quien había sido uno de los protegidos de Joaquín. Manuel estaba visiblemente alterado; las manos le temblaban y su voz salía en un tono entrecortado.

—Yo… yo lo quería como a un hermano —dijo Manuel, con voz ahogada—. Joaquín era… alguien especial, ¿sabe? Me dio una oportunidad cuando nadie creía en mí.

Liz asentía con una mirada cercana, tratando de hacer que Manuel se relajara. Su reacción podía ser genuina, pero también podía estar ocultando algo.

—Manuel, ¿notaste algo inusual en su comportamiento últimamente? ¿Algo que indicara que temía por su vida?

Manuel negó con la cabeza, pero después se detuvo, como si hubiera recordado algo.

—Bueno… había estado extraño desde que comenzó el proceso de divorcio. Inés quería quedarse con la mitad de la galería, y él decía que preferiría perderlo todo antes que darle una sola pintura.

Liz, como siempre que se lo permitían, grabó la conversación. El divorcio sonaba como una posible causa, pero Joaquín parecía haber tenido muchos conflictos en su vida. Decidió que el siguiente paso era reunirse con Inés y evaluar su reacción de cerca.

La encontró en un café del centro de Granada, vestida de luto y con una expresión de tristeza desgarradora. Pero cuando comenzaron a hablar, Liz sintió una frialdad en su voz que, quizá, venía a delatar que su dolor no era tan sincero como pretendía. Le preguntó si podía grabarle e Inés le contestó que prefería que no. Tomó nota:

—¿De verdad cree que yo podría haber hecho algo así? —le preguntó Inés, alzando una ceja—. Joaquín y yo ya no éramos una pareja, eso está claro, pero… todavía le quería. No podría haber hecho algo así.

—¿Dónde estaba la noche del asesinato? —preguntó Liz, observando cada cambio en la expresión de Inés.

—En casa, sola. No tengo una coartada sólida, si es eso lo que quiere saber —respondió Inés, sin apartar la mirada—. Pero le aseguro que no soy la única persona que debería estar bajo sospecha sobre la muerte de Joaquín, según van diciendo por ahí.

—¿Quién más, entonces? —inquirió Liz, viendo que Inés había bajado la guardia.

Inés se inclinó hacia ella, con una expresión que mezclaba odio y resentimiento.

—Debería hablar con Andrés Hidalgo. Era su socio y su amigo, pero hace unos meses tuvieron una gran pelea. Andrés quería vender parte de la galería a un grupo de inversores, pero Joaquín se negó. Decía que el arte no se vende a los buitres. Desde entonces, apenas se hablaban.

Liz guardó silencio un momento, considerando la nueva pista. Andrés Hidalgo, claro está, parecía otro elemento clave en el rompecabezas. Así que, al día siguiente, se reunió con él en la oficina de la galería, donde el ambiente era tenso y cargado.

Andrés era un hombre de mediana edad, con el cabello entrecano y una expresión cansada, pero sus ojos traicionaban un nerviosismo que no lograba disimular.

—¿Viene a preguntarme si tuve algo que ver con la muerte de Joaquín? —Andrés la miró con una sonrisa amarga—. Mire, es cierto que discutimos. Yo creía en una expansión, pero Joaquín… él siempre fue un purista. Prefería quedarse en el pasado.

—¿Alguna vez le amenazó o le advirtió que tomaría represalias? —preguntó Liz, directa.

Andrés negó con la cabeza, con una risa irónica.

—Nunca fue el tipo de hombre que amenaza. Prefería actuar.

A medida que Liz seguía investigando, empezó a ver que todos los contactos de Joaquín, incluidos aquellos que más lo respetaban, parecían tener motivos ocultos. La presión social, el dinero, los celos… todo parecía entrelazarse en una maraña de secretos y traiciones.

Imagen creada con IA por Carmen Nikol

La noche siguiente, regresó al Mirador de San Nicolás, con la esperanza de descubrir algún detalle que pudiera haber pasado desapercibido. Granada estaba en silencio, y la Alhambra se erguía majestuosa, como un recordatorio de la historia que envolvía cada rincón de la ciudad. Estaba bellamente iluminada y pensó: ¡cómo les hubiese gustado verla así a todos los que en la historia la ansiaron! De pronto, en el silencio de la noche, oyó un crujido detrás de ella.

—No se puede dejar de buscar, ¿verdad? —dijo una voz familiar.

Liz giró y vio a Ana Robles, quien había seguido sus pasos en silencio.

—Ana, ¿qué haces aquí? —preguntó Liz, tensándose. Se daba cuenta de que, últimamente, sus clientes siempre la seguían, como si quisieran averiguar en primera persona sus avances.

Ana la miró con ojos sombríos, y en ese instante, Liz sintió que había algo profundamente perturbador en aquella mirada.

—Vine a decirle la verdad, detective. A decirle algo que quizás no quiera oír.

Liz mantuvo la calma, pero su mente ya estaba alerta.

—Dime lo que sabes, Ana. Todo. Si ocultas algo, interrumpes mi investigación.

Ana se acercó y, en un susurro helado, dijo:

—Todos le odiaban, Liz. Nadie quería enfrentarse a él… pero todos deseaban su caída. Y hay más muertes… porque una vez que se empieza, no hay manera de detener el derramamiento de sangre.

Liz sintió una chispa de horror, una realización oscura que comenzaba a armarse en su mente. Pero antes de que pudiera preguntar más, Ana dio media vuelta y desapareció, dejando a Liz sola bajo el cielo estrellado. Liz no quiso seguirla. La vio perdiendo un poco el norte, amargada y triste. Pero…Ana pagaba muy bien y el caso era altamente interesante.

El aire de Granada estaba cargado de secretos y Liz, con cada paso, sabía que estaba adentrándose en un caso que no le iba a resultar fácil.

(Continuará)


El crimen del galerista granadino (parte I de III)
(Los misterios de Liz)
por Carmen Nikol


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