En la bulliciosa Barcelona, donde la arquitectura de Gaudí se entrelaza con la modernidad, un rumor persistente circulaba entre los círculos de la alta gestión empresarial. Se hablaba en susurros de una mansión oculta en las afueras de la ciudad, una obra maestra arquitectónica que fusionaba el estilo inconfundible de Gaudí con toques contemporáneos. Su dueña, Anna Vidal, era tan enigmática como la propia mansión; era una diseñadora de moda cuyo nombre resonaba en las pasarelas de toda Europa.
Anna había saltado a la fama con su última colección, «Modernismo Renacido», que capturaba la esencia de la Barcelona de Gaudí en cada pliegue y costura. Sus diseños, audaces y vanguardistas, habían cautivado a la élite de la moda internacional. Sin embargo, lo que realmente intrigaba a la alta sociedad barcelonesa no era su talento para la moda, sino los misteriosos eventos que, según se rumoreaba, ocurrían tras los muros de su extravagante residencia.
Liz Yébenes, una detective privada conocida tanto por sus métodos poco convencionales como por su aguda intuición, se encontraba en su despacho una tarde de otoño cuando recibió una llamada que cambiaría el curso de su carrera. La voz al otro lado de la línea era inconfundible: Anna Vidal, la enigmática diseñadora, solicitaba sus servicios con urgencia.
—Señorita Yébenes—dijo Anna con voz temblorosa—, necesito su ayuda. Han ocurrido una serie de robos en mi mansión, y temo que esto sea solo el principio de algo mucho más siniestro.
Liz, intrigada por el misterio y la oportunidad de adentrarse en el mundo de la alta sociedad barcelonesa, aceptó el caso sin dudarlo. Esa misma tarde, se dirigió a la mansión Vidal, ubicada en una colina con vistas panorámicas de la ciudad.
Al llegar, Liz quedó boquiabierta ante la magnificencia de la propiedad. La mansión era un tributo viviente al genio de Gaudí: fachadas ondulantes, mosaicos multicolores y formas orgánicas que parecían cobrar vida bajo la luz del atardecer. La detective, conocida por su infalible audacia y sus piernas fuertes que le permitían perseguir a cualquier sospechoso por las empinadas calles de Barcelona, por caminos que ni aquellos coches conseguían circular, sintió que incluso ella necesitaría un mapa para navegar por los intrincados jardines y pasillos de la residencia.
Anna Vidal recibió a Liz en el vestíbulo principal, un espacio imponente dominado por una escalera de caracol que parecía ascender hacia el infinito. La diseñadora vestía un traje de su última colección, una pieza que evocaba la historia de Sisi, la emperatriz austriaca, con un toque modernista que solo Anna podía lograr.
—Bienvenida, señorita Yébenes—dijo Anna con un susurro elegante que contrastaba con la ansiedad en sus ojos y su temblorosa voz del primer encuentro, quizá por estar en su hogar—. Le agradezco que haya venido tan rápidamente. La situación es… delicada.
Liz siguió a Anna a través de pasillos serpenteantes y salas que parecían cambiar de forma con cada paso. La mansión era un laberinto de arte y diseño. Cada rincón era una obra maestra en sí misma, además de contar con cuadros de pintores como Velázquez, Klimt o Lautrec que, sin duda, iba a investigar cómo habían terminado allí o si eran falsos. Finalmente, llegaron al estudio privado de Anna, una habitación circular con ventanales que ofrecían una vista panorámica de Barcelona. Esa estancia era casi mágica: sonaba música suave de Debussy y estaba repleta de libros del romanticismo, de historia de los clásicos universales y de enciclopedias de antaño, además de contar con tecnología de última generación, empleada para sus diseños.
—Han desaparecido varias piezas de mi colección privada —explicó Anna, señalando hacia una vitrina de cristal aparentemente intacta—. Entre ellas, un estilete del siglo XVI que perteneció a la familia Médici. Era la joya de mi colección, una pieza única que inspiró gran parte de mi trabajo.
Liz examinó la vitrina con ojo crítico. No había señales de haber sido forzada, y el sistema de seguridad parecía estar intacto.
—¿Quién tiene acceso a esta habitación? —preguntó la detective.
—Solo yo y mi asistente personal, Lucía —respondió Anna—. Y, por supuesto, el personal de limpieza, pero siempre bajo supervisión.
Mientras Anna hablaba, Liz notó un detalle curioso: un minúsculo clavo suelto en el suelo, cerca de un cuadro que parecía ligeramente desalineado. Con disimulo, la detective recogió el clavo y lo guardó en su bolsillo.
Los días siguientes fueron un torbellino de investigación. Liz entrevistó a cada miembro del personal, desde el jardinero hasta el chef personal de Anna. Todos parecían genuinamente desconcertados por los robos, pero la detective notó un patrón inquietante: varios empleados mencionaron haber visto a un joven merodeando por la propiedad en las últimas semanas.
—¿Un joven? —preguntó Liz a Lucía, la asistente personal de Anna, durante una de sus entrevistas.
Lucía, una mujer de unos treinta años con ojos astutos y manos siempre ocupadas, pareció dudar por un momento.
—Bueno, hubo rumores… hace años… sobre el hijo de la señora Vidal. Martín, creo que se llamaba. Pero no se ha sabido nada de él en mucho tiempo.
Esta información abrió una nueva línea de investigación para Liz. ¿Podría este misterioso hijo ser la clave del enigma? La detective decidió profundizar en la historia familiar de los Vidal.
Esa noche, mientras realizaba una ronda nocturna por los jardines de la mansión, Liz vio una figura encapuchada deslizándose por un balcón del segundo piso. Sin dudarlo, la detective se lanzó en su persecución. Sus piernas fuertes, como siempre, le dieron ventaja mientras corría por el laberíntico jardín.
La persecución los llevó a través de setos recortados en formas fantásticas, pasando por fuentes que murmuraban secretos en la noche alrededor de esculturas que parecían cobrar vida bajo la luz de la luna. En un giro inesperado, el sospechoso tropezó con una raíz sobresaliente, cayendo al suelo con un golpe sordo.
Liz se abalanzó sobre la figura caída, pero el intruso logró escabullirse en la oscuridad. Sin embargo, en su huida apresurada, dejó caer algo que brilló bajo la luz de la luna: un identificación.
La detective recogió el documento, segura de que pertenecería al hijo de su cliente, y al examinar la identificación bajo la tenue luz, Liz sintió que el caso daba un giro dramático: el aquel documento, efectivamente, pertenecía a Martín Herrera, el hijo de Anna Vidal.
A la mañana siguiente, Liz confrontó a Anna con su descubrimiento. La diseñadora, visiblemente perturbada, se derrumbó en uno de los elegantes sofás de su salón.
—Martín… —suspiró Anna, su voz cargada de emoción—. Mi hijo. Hace años que no hablamos. Lo desheredé cuando su adicción al juego se destapó al salirse de control. Estaba destruyendo no solo su vida, sino también amenazaba con arruinar todo lo que había construido la saga familiar.
Liz escuchó atentamente mientras Anna relataba la dolorosa historia de su hijo. Martín había sido un joven prometedor, con un ojo para el diseño que rivalizaba con el de su madre. Pero la presión de crecer a la sombra de una figura tan prominente en el mundo de la moda lo había llevado por un camino autodestructivo.
—Nunca pensé que llegaría tan lejos como para robarme —añadió Anna con tristeza—. Pero supongo que la desesperación puede llevar a una persona a extremos inimaginables.
Sin embargo, algo no cuadraba en la historia. Liz había notado detalles que no encajaban con la teoría de un simple robo por parte de un hijo desesperado. La detective decidió investigar más a fondo, esta vez enfocándose en los aspectos financieros de la empresa de Anna.
Después de días de investigación meticulosa y algunas llamadas a contactos en el mundo financiero, Liz descubrió una verdad sorprendente: la empresa de Anna, aparentemente exitosa y glamurosa en la superficie, estaba al borde de la quiebra. Las deudas se acumulaban y los inversores comenzaban a retirar su apoyo.
Los robos, vistos bajo esta nueva luz, parecían ser parte de un elaborado plan para cobrar el seguro y salvar el negocio en ruinas. Liz se enfrentaba ahora a un dilema ético: ¿estaba Anna Vidal, la aclamada diseñadora y aparente víctima, detrás de todo este engaño?
Armada con esta nueva información, Liz decidió confrontar a Anna una vez más. Esta vez, la reunión tuvo lugar en el ático de la mansión, un espacio también circular con paredes de cristal que ofrecía una vista de 360 grados de Barcelona.
—Señora Vidal —comenzó Liz, su voz firme pero compasiva—, creo que es hora de que hablemos de la verdadera razón detrás de estos robos.
Anna, que había estado admirando el horizonte de la ciudad, se volvió lentamente hacia Liz. Por un momento, su máscara de compostura se agrietó, revelando el rostro de una mujer acorralada por las circunstancias.
—No lo entiendes —dijo Anna, su voz apenas un susurro—. Todo lo que he construido, todo por lo que he trabajado durante décadas… estaba a punto de desmoronarse.
Y así, en ese ático con vistas a la ciudad que había sido testigo de su ascenso, Anna Vidal comenzó a desentrañar la compleja trama que había tejido. La historia que emergió era una de desesperación, amor maternal y el peso aplastante de las expectativas.
La empresa de Anna había estado en problemas financieros durante años, una realidad cuidadosamente ocultada tras una fachada de glamour y éxito. La diseñadora había recurrido a préstamos cada vez más acentuados para mantener a flote el negocio, esperando siempre que la próxima colección fuera la que los salvara de la ruina.
—Y entonces —continuó Anna, lágrimas rodando por sus mejillas—, Martín regresó. Mi hijo, al que había alejado pensando que lo protegía, volvió cuando más lo necesitaba.
Martín, recuperado de su adicción y buscando redención, había descubierto la precaria situación financiera de su madre. Juntos, madre e hijo, habían ideado un plan desesperado: fingir una serie de robos, cobrar el seguro, y utilizar ese dinero para salvar la empresa.
—Fue idea de Martín —explicó Anna—. Él se ofreció a ser el ladrón. Pensamos que si los robos parecían ser obra de un extraño, nadie sospecharía.
El clavo que Liz había encontrado resultó ser la clave final del rompecabezas. Martín lo había dejado caer mientras abría la caja fuerte oculta tras el cuadro, simulando el robo del estilete de los Médici y otras piezas valiosas.
Liz escuchó la confesión de Anna con una mezcla de asombro y compasión. La detective estaba impresionada por la complejidad del engaño, pero también conmovida por el amor de una madre dispuesta a arriesgarlo todo por salvar el legado familiar y dar a su hijo una segunda oportunidad.
—Entiendo que tendrás que informar a las autoridades —dijo Anna, resignada—. Solo te pido que consideres que no actuamos por codicia, sino por desesperación y amor.
Como detective, su deber era reportar el fraude. Pero como ser humano, podía ver el arrepentimiento sincero y las circunstancias desesperadas que habían llevado a esta situación.
Después de una noche de reflexión, Liz tomó una decisión poco convencional. En lugar de ir directamente a las autoridades, la detective elaboró un plan para dar a los Vidal una oportunidad de redención.
—Les daré tres meses —anunció Liz a Anna y Martín, reunidos en el estudio—. Tres meses para enderezar sus finanzas, devolver las piezas robadas, y encontrar una manera legítima de salvar la empresa. Si al final de ese período no han logrado poner todo en orden, no tendré más remedio que informar sobre el fraude.
Los siguientes meses fueron un torbellino de actividad en la mansión Vidal. Anna y Martín trabajaron incansablemente para reestructurar la empresa. Martín, aplicando las lecciones aprendidas durante su recuperación, aportó una nueva perspectiva al negocio. Su ojo para el diseño, combinado con un enfoque fresco en la gestión financiera, comenzó a dar frutos. Inició ventas dentro de círculos sociales, que lo habían echado en falta, y consiguió vender varias colecciones de diseños en un tiempo meteórico.
Anna, por su parte, encontró inspiración en la propia historia de redención de su familia. Su nueva colección, titulada «Renacimiento», fusionaba elementos de la arquitectura de Gaudí con motivos inspirados en la historia de Sisi, la emperatriz austriaca, creando piezas que hablaban de transformación y segundas oportunidades. Mediante galas benéficas (que, ya se sabe…) y ciertas subastas consiguió complementar parte de las ventas de su hijo. Renacimiento fue un éxito rotundo. Los críticos la aclamaron como el mejor trabajo de Anna hasta la fecha, elogiando la profundidad emocional y la innovación técnica de los diseños. Los pedidos comenzaron a llegar de todas partes del mundo, y pronto la empresa Vidal estuvo, de nuevo, en números rojos.
Mientras tanto, Liz mantuvo un ojo vigilante sobre la situación, actuando como una especie de mentora y guardiana para la familia Vidal. La detective se sorprendió a sí misma invirtiendo más tiempo del necesario en la mansión, fascinada por la transformación que estaba presenciando.
A medida que se acercaba el final del plazo de tres meses, Anna y Martín parecían haber logrado lo imposible. La empresa Vidal no solo se había recuperado, sino que estaba floreciendo como nunca antes. Liz, satisfecha con el progreso, se preparaba para cerrar el caso y dejar atrás la fascinante mansión modernista.
Sin embargo, la noche antes de su última visita, Liz recibió una llamada anónima. Una voz distorsionada le advirtió: «No todo es lo que parece en la casa Vidal. Busca detrás del cuadro de la emperatriz».
Intrigada y alarmada, Liz decidió hacer una última inspección. En el estudio de Liz, encontró el cuadro mencionado: un retrato de Sisi que parecía observarla con ojos conocedores. Al moverlo, descubrió una caja fuerte oculta. Dentro, para su horror, encontró documentos que revelaban una verdad escalofriante: el éxito repentino de la colección Renacimiento no se debía solo al talento y trabajo duro.
Los papeles detallaban un elaborado esquema de lavado de dinero que involucraba a figuras del crimen organizado. La colección de moda era solo una fachada para una operación mucho más siniestra. Liz se dio cuenta de que había sido engañada magistralmente, utilizada como un peón en un juego mucho más grande y peligroso.
Mientras procesaba esta revelación, escuchó pasos acercándose. El reflejo en la ventana le mostró a Anna y Martín, sus rostros ya no mostraban la calidez y gratitud de antes, sino una fría determinación. Liz comprendió que su descubrimiento la había puesto en grave peligro.
La detective se encontró atrapada en la misma mansión que una vez la había fascinado, rodeada por muros que ahora parecían cerrarse sobre ella. Las formas orgánicas de Gaudí, antes hermosas, ahora se retorcían amenazadoramente en las sombras. Liz se dio cuenta de que el verdadero misterio de la mansión modernista apenas comenzaba a revelarse, y que su propia vida pendía de un hilo en este laberinto de engaños y peligros.
Y entonces, preguntó algo obvio pero que, al comprometerse con brindarles tres meses antes de ir a las autoridades, había decidido no formular. Con los ojos algo hundidos y temerosa soltó la pregunta:
—¿Por qué me vinisteis a buscar? ¿Por qué me contratasteis?
(Continuará)
El misterio de la mansión modernista: una saga de engaños y redención (Parte I de II)
(Los misterios de Liz)
por Carmen Nikol
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