El camino hacia la casa de Janus se hizo en un silencio denso, pesado. Lena se mordía el labio, todavía con el leve sabor a tabaco y deseo que Janus había dejado en sus labios. Pero lo que realmente la inquietaba era Luna, sentada a su lado, tan cerca y a la vez tan lejana. Sentía el calor de su cuerpo, sin poder ignorar el muro de rencores y secretos que las había separado durante tanto tiempo.
Janus manejaba con una expresión enigmática, sin dejar de fijarse en la carretera pero con esa sonrisa apenas insinuada que dejaba claro que tenía el control, que las conducía hacia una nueva etapa de sus vidas. Lena no podía adivinar qué pretendía. ¿Cuál era su plan al reunir a los tres después de tanto dolor? ¿De qué lado estaba realmente? ¿Les iba a ayudar?
Pronto, llegaron a una casa apartada y discreta, rodeada de árboles pero cerca de una playa, como un refugio escondido del resto del mundo. Lena y Luna se bajaron en silencio, intercambiando miradas. Al entrar, sintieron una extraña familiaridad en el ambiente. Era como si ese espacio tuviera la capacidad de desnudar sus almas y dejarlas expuestas.
En el centro de la sala, Mateo esperaba, y, al verlo, Luna notó el temblor en sus propias manos. Lena no sabía que aquella mañana, cuando se despidieron, Mateo aparecería más tarde en un lugar recóndito. Él estaba de pie, con los ojos bajos y las manos hundidas en los bolsillos de su chaqueta. Parecía frágil, y aunque el tiempo había sanado su cuerpo, las cicatrices en su interior aún estaban frescas. Alzó la vista cuando sintió la presencia de las gemelas y una serie de emociones cruzaron su rostro: dolor, desconcierto, y, al final, una calma forzada.
—Hola, Luna —dijo él, con una voz rota, aunque firme.
Luna avanzó lentamente, como si cada paso la alejara del pasado y la acercara a un precipicio. Durante un instante, ninguno de los tres habló. La tensión parecía un hilo delgado y afilado que podría cortarse en cualquier momento. Finalmente, fue Janus quien rompió el silencio, posicionándose cerca, aunque no del todo entre ellos, como un observador astuto.
—Estáis aquí porque, en algún momento debíais reuniros, fuera de miradas ajenas, alejados de la ley. Quizá aún tengáis la posibilidad de enmendar vuestros errores. Lena, sin duda, es la que menos ha cometido. Tan solo escuchó una confesión de Mateo, pero lo ha pagado con creces: ha sido quien le ha cuidado durante todo este tiempo.
Luna tomó aire, tratando de recuperar la compostura. —Mateo, lo siento… Lo siento como nunca pensé que podría sentir algo en mi vida. Yo… no puedo explicarlo —su voz se quebró al final de la frase, y Lena sintió un estremecimiento que no esperaba.
Mateo asintió, con ciertas dudas. Pero algo en su mirada se suavizó. —No es tan sencillo, Luna. Pero he pasado tanto tiempo esperando este momento… La verdad es que me dejaste roto. No sé cuánto merecía pero no creo que fuera esto. —Las palabras colgaban en el aire, pesadas, y al mismo tiempo vulnerables, como si todo su dolor volviera a abrirse y no pudiera evitar un profundo rencor que, a su vez, reconocía inútil e injusto por haberla llevado hasta un extremo. Sabía que Luna estaba fuera de sí cuando le clavó el cuchillo.
Lena sintió una mezcla de tristeza y alivio, como si hubiera estado esperando que Mateo expresara ese dolor que ambos compartían, aunque por razones distintas. Sin embargo, cuando quiso acercarse para consolarlo, fue Luna quien dio el paso. Ella tocó su rostro, sus dedos rozando la línea de su mandíbula con una ternura que parecía incongruente, dadas las circunstancias. Nunca había dejado de amarlo, a pesar de todo su dolor, de todo lo vivido con Janus también.
Mateo no retrocedió, aunque su expresión reflejaba duda. En ese instante, Lena sintió un vacío en el pecho, una sensación de exclusión que no esperaba. Había sido ella quien estuvo a su lado durante esos meses de recuperación, ella quien soportó sus noches de insomnio y las miradas perdidas. Sin embargo, en este preciso momento, era Luna quien le tocaba.
—Lena, supongo que… tú también tienes tu propio infierno —dijo Luna con una frialdad sorprendente, que resonaba con algo de amargura.
Lena sostuvo su mirada, sin apartarse ni siquiera cuando Janus reforzó su abrazo. Ya no había espacio para las máscaras, para fingir. Luna era su hermana, y había algo en ella, una oscuridad que Lena también compartía, que todos conocía para aquellas alturas.
Janus sonrió, percibiendo el frágil equilibrio entre los tres. —Tal vez —dijo, con la voz arrastrada—, este es el comienzo de algo nuevo.
Era una promesa y una advertencia.
Espejo roto – Capítulo 9
Promesa y advertencia
por Carmen Nikol
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