El hospital Providence bullía de actividad. Médicos y enfermeras corrían de un lado a otro y sus voces mezclaban en un coro urgente de órdenes y diagnósticos. En medio de este caos controlado, Mary y François irrumpieron por las puertas de la sala de emergencias, con sus rostros pálidos por el miedo y la incertidumbre.
—¡Mis hijas! —gritó Mary, agarrando a la primera enfermera que vio—. ¿Dónde está mi hija?
La enfermera, una mujer de mediana edad con ojos comprensivos, intentó calmarla. —Señora, por favor, necesito que se calme. ¿Dígame sus nombres?
—Lena y Luna Dubois—respondió François, su voz temblorosa—. Nos llamaron… dijeron que hubo un accidente…
En ese momento, Lena apareció doblando una esquina, con la ropa completamente manchada con sangre seca. —¡Mamá! ¡Papá!
Mary corrió hacia su hija, envolviéndola en un abrazo desesperado. —Oh, Lena, gracias a Dios estás bien. ¿Qué pasó? ¿Dónde está Luna?
Lena se tensó visiblemente ante la mención de su gemela. Antes de que pudiera responder, un grito desgarrador resonó por el pasillo.
—¡Déjenme verlo! ¡Es mi hijo!
La familia Dubois se giró para ver a una mujer de cabello oscuro luchando contra dos guardias de seguridad. Era Carmen, la madre de Mateo.
François se adelantó con la voz calmada pero firme. —Carmen, por favor, cálmate. Estoy seguro de que nos dirán algo pronto.
Carmen se volvió hacia él, con una mezcla de furia y miedo. —¿Calmarme? ¡Mi hijo está ahí dentro, luchando por su vida, y me dices que me calme!
Mientras la tensión aumentaba en el pasillo, dentro del quirófano, un equipo de cirujanos luchaba por salvar la vida de Mateo.
—Está perdiendo mucha sangre —anunció uno de los cirujanos—. Necesitamos más unidades, ¡ahora!
El sonido rítmico del monitor cardíaco llenaba la sala, cada pitido era un recordatorio de la frágil línea entre su vida y su muerte.
—Presión arterial cayendo —advirtió una enfermera.
El cirujano jefe, el Dr. Ramírez, apretó los dientes. —No hoy, chico. No en mi mesa.
Fuera del hospital, Luna vagaba por las calles de la ciudad, sin haberse podido quitar aún la sangre de Mateo de las manos. Su mente era un torbellino de culpa, miedo y confusión. Cada cara que veía le parecía acusadora; cada sombra, una amenaza.
Se detuvo frente a una farmacia y vio su reflejo distorsionado en el cristal del escaparate. Por un momento, creyó ver a Lena mirándola de vuelta. Pero cuando parpadeó, solo vio su propio rostro, manchado de lágrimas y culpa.
Con manos temblorosas, entró en la farmacia. Necesitaba algo para calmar los nervios, algo para acallar las voces en su cabeza.
—¿Puedo ayudarte? —preguntó el farmacéutico, con la mirada sospechosa al notar el estado agitado de Luna.
—Yo… necesito algo para dormir —murmuró Luna, evitando el contacto visual de sus manos, metiéndolas en los bolsillos de sus pantalones.
El farmacéutico frunció el ceño. —Necesitarás una receta para eso.
Luna sintió que el pánico crecía en su pecho. Necesitaba esas pastillas. Las necesitaba ahora…
De vuelta en el hospital, Lena finalmente reunió el coraje para hablar en lugar algo apartado y en un tono casi imperceptible. —Mamá, papá… necesito que no os expreséis en cuanto os diga lo que debéis saber. Fue Luna. Ella… ella apuñaló a Mateo.
El silencio que siguió fue ensordecedor. Mary se llevó una mano a la boca, ahogando un sollozo, mientras François palidecía visiblemente.
Carmen, que había escuchado la confesión, se lanzó hacia Lena con un grito de rabia. —¡Tú! ¡Tu familia! ¡Vosotros hicisteis esto!
François interceptó a Carmen antes de que pudiera alcanzar a Lena, sujetándola mientras ella luchaba y gritaba.
—¡Señora, cálmese! —ordenó uno de los guardias de seguridad, acercándose rápidamente.
En medio del caos, las puertas del quirófano se abrieron de golpe. El Dr. Ramírez salió con su bata manchada de sangre.
—¿Familia de Mateo Herrera?
Carmen se liberó del agarre de François, corriendo hacia el cirujano. —Soy su madre. ¿Cómo está mi hijo?
El Dr. Ramírez miró a su alrededor, notando la tensión palpable en el aire. —Señora Herrera, su hijo está estable por ahora, pero las próximas 24 horas serán críticas. La herida fue profunda y perdió mucha sangre. Hemos logrado reparar el daño, pero…
Antes de que pudiera terminar, el sonido de sirenas policiales llenó el aire. Dos oficiales entraron en la sala de espera, escaneando la escena.
—Estamos buscando a Luna Dubois —anunció uno de ellos—. Tenemos una orden de arresto por intento de homicidio.
Lena sintió que el mundo se detenía. La realidad de la situación la golpeó con toda su fuerza. Su gemela, su otra mitad, era ahora una fugitiva buscada por la ley.
Mary se adelantó con la voz temblorosa pero determinada. —Oficial, debe de haber un error. Luna nunca…
—Señora —interrumpió el policía—, tenemos testigos y evidencia física. Su hija es la principal sospechosa en este caso.
Mientras la tensión en la sala alcanzaba su punto máximo, el Dr. Ramírez recibió un WhatsApp.
—¡Código azul en la habitación 305! —gritó una enfermera que corría por el pasillo.
El Dr. Ramírez palideció. Era la habitación de Mateo.
—¡Muévanse! —ordenó, corriendo de vuelta al quirófano.
Carmen, al escuchar esto, intentó seguir al doctor, pero los guardias la detuvieron. —¡Mi hijo! ¡Déjenme ir con mi hijo!
En la farmacia, Luna estaba al borde de un colapso nervioso. El farmacéutico, preocupado por su estado, había llamado discretamente a la policía.
—Señorita, ¿está segura de que no necesita ayuda? —preguntó, tratando de mantenerla calmada hasta que llegaran las autoridades.
Luna, sintiendo que algo no estaba bien, dio un paso atrás. —Yo… tengo que irme.
Pero cuando se giró hacia la puerta, se encontró cara a cara con dos oficiales de policía.
—Luna Dubois —dijo uno de ellos—, queda detenida por intento de homicidio.
El pánico se apoderó de Luna. Sin pensar, agarró lo primero que encontró en el mostrador —un abrecartas— y lo blandió frente a ella.
—¡Aléjense! ¡No se acerquen!
Los oficiales sacaron sus armas. —Baja el arma, Luna. No hagas esto más difícil.
En el hospital, el equipo médico luchaba por estabilizar a Mateo. El monitor cardíaco emitía un pitido alarmante.
—¡Está fibrilando! —gritó una enfermera.
—¡Carguen a 300! —ordenó el Dr. Ramírez—. ¡Despejen!
El cuerpo de Mateo se arqueó con la descarga eléctrica. Por un momento, solo se escuchó el sonido plano del monitor.
En la sala de espera, Lena se derrumbó en los brazos de su madre. —Es mi culpa —sollozó—. Si no hubiera ido a buscar a Luna… si no hubiera llevado a Mateo…
Mary la abrazó con fuerza. —No, cariño. No es tu culpa. Nada de esto es tu culpa.
François, mientras tanto, intentaba calmar a Carmen, quien alternaba entre sollozos desgarradores y arrebatos de ira.
En la farmacia, la situación se había convertido en un tenso enfrentamiento. Luna, acorralada y aterrorizada, sostenía el abrecartas con manos temblorosas.
—Luna —dijo uno de los oficiales, su voz calmada pero firme—, sabemos que no quieres hacer esto. Bájalo y hablaremos.
Por un momento, pareció que Luna iba a ceder. Pero entonces, el sonido de una sirena cercana la sobresaltó. En un movimiento repentino, Luna se giró y corrió hacia la parte trasera de la farmacia, corriendo hacia la puerta trasera de la farmacia.
—¡Se escapa! —gritó uno de los oficiales.
Luna corrió por callejones oscuros un buen rato. Parecía que había conseguido evitar a sus perseguidores. Su corazón latía con tanta fuerza que sentía que le iban a explotar los oídos. No sabía a dónde iba, solo sabía que tenía que alejarse.
El Dr. Ramírez salió del quirófano con el rostro sombrío.
—Familia de Mateo Herrera —llamó.
Carmen se acercó, alejándose de François. —¡Mi hijo!
El Dr. Ramírez tomó una respiración profunda y por fin contestó. —Lo hemos estabilizado, pero… ha entrado en coma. No podemos predecir cuándo o si despertará.
El grito de agonía de Carmen resonó por todo el hospital.
Lena, sintiendo que el peso del mundo caía sobre sus hombros, se alejó de su madre y caminó hacia la ventana. Afuera, la noche había caído sobre la ciudad y, en algún lugar de esa oscuridad, Luna vagaba sola, perseguida por sus acciones.
Aquel espejo que quebró amenazaba con cortar a todos los que se acercaran demasiado.
La noche apenas comenzaba, y con ella, una serie de eventos que cambiarían sus vidas para siempre.
Mientras Lena apoyaba su frente contra el frío cristal de la ventana, una sola pregunta resonaba en su mente: ¿Cómo habían llegado a esto? Y más importante aún, ¿cómo podrían salir de este laberinto de dolor y traición?
La respuesta, si es que existía, parecía tan lejana e inalcanzable como las estrellas que brillaban débilmente en el cielo nocturno de la ciudad.
Espejo roto – Capítulo 6
Ecos del caos
por Carmen Nikol
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