Los años de la adolescencia llegaron como una tormenta de verano, repentina y transformadora. Lena y Luna, ahora con quince años, se encontraban en el umbral de la adultez y sus cuerpos y mentes evolucionaban, cambiando a un ritmo vertiginoso. Ambas comenzaron a desarrollar cuerpos atractivos, tanto para los chicos y chicas de su edad como para los adultos. Sus miradas, de un verde amarillento, eran intensas, quizá demasiado para su edad. Su pelo era un poco ondulado y oscuro, pero con reflejos rubios que complementaban a la perfección su piel pecosa y aterciopelada. Su labios, carnosos y muy sensuales. Dos gotas de agua clara y nítida, aunque de emociones algo turbias.
La competencia entre ellas, aquélla que una vez había sido un juego infantil, ahora adquiría matices más complejos y oscuros y quizá, sí, también, quizá demasiado complejos y oscuros para su edad.
El instituto, ese nuevo ámbito hormonal, se convirtió en un campo de batalla casi palpable. Lena, con su carisma natural y su aguda inteligencia, pronto se encontró en el centro de atención. Presidenta del consejo estudiantil, capitana del equipo de debate, estaba siempre rodeada de amigos y admiradores. Luna, por su parte, se refugió en el mundo del arte y la literatura, inspirando a otros artistas del instituto con sus pinturas y poemas, ganando reconocimiento más allá de los muros de la escuela. Ambas hablaban francés e inglés, además del español. Sus padres y tíos se lo habían enseñado desde pequeñas. Eran, sin duda alguna, dos de las chicas más atractivas de su escuela.
Fue en una tarde de otoño cuando el delicado equilibrio entre ellas se tambaleó una vez más. Luna estaba en el estudio de arte, dando los últimos toques a su obra para la exposición anual de la escuela, cuando Lena entró. Su presencia llenaba la habitación, como siempre.
—Luna, ¿has visto mi…? —Lena se detuvo en seco, sus ojos fijos en el lienzo frente a su hermana—. Vaya, es… impresionante.
Luna se giró, sorprendida por el tono genuino de admiración en la voz de su gemela.
—Gracias, Lena. Significa mucho viniendo de ti.
Por un momento, las barreras entre ellas parecieron disolverse. Lena se acercó, estudiando la pintura con atención. Era un autorretrato, pero no solo de Luna. En el lienzo, dos figuras idénticas se entrelazaban, sus cuerpos fundiéndose en uno solo, sus rostros una mezcla de éxtasis y agonía.
—Somos nosotras, ¿verdad? —preguntó Lena, su voz apenas un susurro.
Luna asintió.
—Siempre somos nosotras.
El silencio que siguió estaba cargado de emociones no expresadas, de verdades que ninguna de las dos se atrevía a pronunciar en voz alta. Fue Lena quien finalmente lo rompió.
—Luna, yo… —comenzó, pero fue interrumpida por el sonido de la puerta abriéndose.
—¡Aquí estáis! —exclamó una voz familiar. Era Mateo, ahora convertido en un joven apuesto que seguía captando la atención de ambas hermanas—. Os he estado buscando por todas partes.
La atmósfera en la habitación cambió instantáneamente. La intimidad del momento anterior se evaporó, reemplazada por la familiar tensión que siempre surgía cuando Mateo estaba presente.
—¿Qué sucede, Mateo? —preguntó Lena, con tono casual, pero con los ojos clavados en él.
—Quería invitaros a la fiesta en la playa este fin de semana —respondió Mateo con una sonrisa que iluminaba todo su rostro—. Será la última del verano y pensé que sería genial si ambas vinierais.
Luna y Lena intercambiaron una mirada rápida, una conversación silenciosa pasando entre ellas en cuestión de segundos.
—Suena divertido —dijo Lena finalmente—. Estaremos allí.
—Genial —Mateo sonrió aún más ampliamente—. Os veré entonces.
Cuando Mateo se fue, el silencio volvió a caer entre las gemelas. Luna regresó a su pintura, añadiendo toques de sombra aquí y allá. Lena permaneció donde estaba, observando a su hermana trabajar.
—Luna —dijo finalmente—. Sobre Mateo…
—No —interrumpió Luna, deteniéndose por un momento—. No necesitamos hablar de eso.
—Pero creo que deberíamos. Nosotras…
Luna se giró, enfrentando a su hermana con una intensidad que sorprendió a ambas.
—¿Nosotras qué, Lena? No tenemos ningún problema…
La pregunta quedó suspendida en el aire, pesada y cargada de significado. Lena abrió la boca para responder, pero las palabras se negaron a salir. En lugar de eso, dio un paso adelante, acortando la distancia entre ellas.
Por un momento, el mundo pareció detenerse. Las gemelas se miraron, sus rostros idénticos reflejando una mezcla de amor, miedo y algo más profundo, algo que ninguna de las dos se atrevía a nombrar.
Fue Luna quien finalmente rompió el hechizo, dando un paso atrás. —Deberíamos prepararnos para la fiesta —dijo, su voz temblorosa—. Será mejor que nos vayamos a casa.
Lena asintió, incapaz de confiar en su propia voz. A veces era ella la intimidada. La única que era capaz de bajarla de su liderazgo habitual era su hermana.
Mientras salían del estudio de arte, el autorretrato de Luna las observaba desde el caballete, un testigo silencioso del momento que acababa de pasar entre ellas.
Los días que siguieron estuvieron cargados de una tensión apenas contenida. Las gemelas se movían por la casa como fantasmas, evitando encontrarse a solas, sus conversaciones limitadas a lo estrictamente necesario.
La noche de la fiesta llegó, trayendo consigo una sensación de inevitable confrontación. Luna y Lena se arreglaron en silencio, cada una consciente de la presencia de la otra, de cada movimiento, de cada respiración, de cada prenda, de cada punto de maquillaje.
Sus padres, Mary y Anthony, en esas ocasiones, las dejaban participar del ritual de las demás jóvenes. Se podían maquillar y ponerse prendas algo más llamativas. Confiaban en ellas y en su buen criterio porque, en el hogar, no solían tener ningún tipo de trifulca. Eran unas jovencitas de bien y así se comportaban siempre.
Cuando finalmente llegaron a la playa, la fiesta estaba en pleno apogeo. La música resonaba sobre el rugido de las olas, y cuerpos jóvenes se movían al ritmo de la noche.
Mateo las recibió con entusiasmo, brillando a la luz de la hoguera. —¡Aquí estáis! —exclamó, abrazando a cada una por turno—. Venid, os conseguiré algo de beber.
Mientras seguían a Mateo entre la multitud, Luna y Lena intercambiaron una mirada. En ese breve momento, algo pasó entre ellas, una chispa de entendimiento, de desafío, de promesa.
La noche avanzaba, y con cada hora que pasaba, la tensión entre las gemelas crecía. Bailaban, bebían, reían, siempre conscientes la una de la otra, siempre orbitando alrededor de Mateo como planetas gemelos alrededor de un sol ardiente.
Fue cerca de la medianoche cuando todo cambió. Mateo, algo ebrio y más audaz de lo habitual, se acercó a Luna.
—Eres hermosa —susurró, rozando su oído y rodeando con sus manos su suave mandíbula—. Siempre he querido hacer esto.
Y antes de que Luna pudiera reaccionar, Mateo la besó. Fue un beso apasionado, urgente, años de deseo reprimido liberándose en un instante.
Cuando finalmente se separaron, Luna vio a Lena de pie a unos metros de distancia. Su rostro era una máscara de emociones contradictorias. Por un momento, las gemelas se miraron con un mundo de palabras no dichas pasando entre ellas.
Luego, sin decir una palabra, Lena se dio la vuelta y se alejó, perdiéndose entre la multitud.
Luna se quedó allí, disfrutando el sabor de Mateo aún en sus labios y con el corazón latiéndole, con una mezcla de triunfo y culpa. Sabía que algo fundamental había cambiado esa noche, que una línea invisible había sido cruzada.
Mientras la fiesta continuaba a su alrededor, Luna miró hacia el océano oscuro. Las olas explotaban en la orilla como un eco de la tormenta que se agitaba en su interior. En algún lugar de la noche, Lena vagaba sola, y Luna sabía que cuando, finalmente se encontraran de nuevo, nada volvería a ser igual.
El amanecer se acercaba, trayendo consigo la promesa de un nuevo día y el peso de las consecuencias de la noche anterior. Luna cerró los ojos, respirando profundamente el aire salado del mar. El juego había cambiado, y ella sabía que la verdadera batalla apenas comenzaba.
En la distancia, una figura solitaria caminaba por la orilla. Su silueta recortada contra el cielo que comenzaba a aclararse. Luna no necesitaba verla de cerca para saber que era Lena. Siempre era Lena.
Con el sol asomando en el horizonte, las gemelas se encontraban más separadas que nunca, y al mismo tiempo, irrevocablemente unidas por los eventos de la noche. Entraron juntas en el hogar común y besaron a sus padres como si nada hubiera pasado, pero el espejo de la habitación se había agrietado un poco más, como si formase parte de sus almas, y las sombras que proyectaba prometían ser más oscuras y profundas que nunca.
Espejo roto – Capítulo 2
Sombras crecientes
por Carmen Nikol
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