El 31 de diciembre de ese año, Lolita despertó temprano con una mezcla de nervios y esperanza. Había planeado la cena de esa noche con esmero, deseando que todo saliera perfecto. Era su oportunidad de demostrarle a Vicenteta y a Eudald que podía ser una buena anfitriona. Pasó horas cocinando, asegurándose de que cada plato estuviera en su punto, incluso adaptando algunas recetas para hacerlas más sofisticadas.
Cuando Vicenteta llegó a la casa de la pareja, al anochecer, Eudald la recibió con una gran sonrisa y un abrazo cariñoso.
—¡Vicenteta, qué alegría tenerte aquí! —exclamó, invitándola a entrar.
Lolita, que estaba terminando de preparar la mesa, se acercó con timidez.
—Mamá, espero que te guste la cena. He intentado que sea especial para esta noche.
Vicenteta le dio un beso rápido en la mejilla, sin mucho entusiasmo, y se sentó junto a Eudald en el comedor.
Pasado un rato, los tres se sentaron, cada uno en su silla frente a una mesa bien servida, donde los platos estaban dispuestos con cuidado. Lolita sirvió la comida y se sentó al lado de su madre, ansiosa por escuchar sus comentarios.
—¿Qué tal está? —preguntó, mirando a ambos con una sonrisa nerviosa.
Vicenteta probó un bocado y arrugó ligeramente el ceño.
—Bueno, hija… No está mal, pero… le falta algo, ¿no crees?
Eudald aprovechó el comentario para lanzar una carcajada.
—¿Qué esperaba, Vicenteta? Esta niña nunca aprenderá a cocinar como tú. Tus paellas son insuperables y tus cocidos… ¡Son una maravilla!
—Es cierto, Eudald. Pero bueno, supongo que con el tiempo… —respondió Vicenteta con una media sonrisa, como si quisiera aliviar un poco la dureza de sus palabras, aunque sin mucho éxito.
Lolita sintió que las lágrimas querían brotar, pero se las tragó. No quería estropear la noche.
Tras la cena, Eudald insistió en que un taxi llevara a Vicenteta a casa.
—No te preocupes, Vicenteta. Yo me encargo. Es nochevieja, y quiero que llegues bien.
—Gracias, Eudald, siempre tan atento.
Cuando Vicenteta se fue, Lolita empezó a recoger los platos en silencio, tratando de evitar el comentario mordaz que sabía que vendría de su marido.
—¿Qué querías demostrar esta noche, Dolores? —preguntó Eudald con desdén, apoyándose en la puerta de la cocina.
Lolita no respondió. Sabía que cualquier palabra solo empeoraría las cosas.
De repente, Eudald se movió hacia ella y le arrebató los platos de las manos.
—Vete al baño. Ahora.
Lolita lo miró con incredulidad.
—Pero… Eudald, solo quiero terminar de recoger.
Él no le dio opción. La agarró del brazo y la condujo al baño sin más palabras. Cerró la puerta con el sonido inconfundible de la llave girando desde fuera.
—Feliz año nuevo, Dolores. Quédate ahí y disfruta del espectáculo.
Lolita se quedó inmóvil, con la respiración entrecortada. A través del cristal instalado semanas atrás, pudo ver cómo Eudald dejaba la puerta de su despacho abierta de par en par. Así permitía que se viese el salón, donde comenzó a mover muebles, despejando el espacio.
Poco después, llegaron varias personas, hombres y mujeres vestidos con ropa llamativa y portando botellas de licor. Lolita reconoció a algunos como amigos de Eudald, pero otros eran desconocidos. La música comenzó a sonar fuerte, llenando la casa de un ritmo ensordecedor a través del altavoz del baño.
Lolita observaba cómo las copas se llenaban y vaciaban con rapidez. Las risas se volvían más ruidosas y las conversaciones más atrevidas. Una de las mujeres, con un vestido ajustado de lentejuelas, se sentó en el regazo de Eudald, quien la rodeó con un brazo y le susurró algo al oído, provocando que ella soltara una risa exagerada.
Su marido se levantó en un momento dado y se dirigió hacia el baño. Encendió la luz en el despacho, asegurándose de que Lolita pudiera ver con claridad, y se acercó al cristal con una sonrisa perversa.
—¿Te gusta la fiesta, Dolores? —sabiendo que podía oírlo perfectamente a través del altavoz. Sabía que tu cena no daría la talla. Para mis amigos, estás visitando a tu madre…
Luego volvió al salón, donde comenzó a bailar con otra mujer, ignorando por completo el mundo más allá del cristal.
Lolita sentía que el aire se le escapaba. Ver todo desde el baño era peor que estar allí con ellos. Cada gesto de Eudald, cada carcajada, cada mirada cargada de lujuria dirigida a las mujeres que lo rodeaban, la desgarraba por dentro sin entender por qué. Ya no le admiraba, no le amaba ni lo más mínimo. Solo le temía y le detestaba.
Cuando el reloj marcó las doce, Eudald levantó su copa y brindó con todos los presentes.
—¡Por un nuevo año lleno de diversión y placer! —gritó, provocando vítores entre los asistentes.
Lolita, atrapada en el baño, cerró los ojos con fuerza, deseando que todo terminara. Sabía que este sería un año aún más oscuro que el anterior si no tomaba las riendas. No sabía cómo ni cuándo, pero juró que encontraría una manera de salir de aquella pesadilla.
Cuando la fiesta terminó, Eudald apagó las luces del despacho, dejándola sumida en la oscuridad. No abrió la puerta del baño hasta bien entrada la mañana, cuando el sol ya iluminaba la casa.
—Puedes salir, Dolores. Limpia el desastre de anoche. —Fue lo único que dijo antes de irse a dormir.
Lolita salió del baño tambaleándose, con el cuerpo agotado pero la mente despierta. Sabía que no podía soportar mucho más. Y, en algún lugar de su memoria, recordó la tarjeta de la doctora que había guardado en su bolso, la única esperanza que parecía brillar en medio de aquella tormenta.
Inimpugnable
Capítulo XVII: Una noche para recordar
por Carmen Nikol
Capítulo anterior: El cristal y el altavoz
Capítulo posterior: La semilla de la venganza
LICENCIA: © 2024 por está bajo Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinDerivados 4.0 Internacional
2 comentarios sobre “Inimpugnable – Capítulo XVII: Una noche para recordar”