Inimpugnable – Capítulo XVI: El cristal y el altavoz

Eudald trabajó con meticulosidad durante varios días. Pasaba horas en el baño, asegurándose de que Lolita no entrara para interrumpirlo en su nueva tarea. Era algo impensable, inimaginable para su esposa: una esposa dulce por obligación, fogosa por intimidación, cocinera por coacción; una esposa ficticia, creada por y para servir a su marido que, sin embargo, maduraba hacia un modo más inteligente, sin acabar de abandonarse a sí misma, sin dejar de preguntarse si podría, en algún momento y de algún modo, ser libre de tales yugos.

—Estoy haciendo unos arreglos, Lola. Este baño necesita estar a la altura —le decía con un tono medio serio, como si fuera un asunto doméstico sin importancia.

Lolita no preguntó más. La experiencia le había enseñado que cualquier intento de entender las motivaciones de su marido solo la llevaría a respuestas crípticas o a una humillación mayor.

El truco de Eudald era macabro. El baño era oscuro y pequeño, pero Eudald lo transformó con su intervención. Instaló un cristal espía, un cristal especial grande que desde el baño, daba a su despacho y a parte del comedor, si dejaba la puerta abierta de su oficina. Desde fuera del baño, parecía un espejo, pero desde el baño, el cristal era completamente transparente y se podía observar a los que estuvieren a la vista en las estancias hacia las que podía alcanzar la vista. Además, colocó micrófonos en su despacho y en el comedor para que, desde el baño, mediante un altavoz, se pudiera escuchar lo que ocurriese fuera de él.

La idea le fascinaba desde hacía un tiempo. Entre sus contactos del hospital, trabajaba la mujer de un inspector de policía. Los dos maquinaban con la idea de obtener esos espejos que contaban en las comisarías americanas, así que ambos se hicieron con uno. El verdadero propósito no era mirar a Lolita mientras estaba sola, que es lo que ella pensó cuando lo vio recién instalado. No. Era algo mucho más retorcido: quería que ella pudiera ver lo que él hacía, sin posibilidad de evitarlo. Los mismos que le ayudaron a instalar el espejo, le ayudaron a insonorizar el propio baño y… no fue fácil: los baños no tienen una fácil insonorización, si se crean con los materiales habituales en ellos. Pero, Eudald era muy testarudo, muy adinerado y muy caprichoso, además de perverso.

Cuando terminó su obra maestra, cerró la puerta del baño con satisfacción. Se había quedado encerrado dentro y había chillado muy fuerte diciéndole a Lolita, que estaba en el despacho, para que abriese la puerta. Y lolita no lo escuchó. Si no, sin duda, la hubiese abierto.

—Perfecto —murmuró para sí mismo.

Pasadas dos noches de la instalación, Eudald anunció que saldría con unos amigos.

—No me esperes despierta, Lola (ahora le daba por llamarla Lola). Llegaré tarde —dijo con indiferencia mientras se ponía la chaqueta.

Lolita asintió en silencio, aliviada por la perspectiva de una noche sin él en casa. Se envolvió en una manta y se sentó frente a la televisión, intentando distraerse con un programa de TVE. Era La Clave. Siempre que podía, Lolita intentaba instruirse mediante programas televisivos o leyendo los libros de su marido. Y, como él estaba mucho fuera del hogar, podía hacerlo a menudo. La única hora a la que no podía mirar la tele era después de cenar. Entonces era Eudald quien la miraba. En muchas ocasiones, Lolita se preguntaba qué estaría viendo porque, siempre que la veía hasta tarde, abusaba excesivamente de ella al regresar a su cama.

Lo descubriría al día siguiente. Cerca de la medianoche, Eudald regresó acompañado.

—Ven, amigo, no te cortes. Esta es tu casa esta noche —dijo con una carcajada, dejando pasar a un hombre alto y corpulento, con un aire desaliñado y un olor a alcohol que llenó el pasillo.

Lolita se levantó de golpe, con el corazón acelerándose.

—¿Qué está pasando, Eudald?

—Nada que te incumba, Dolores. Ve al baño.

Ella lo miró con confusión, pero antes de que pudiera protestar, él la tomó del brazo y la empujó hacia el baño. Cerró la puerta con un clic seco que, en la cabeza de Lolita, sonó por varios segundos.

Desde el baño, Lolita escuchaba las risas y las voces en la habitación. Intentó abrir la puerta, pero, como siempre, estaba bloqueada desde fuera y, ahora, además, estaba insonorizada. Cuando lo percibió, tras chillar desperada y sin poder evitarlo (como hacía de costumbre), la sensación de encierro comenzó a oprimirle el pecho, mucho más que nunca antes allí.

De repente, la luz en el despacho se encendió, iluminando el cristal instalado en la pared. Lolita se dio cuenta de que podía ver todo lo que ocurría al otro lado y pensó que la verían, pues desde el cuarto de baño era visible y Eudald había procurado que Lolita no entrase en ese baño hasta entonces. Pero, rápidamente se percató de que no era visible en el despacho pues había visto que ese cristal, por el otro lado, era un espejo.

Eudald estaba sentado en el sofá, sirviéndose una copa de whisky mientras su amigo, al que había llamado Víctor, miraba alrededor con curiosidad. En ese preciso instante, Lolita descubrió que lo que su marido solía mirar en televisión a altas horas de la noche era el programa Cine de medianoche.

—¿Y dónde está tu mujer? —preguntó Víctor con una sonrisa burlona.

Eudald rio.

—En el baño. Pero no es momento de preocuparse por ella. Primero, vamos a relajarnos.

Pasaron unos minutos que a Lolita le parecieron eternos. Víctor bebía sin parar, y la conversación entre los hombres se tornó más cruda, mientras se calentaban con las escenas del programa televisivo.

—¿Sabes? —dijo Eudald, apoyándose en el respaldo del sofá—. Mi mujer necesita aprender unas cuantas cosas. Quizá tú puedas ayudarme.

Víctor arqueó una ceja, intrigado.

—¿Qué quieres decir?

Eudald se levantó y fue hacia la puerta del baño. Tocó suavemente el cristal desde el lado de la habitación, como si estuviera asegurándose de que Lolita estuviera mirando.

—Está ahí dentro, mirando y escuchando. ¿No sería interesante darle una lección?

Lolita sintió que la sangre se le helaba. Su mente corría, buscando una salida, alguna forma de impedir lo que estaba a punto de ocurrir.

Víctor dudó por un momento, pero el efecto del alcohol y la influencia de Eudald pronto hicieron estragos en él.

—No sé, Eudald. No quiero problemas.

—¿Problemas? Por favor, hombre. Es mi esposa. Lo que ocurra aquí queda entre nosotros.

Lolita se tapó los oídos, tratando de bloquear las palabras que llegaban a través del altavoz. Pero no podía dejar de mirar, incapaz de evitar que su mirada volviera una y otra vez al despacho.

Cuando Víctor se levantó y comenzó a caminar hacia la puerta del baño, el corazón de Lolita casi se detuvo. Pero en el último momento, algo cambió.

Víctor dio un paso atrás y negó con la cabeza.

—Lo siento, amigo. Esto no es para mí.

Eudald lo miró con una mezcla de sorpresa y enojo.

—¿Qué te pasa? ¿Te estás rajando?

—Simplemente no puedo. Mejor me voy. Gracias por la noche.

Víctor tomó su chaqueta y salió de la casa tambaleándose, dejando a Eudald solo.

Eudald se quedó inmóvil por un momento, mirando hacia el baño. Finalmente, apagó la luz del despacho y abrió la puerta del baño.

—Parece que hoy te has librado, Dolores. Pero no olvides quién manda aquí.

Lolita no dijo nada. Solo se quedó allí, temblando, mientras Eudald se alejaba hacia la habitación. Esa noche, supo que su lucha por sobrevivir sería más dura que nunca. Cada día más urgente. Cada día más inalcanzable.


Inimpugnable
Capítulo XVI: El cristal y el altavoz

por Carmen Nikol


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