Inimpugnable – Capítulo XV: La llave y la puerta cerrada

Tras muchos días yendo a casa de su madre para aprender a cocinar, Lolita, por fin, pidió permiso a Eudald para quedarse en casa. Necesitaba limpiar y organizar los armarios de invierno. La noche anterior, vio a su marido pasar el dedo por encima de un mueble y se percató de que, en breve, la iba a reñir por ello.

Eudald salió temprano para atender un caso en la Maternidad y le dio permiso para quedarse. Le pareció bien que Lolita tuviera esa iniciativa. Ella se quedó tranquila y se tomó su tiempo para hacer todas sus tareas con plena atención. Luego se sentó en el sofá y puso la tele. Sentía un momento de tranquilidad tras muchos días sin descanso de arriba para abajo desde la casa de su madre. No había vuelto a ver a Carmen.

De pronto, dio un salto y se levantó del sofá cuando escuchó la puerta de la entrada y las llaves de Eudald, que regresó antes de lo habitual.

—Hoy cenaré en casa, Dolores —anunció al entrar, quitándose el abrigo y dejándolo en una silla. Su tono era neutro, pero sus ojos tenían un brillo extraño, uno que Lolita había aprendido a temer.

—¿Quieres que prepare algo especial? —preguntó ella, tratando de agradarlo.

—No será necesario —respondió él, esquivando su mirada mientras se dirigía a la habitación.

Lolita sintió un nudo en el estómago. Había algo en su actitud que la inquietaba. Se mantuvo ocupada en la cocina, tratando de ignorar la sensación de que algo iba mal.

Alrededor de las siete de la tarde, escuchó el timbre. Antes de que pudiera acercarse a la puerta, Eudald ya estaba allí. Abrió con una familiaridad que la desconcertó, y lo que vio la dejó sin aliento.

Era una mujer joven, alta, de cabello rubio brillante y vestida con un abrigo de piel caro que resaltaba su figura esbelta. Su perfume llenó el recibidor, un aroma fuerte y embriagador que parecía marcar territorio.

—Ella es Ingrid —dijo Eudald con una sonrisa—. Una colega del hospital.

Lolita trató de mantenerse estoica mientras la saludaba con un tímido «buenas noches». Ingrid la miró apenas un instante antes de dirigir toda su atención a Eudald, como si Lolita no estuviera allí.

—Sube tus cosas al despacho —le dijo Eudald a Ingrid, mientras sacaba del bolsillo la llave que Lolita había sufrido tantas veces antes.

En ese momento, todo se aclaró. Antes de que Lolita pudiera protestar o siquiera entender lo que ocurría, Eudald se giró hacia ella.

—Tú no necesitas estar aquí para esto. Ven conmigo.

La llevó al baño de la habitación. Lolita, confusa y asustada, intentó resistirse.

—¿Qué haces, Eudald? ¡No puedes dejarme aquí!

—Dolores, no hagas un drama. Esto es temporal. Además, te hace bien reflexionar un rato en silencio —respondió con un tono frío y calculador.

Cerró la puerta desde afuera, dejando a Lolita en la oscuridad. De nuevo encerrada en el baño con el pomo que no se podía abrir desde dentro. Solo Eudald, desde la habitación donde estaba el lujoso baño, podía abrir. Intentó girar el pomo, desesperada, como si no lo hubiese intentado ya mil veces con anterioridad, pero fue inútil. Golpeó la puerta con fuerza, llamándolo, pero no obtuvo respuesta.

Por un momento, pensó que estaba sola, que la habían dejado sola allí. Sin embargo, pronto escuchó las risas provenientes de la propia habitación. Luego, los murmullos se convirtieron en jadeos y sonidos que no podía ignorar. «En silencio» había dicho Eudald.

La puerta era más bien una puerta de exterior, como para salir a la calle. Era recia y tenía una mirilla. Pero, aún así, podía escuchar los gemidos de Ingrid y de Eudald. Cuando terminaron de gemir y chillar, Lolita decidió mirar por la mirilla. Podía ver el reflejo del escritorio. Allí, Ingrid estaba sentada, desnuda, riéndose mientras Eudald servía dos copas de vino. Lolita, a pesar del silencio del baño y de no poder escucharles más, aún sentía en su cabeza los chillidos de Ingrid y de Eudald. Éste jamás había gemido tanto con ella. Y no es que ella disfrutase de sus gemidos, pero esa situación parecía demostrarle que Eudald disfrutaba más con esa desconocida que en su propio matrimonio.

Sentada en el suelo frío del baño, sintió cómo su humillación se transformaba en una mezcla de rabia y desesperación.

«¿Cómo he llegado a esto?», pensó, abrazándose las rodillas.

Horas después, escuchó cómo se iban, riéndose. Al final de la noche, la puerta se abrió de nuevo y, desde la mirilla, vio cómo Eudald se acercaba, con el cabello algo despeinado y cierto aire de satisfacción.

—Puedes salir ya, Dolores. Ingrid se ha ido.

Lolita lo miró, con los ojos llenos de lágrimas.

—¿Por qué me haces esto? —preguntó con una voz rota.

Eudald se inclinó hacia ella y le tomó el mentón con fuerza.

—Porque puedo. Y porque tú no eres nadie para decirme cómo comportarme. Recuerda bien esto, Lolita: tú estás aquí para mí. No al revés.

La soltó con un empujón leve y salió de la habitación.

Lolita se quedó allí, de pie, con una sola idea rondándole la cabeza: no podía seguir viviendo así. Pero, ¿a quién podía acudir? ¿A su madre, que jamás la creería? ¿A Carmen, la mujer del parque, a quien apenas conocía? Sus opciones eran pocas, y su esperanza, casi inexistente.


Inimpugnable
Capítulo XV: La llave y la puerta cerrada

por Carmen Nikol


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