Inimpugnable – Capítulo XIII: Una velada incómoda

Era una tarde lluviosa y muy desapacible. Eudald estaba sentado en su nuevo sillón de cuero, mirando la televisión, mientras Lolita planchaba en la habitación contigua. Llevaban así un par de horas, cuando Eudald le pidió a Lolita un vaso de Brandy. Tenían más de diez botellas: Soberano, 103, Fundador, Terry, Carlos III, Lepanto, Torres, Carlos I, Duque de Alba… Le preguntó cuál quería y respondió que el que estuviese más lleno. Al servírselo, le anunció la llegada de invitados a la casa.

—Mañana por la noche vendrán a cenar dos colegas míos, de la facultad —le informó a Lolita mientras hojeaba un informe médico—. Joan y Esther. Son médicos brillantes y con ideas interesantes. Espero que estés a la altura, Dolores.

El uso de su nombre de bautizo le hizo temblar ligeramente. Siempre lo hacía cuando Eudald deseaba recalcar su autoridad o su descontento. Lolita asintió, sabiendo que no podía permitirse cometer errores.

La joven esposa pasó el día siguiente entre el mercado y la cocina, esforzándose por preparar una cena digna de las expectativas de su exigente marido. Aunque a menudo la menospreciaba, exigía que su casa proyectara una imagen impecable para sus conocidos y muchas veces quedaba satisfecho. Pero, no siempre, claro…

Cuando llegó la noche, Vicenteta se presentó con la excusa de ayudar, pero más que asistir a su hija, se encargó de criticar cada detalle.

—Ese mantel está arrugado —comentó mientras lo alisaba innecesariamente—. Y no pongas esos vasos; usa los de cristal tallado.

A pesar de todo, Lolita consiguió tener la mesa lista justo a tiempo para la llegada de los invitados.

Joan y Esther llegaron puntuales, irradiando una energía fresca y segura. Joan era alto y extrovertido, con una barba cuidada que le daba un aire intelectual. Esther, por su parte, era elegante y sonriente, con una melena castaña y un porte que denotaba confianza. Desde el momento en que cruzaron la puerta, ambos llenaron la casa de risas y conversación.

—¡Eudald, cuánto tiempo! —exclamó Joan al estrecharle la mano—. Y tú debes ser Lolita, ¿verdad? —añadió con una sonrisa amable pero fugaz antes de volver su atención a su anfitrión.

—Encantada —respondió ella en voz baja, sintiendo que apenas era notada.

Estuvieron, primeramente, en la cocina, donde ellos se tomaron una cerveza y ellas un refresco. En la mesa, Joan y Esther hablaban con entusiasmo de sus últimos proyectos médicos. Conversaban sobre avances en medicina, ideas innovadoras para mejorar los hospitales y anécdotas de su vida profesional. Eudald, fascinado, participaba activamente en cada tema, compartiendo sus propias experiencias y puntos de vista.

Lolita intentó intervenir en un par de ocasiones.

—Yo creo que la medicina… —empezó a decir en un momento, pero su voz se perdió entre el murmullo de la conversación.

Más tarde, se atrevió a comentar:

—¡Qué interesante lo que decís sobre los partos! Yo tuve que acompañar a mi madre cuando nació la hija de una amiga…

Esther le dirigió una mirada amable, pero Joan simplemente continuó su discurso como si ella no hubiera hablado. Lolita bajó la cabeza, sintiéndose insignificante.

Después de cenar, mientras los hombres seguían conversando animadamente en el salón con unas copas de licor, Esther se levantó y fue a buscar su bolso. Lo había dejado en el vestíbulo. Lolita, aprovechando la oportunidad, la siguió.

—Gracias por venir. Eudald estaba muy emocionado por esta cena —dijo Lolita con una tímida sonrisa.

—Gracias a ti, Lolita. Todo estuvo delicioso. —Esther la miró fijamente por un instante, como si analizara algo que no podía decir en voz alta—. Sabes, eres más fuerte de lo que piensas.

Antes de que Lolita pudiera responder, Esther sacó una pequeña tarjeta de su bolso y se la ofreció con discreción.

—Si alguna vez necesitas algo, lo que sea, no dudes en llamarme.

Lolita tomó la tarjeta con manos temblorosas.

—Gracias —susurró.

Cuando regresaron al salón, los hombres apenas notaron su ausencia.

Joan y Esther se despidieron cerca de la medianoche, agradeciendo la hospitalidad y prometiendo repetir la visita. Eudald los acompañó a la puerta, mostrando su lado más encantador.

Lolita guardó la tarjeta de Esther en un cajón del tocador, debajo de toda su preciosaropa interior. Como un secreto que no podía compartir con nadie. Por primera vez en mucho tiempo, sintió que alguien había visto su verdadera situación, aunque solo fuera por un instante.

Esa noche, mientras se acostaba junto a Eudald, acarició la idea de que quizá, algún día, podría pedir ayuda.


Inimpugnable
Capítulo XIII: Una velada incómoda

por Carmen Nikol


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