Se adentraba el verano y parecía que Eudald no iba a tener vacaciones. Pero, en un inesperado gesto de aparente generosidad, Eudald decidió organizar un viaje para Lolita y su madre, Vicenteta.
—Nos vendrá bien un cambio de aires —anunció durante la cena, mirando a Vicenteta con una amabilidad que parecía genuina—. Además, Lolita lleva tiempo encerrada en casa. Un viaje nos hará bien a todos.
Vicenteta, encantada, aceptó al instante. La idea de un paseo por las playas y los pueblecitos costeros le parecía un sueño, y el hecho de que Eudald la tratara con tanta atención alimentaba su ya consolidada admiración por él.
Lolita, claro está, no compartía el entusiasmo. Le pareció otro punto de crueldad que usase la realidad como una expresión casual porque, efectivamente, llevaba demasiado tiempo encerrada en casa. Y conocía demasiado bien las estrategias de su marido: los gestos grandiosos eran siempre una fachada que ocultaba un propósito más oscuro.
Era el verano de 1982. Propuso visitar la Costa Brava: Calella de Palafrugell, Tossa de Mar, Pals, Begur, Cadaqués, Roses, Empuriabrava… El viaje iba a ser muy largo, pero no resultaría especialmente cansino, ni siquiera para Vicenteta. Parecían estar en otro mundo, todo era bonito y moderno. Lo que más les gustó fue conocer el teatro-museo Dalí. ¡Era tan diferente a todo! ¡Tan extravagante!
Los primeros días del viaje transcurrieron sin incidentes. Eudald se mostró amable. En público, incluso cariñoso con Lolita. La llevaba a pasear por las calas, compraba helados para los tres y se aseguraba de que Vicenteta tuviera siempre un asiento cómodo a la sombra.
—Eres un hombre excepcional. ¡Te lo agradezco tanto! —comentó Vicenteta una tarde mientras se acomodaban en una terraza frente al mar—. Lolita tiene suerte de tenerte.
Ella bajó la mirada, sin atreverse a contradecir a su madre. Sabía que cualquier intento de exponer la verdad sería inútil. Vicenteta estaba completamente encantada con Eudald, y él no perdía oportunidad de reforzar esa imagen, haciendo pequeños gestos de caballerosidad que resaltaban su supuesta perfección como esposo.
En uno de esos paseos, Eudald se quedó a solas con Vicenteta mientras Lolita compraba agua en una tienda.
—A veces creo que Lolita no valora todo lo que hago por ella —confesó con tono pesaroso, sin dejar de mirar a su mujer—. Intento ser el mejor esposo posible, pero siempre parece insatisfecha.
Vicenteta, indignada, apoyó su mano sobre la de él.
—Es joven todavía, Eudald. No sabe apreciar lo que tiene. Pero con el tiempo aprenderá. Tú eres lo mejor que le ha pasado.
Al regresar del viaje, Vicenteta no dejó de alabar a Eudald. Luego, cada vez que visitaba su casa, insistía en cómo debía Lolita esforzarse más para cuidar de su marido.
—No seas desagradecida, hija. No todos los hombres son así de buenos.
Lolita, aislada de la falta de conocimiento de su progenitora, sentía que el apoyo de su madre ya no existía. Dejó de ser un apoyo amoroso tras faltar su padre pero, incluso entonces, era su refugio. Ahora, en cambio, parecía una aliada de su carcelero. Pero no podía decírselo y, por ello, Lolita misma era responsable de esa complicidad suegra-yerno.
Finalizó el verano, los paseos por Barcelona junto a Vicenteta, el respiro de no estar encerrada constantemente en el baño,… Y llegó el otoño y el frío. Su madre ya no quería salir, prefería que la visitasen.
Se acercaba la fecha de su aniversario. Ese año, Lolita temía la amabilidad de Eudald. Como había demostrado, no solía disfrutar de su aniversario de bodas ni del Fin de Año. No con ella, solo con sus amistades. Era la fecha en la que Lolita añoraba más a su padre. ¿Qué pensaría de su estado? ¿Qué pensaría de que no se revelase contra Eudald? Sin embargo, ese año, por fin, iban a celebrar el Fin de Año y su aniversario de boda a solas. Al menos, pensó Lolita, no me sentiré humillada frente a otras personas. No tendré que mentir ni aparentar ni creo que me encierre. Ni siquiera estaría Vicenteta, quien dijo que se acostaría prontito. Pero, esa velada, después de una cena silenciosa en casa, preparada por él mismo, Eudald condujo a Lolita al dormitorio con una mirada que helaba la sangre.
—Hoy será especial —le dijo mientras cerraba la puerta tras ellos.
Lolita sabía lo que eso significaba. En la cama, su esposo no tenía límites. Esa noche, bajo el pretexto de que ella debía ser una mejor esposa, la sometió a humillaciones que la dejaron físicamente devastada. Eudald tenía una capacidad sexual insoportable. Si no bebía, conseguía aguantar tanto que las actividades que debía soportar Lolita parecían no tener nunca fin.
La había observado mientras se maquillaba. Ella pensó que la observaba porque disfrutaría de ver cómo se le corría la máscara de pestañas mientras se ahogaba con su enorme miembro, esa máquina de destrozos y desgarros sin piedad. Eudald usaba su pulgar para expandir su Rímel por su cara. Eso siempre lo hacía. Pero nunca lo había tenido detrás mientras se maquillaba. Incluso en ese momento tan humillante, Lolita prefería evitar llorar a toda costa (tanto como pudiera). Humillación tras humillación, Lolita se endurecía. Sí, él estaba ahí, observándola; y ella, sí, estaba ahí, maquillándose y sonriendo, a pesar de todo lo que ya sabía que iba a pasar. Pero era mejor tener un sexo atroz, no placentero, que soportar una paliza por no sonreír, o por llorar, o por quejarse… Al fin y al cabo, Lolita aún no había disfrutado de otro sexo a parte del que Eudald le regalaba. No había sido precoz en su propia intimidad y, por tanto, no entendía aún que el sexo debía ser placentero y un parte importante de su felicidad.
Al finalizar la noche, a altas horas de la madrugada, cuando terminó de fustigarla y se corrió sobre su precioso pelo, Eudald se acostó a su lado, cogiéndola por detrás, acurrucadito en posición fetal. Como si fuese un niño, pero apretándola contra su pecho. Quería que ella se quedara quieta, sin poderse asear ni quitarse ese insoportable olor que desprendía su cabello. Y no era solo por cancelarla otra ocasión más. Para él se trataba de disfrutar de su propio olor sobre su propia mujer. La posesión, el poder sobre Lolita, debía calmar la frustración que sentía en el trabajo. En el hospital, muchas eran las mujeres que le deseaban y muchas las que él deseaba poseer, pero siempre había tenido presente que su futura mujer debía de ser joven, ajena a todo su sector y ser la única. Al menos, durante varios años, actuó así porque creía que esa actitud le ayudaría a ir mejorando su posición social y laboral dentro de la Maternidad de Barcelona. Creyó siempre que por ser así llegó a ser un directivo.
Él merecía una mujer sumisa, bella, joven e inexperta que pudiese permitirle desarrollar todo lo que, desde su perversión, fuese desarrollando. Porque ya la había vivido, la conocía desde muy jovencito. Se reconocía perverso por los cómics que compraba, por cómo observaba a su madre bañándose o a su tía lavándose en el bidé; porque se masturbaba muy a menudo y porque había estado con algún compañero al que también había sometido. Además, llevaba muchos años soltero, sin compromiso, esperando encontrar a la adecuada; dejándose querer por enfermeras y doctoras, sin darles nada más que miradas y roces sin futuro.
Esa noche, como todas las noches y todos los días, sentía que Lolita debía recibir su ración de entrega y, por supuesto, por ser una joven inútil, debía hacerlo entendiendo que ése era su sino, aceptarlo y acatarlo hasta comprender que Don Eudald Ferré se entregaba a ella y eso era suficiente para su existencia. No necesitaba asearse por recibir su mejor parte.
—Deberías darme las gracias —murmuró antes de quedarse dormido.
Lolita, en silencio, apretó los puños bajo las sábanas. Aquella noche, en la oscuridad de su habitación, sintió que algo dentro de ella empezaba a romperse de forma irreparable. Y cuando, por fin, Eudald se quedó dormido, se levantó para asearse y, al regresar hacia la cama, se sentó en el sillón para observarle y pensar…
Inimpugnable
Capítulo XII: Un respiro envenenado
por Carmen Nikol
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