Inimpugnable – Capítulo XI: El reflejo de la humillación

El cambio llegó sin previo aviso. Eudald había estado perfeccionando su control sobre Lolita, buscando formas cada vez más ingeniosas para subyugarla. Ahora, su crueldad adoptó una nueva rutina: el encierro en el baño. Lo había estado pensando con tiempo y disfrutaba la idea de llevarlo a cabo, si bien, en su interior, realmente pensaba que este tipo de encierro ayudaría a Lolita a entender que su mirada altiva debía cambiar. Una mirada que, en realidad, era solamente una mirada juvenil que aún no expresaba un miedo atroz o una entrega absoluta.

El baño de la casa tenía algo peculiar: la cerradura estaba diseñada para bloquearse desde fuera, desde la habitación contigua; y no desde dentro, como comenzaba a ser habitual en los cuartos de baño con cerradura (los que ya no usaban pestillo). Eudald lo había elegido deliberadamente, justificándolo con argumentos como «es más seguro» o «así no te puedes quedar encerrada». Sin embargo, Lolita pronto entendió que no era casualidad, que justamente buscaba todo lo contrario: dejarla encerrada en una habitación aún más pequeña.

La primera vez que Eudald la encerró en el baño, fue tras una discusión insignificante sobre la organización de su ropa en el armario. Cuando ella intentó defenderse, él la interrumpió con una sonrisa sarcástica y le dijo:

—Creo que necesitas un tiempo para reflexionar sobre cómo hablarme.

Antes de que pudiera responder, la llevó al baño, la empujó suavemente pero con firmeza, y cerró la puerta tras de sí. Lolita escuchó el sonido metálico de la llave girando, dejándola completamente aislada, pero decidió no chillar ni pedir que la sacase de allí. Era lo que necesitaba hacer, gritar, pero no quería que él la percibiese desesperada. No sabía si, en realidad, era una provocación para golpearla como reacción a sus gritos.

El baño era pequeño, frío y aséptico. Lujoso, también, aunque sin tan siquiera una ventana, solo un respiradero y un espejo que reflejaba la figura de Lolita con su rostro pálido y sus ojos llenos de lágrimas contenidas.

Pasaron horas antes de que Eudald regresara, como si fuera un maestro evaluando a una alumna desobediente.

—¿Lo has pensado mejor? —preguntó al abrir la puerta, como si fuera un juego.

Lolita no respondió. Aprendió pronto que las respuestas no le servían de nada.

Semanas después, se acercaba de nuevo el 31 de diciembre, el aniversario de boda y el Fin de Año, los cuales llegaron faltos de celebración. El encierro en el baño se había vuelto un recurso habitual para Eudald pero, en esta ocasión, lo convirtió en un espectáculo de humillación. Había organizado otra celebración de fin de año en casa, con sus compañeros médicos y sus esposas. Lolita había preparado todo con esmero, tratando de evitar su enojo, pero un comentario inocente sobre la decoración bastó para encender la ira de Eudald.

—¿Es que no puedes ni colgar un cuadro derecho? —le recriminó, con una dureza que hizo que los pocos invitados cercanos a la escena desviaran la mirada.

Eudald, con una falsa sonrisa, les pidió disculpas:

—Lolita necesita un momento para despejarse.

Antes de que alguien pudiera preguntar sobre lo absurdo y cruel que fue su comentario, se la llevó a la habitación y la metió en el baño; la encerró con llave y volvió a la fiesta como si nada hubiera ocurrido.

Lolita permaneció allí durante toda la noche. Escuchaba las risas, las copas tintineando y la música de fondo mientras se sentaba en el suelo frío, abrazando sus rodillas. Cada tanto, miraba su reflejo en el espejo, pero era incapaz de reconocer a la mujer que veía.

No fue hasta después de las tres de la madrugada, cuando los invitados se marcharon, que Eudald la liberó. Estaba ebrio, y su mirada fría era aún más aterradora que sus palabras.

—Ya puedes salir. Quédate callada y limpia el desastre que hemos dejado.

Lolita asintió en silencio, como había aprendido que debía hacer. Esa noche, mientras fregaba las manchas de vino y recogía las sobras de comida, se prometió a sí misma que encontraría una forma de escapar. Y, aunque todavía no sabía cómo, una chispa de resistencia empezó a encenderse en su interior.



Inimpugnable
Capítulo XI: El reflejo de la humillación

por Carmen Nikol


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