A medida que el matrimonio avanzaba, las restricciones impuestas por Eudald sobre Lolita se volvían más asfixiantes. La primera vez que la encerró en casa ocurrió de una manera, aparentemente, protectora. Una mañana, mientras se preparaba para salir a su consulta, le dio un beso frío en la frente y le dijo con voz seca:
—No salgas. Este barrio no es seguro para una mujer sola.
Lolita no replicó, pero cuando escuchó el chasquido de la cerradura al girar desde fuera, algo se rompió dentro de ella. Corrió a la puerta y, al intentar abrirla, confirmó lo que temía: estaba encerrada. Su hogar era acogedor porque Eudald se preocupó de comprar los mejores muebles, las mejores cortinas, los mejores electrodomésticos, luces… Pero, en ese momento, como en tantos otros igualmente agónicos, Lolita no pudo más que sentir que la casa se le caía encima. Ella no solía salir sola, no entendía por qué Eudald la había encerrado con esa excusa. Solo le dejaba claro que no confiaba en ella. Por si de pronto se animaba a salir sin él…
Intentó pensar que era una medida temporal, una exageración del carácter sobreprotector y desconfiado de su esposo. Sin embargo, el hábito se volvió rutina. Cada vez que Eudald salía, se aseguraba de dejarla encerrada en casa, con las ventanas cerradas y las llaves fuera de su alcance.
Lolita pasó esos primeros días de confinamiento en un silencio abrumador, caminando de un lado a otro, mirando por las ventanas y observando cómo la vida seguía sin ella. A menudo veía al vecino despedirse de su mujer en el umbral, acompañado por sus hijas y el perro, y no podía evitar imaginar cómo sería vivir una vida normal, una vida en la que no tuviera que temer al hombre con el que compartía su hogar.
El 31 de diciembre de 1979 se cumplía el segundo fin de año de casados y llegó con una atmósfera tensa. Eudald había pasado toda la semana hablando de la cena que organizarían en casa, pero Lolita apenas había tenido tiempo para prepararla. Estaba agotada por las noches de insomnio y los constantes dolores de cabeza que se habían vuelto habituales desde el inicio de los maltratos ofrecidos por su marido.
Eudald llegó temprano esa noche, cargando con varias botellas de cava y un gesto de impaciencia. Al entrar, revisó la mesa con ojos críticos y se volvió hacia Lolita con un destello de irritación.
—¿Es que no puedes hacer nada bien? —le espetó, señalando un pequeño desorden en la cocina.
Lolita trató de excusarse, pero él no la dejó terminar. La agarró del brazo con fuerza y la empujó hacia una de las habitaciones del fondo.
—No quiero verte hasta que lleguen los invitados. Quédate aquí y no salgas.
El encierro en la habitación fue peor que cualquier castigo físico, mucho peor que los anteriores encierros en casa. Lolita podía escuchar los ruidos de la casa mientras Eudald terminaba de arreglarlo todo. Los golpes de los cubiertos, el sonido de las copas colocándose en la mesa, y, finalmente, las voces de los invitados que llegaban, ajenos al drama que se escondía tras una puerta cerrada con llave.
Horas después, cuando la fiesta se acercaba a su fin, Eudald abrió la puerta.
—Ven a despedir a los invitados. Hazlo con una sonrisa, no quiero que parezcas una desgraciada. Tan solo di que no te encontrabas bien y que he tenido la bondad de dejarte dormir, a pesar de la fecha que celebrábamos.
Lolita obedeció, y nadie notó que, bajo su cara de dormida, había lágrimas secas y un corazón roto. ¡Quería pedirles ayuda! ¡Decirles que Eudald no era lo que parecía! Pero, ¿quién la iba a creer? Su madre sí estaba enferma y no había venido a cenar; y los invitados eran compañeros y trabajadores de la Maternidad, los más allegados a Eudald.
Al despedir a la última pareja, Eudald cerró la puerta y la miró con frialdad.
—Espero que para el próximo año lo hagas mejor.
Aquella noche, mientras el reloj marcaba la llegada de un nuevo año, había estado pensando en que, al final, se sentía mejor en la habitación, encerrada, que aparentando felicidad junto a Eudald. Luego, el resto de la noche, Lolita se quedó sentada en la penumbra, sintiéndose más prisionera que nunca, hasta que consiguió dormirse. Cuando la despertó Eudald, regresó a la realidad y supo cómo mentir a los invitados porque ya tenía práctica con su madre. Pero, debía buscar la manera de sobrevivir a su cruel marido. No era una buena época para divorciarse, sobre todo en España. Así que lo mejor, hasta ahora, había sido soportar los golpes y los insultos. Pero ya eran muchas las veces que pensaba ¿hasta cuándo? Si al menos pudiese tener un bebé…
Todos estos pensamientos confluían dentro de la oscuridad de la bella Lolita. Afuera, los fuegos artificiales iluminaban el cielo de Barcelona sin conseguir aportarle la suficiente luz como para disipar las sombras de su tristeza.
Inimpugnable
Capítulo X: Las llaves de la libertad
por Carmen Nikol
Anterior capítulo: El silencio de Lolita
Posterior capítulo: El reflejo de la humillación
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