Inimpugnable – Capítulo IX: El silencio de Lolita

Después de la boda, Lolita asumió su nueva vida al lado de Eudald con una mezcla de resignación, ganas de crecer y esperanza. Sabía que debía adaptarse y ser la esposa que él (y su madre) esperaban que fuera. Se lo habían inculcado tanto que no le quedaba otra que entender que su niñez se había acabado. Quería, incluso, quitar todos los peluches que tenía en su habitación, en Ca Vicenteta, para no verlos cuando fuesen a visitar a su madre. Pero, de hecho, no hizo falta. El primer día que se presentaron allí, con un pequeño detalle para Senteta, ella ya los había quitado todos, sin pedirle permiso ni hacerle mención a Lolita. Había adaptado la habitación por completo: ahora era una salita donde también planchaba. Es decir: había quitado todo, no solo los peluches; también la cama, el armario, la ropa que allí le quedaba… Todo. Como si Lolita jamás hubiera vivido allí.

Al llegar, Lolita, estuvo a punto de explotar. ¡Eso era el colmo! Tenía demasiada frustración acumulada. Pero, en cuanto fue a saltar, Eudald la frenó con un pellizco en el brazo tan fuerte que le duró la marca tres semanas. Reaccionó a él en silencio. Eudald la besó a la vez que lo hacía y a Vicenteta le pareció de lo más romántico…

Cuando ya se iban, Eudald las abrazó a la vez y les prometió que saldrían a comer al día siguiente. Quería una cena romántica con su mujer, ya que estaban de visita en Valencia y se iban a instalar en uno de los mejores hoteles de la ciudad: el Hotel Astoria.

Lo cierto es que bajaban muy a menudo desde Barcelona. El cargo de Eudald se lo permitía. Además, querían que Vicenteta estuviese muy presente en la vida de la pareja, sobre todo lo deseaba Eudald. Sin embargo, siempre se instalaban en hoteles. Eudald deseaba intimidad. Esa intimidad que se revelaba algo cruel y despiadada para Lolita desde aquella misma noche del 31 de diciembre, la primera de casados, cuando Eudald había dejado claro que no toleraría ni el más leve desvío de lo que consideraba «su lugar».

Aquella noche, afortunadamente para la joven, Eudald había bebido demasiado y se durmió rápidamente. Ni si quiera la acarició, ni un besó de buenas noches aceptó.

Todos los días que podía, Eudald se escapaba del trabajo para disfrutar de su mujer. Le hacía visitas inesperadas, pero éstas no tenían nada que ver con las que le hacía en su antiguo hogar, donde la adulaba y le hacía promesas de un futuro idílico junto a él. Luego, cuando regresaba de noche, repetía su entrega.

Eudald comía fuera de casa todos los días y llegaba justo para la hora de cenar. Lolita, así, conseguía disfrutar un poco de su vida porque su marido, en general, no estaba muy presente. Pero siempre, siempre, sufría en las cenas. En ellas, nunca faltaba algún comentario sobre que aún le faltaba bastante para aprender a cocinar. En cuanto al sexo, se limitaba a entregarse tanto como Eudald se lo requiriese, pero notaba que él no estaba satisfecho con su forma de hacer… cuando le pedía algo especial. Solía ser un par de veces por semana, si no venía muy cansado, que Eudald deseaba sus especialidades: quería que Lolita aprendiese a hacerlas bien y, además de forzarla para ello, le llegó a comprar un par de libros en los que se explicaba cómo debía ser una mujer en el hogar. Ninguno era el de Carmen de Burgos, pero no habían evolucionado mucho tampoco. En uno de ellos, se incluía cómo realizar algunas prácticas íntimas. Eudald quería darle cierto empaque a su forma de ser en la cama: quería que Lolita entendiese que, si él la forzaba, era porque así lo desearía cualquier hombre.

Una noche, tras la cena, estaba tan enfadado por el plato de cocido que Lolita le había servido que le rasgó brutalmente el vestido y comenzó a morderle la espalda. El chillido de la joven fue silenciado de inmediato: le tapó la boca con la mano y la penetró con tanta fuerza que la dejó con dolores durante una semana, cada vez que iba a defecar.

Esa misma noche, Eudald decidió que Vicenteta se vendría a vivir a Barcelona. Al menos así comería bien. Le compró un piso y vendió el que la señora tenía en Valencia. La convenció fácilmente, a pesar de las reformas que Vicenteta había hecho recientemente en su hogar.

Comenzaron a visitarla más a menudo, por supuesto, pero Lolita guardaba sus secretos. A Vicenteta jamás le contaba lo que realmente pasaba en su matrimonio. Cuando su madre la miraba, a veces con ternura y orgullo, convencida de que había logrado un buen matrimonio para su hija, Lolita apenas podía esbozar una sonrisa. Sabía que su madre jamás entendería su sufrimiento. Para ella, Eudald era el «hombre ideal» de la época, un hombre que encarnaba los valores del régimen y sabía lo que «debía» ser un buen esposo(a pesar de que estaban justo tras la Transición).

Una tarde, mientras visitaba a su madre, Vicenteta comentó con entusiasmo:

—Eudald es un hombre de principios, hija. Es fuerte, como los hombres de antes, los que saben cómo manejar a una familia. Qué suerte tienes de tener a un hombre como él.

Lolita bajó la mirada, sintiendo un nudo en la garganta. La admiración de Vicenteta hacia su yerno la ahogaba, impidiéndole siquiera insinuar el dolor que llevaba dentro. ¿Cómo explicarle que, detrás de esa fachada de «hombre de principios», se escondía alguien que la sometía y le imponía su voluntad con violencia?

Los maltratos continuaron en silencio, siempre ocultos detrás de las paredes de su hogar. Eudald no dejaba marcas visibles. Pero, si alguna vez se le iba la mano, siempre eran golpes o mordiscos en lugares estratégicos, asegurándose de que nadie sospechara. Cada golpe venía acompañado de palabras que buscaban aplastar cualquier rastro de resistencia en ella, recordándole que debía ser sumisa, que su vida ya no le pertenecía.

Con el tiempo, Lolita comenzó a moverse con cautela, cuidando cada palabra y cada gesto, intentando evitar cualquier situación que pudiera enfurecer a su esposo. Aprendió a vivir con el miedo, a callar y a soportar, sabiendo que no encontraría comprensión en su madre, que solo veía en Eudald la firmeza de un hombre «a la antigua».

Lolita se fue apagando lentamente, atrapada entre las expectativas de su madre y el control de un hombre que no conocía la piedad.


Inimpugnable
Capítulo IX: El silencio de Lolita
por Carmen Nikol


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