Inimpugnable – Capítulo VIII: Un nuevo comienzo

El 31 de diciembre llegó con una calma inusual en el hogar de Lolita. El aire parecía denso, cargado de expectativas, y cada rincón de la casa había sido transformado en un reflejo de los preparativos finales. Era el día de la boda, un día que Lolita había esperado con una mezcla de alegre nerviosismo y resignación. Deseaba irse de su casa, pero no tenía claro cómo iba a conducir su propio hogar. Tampoco si sería buena esposa para Eudald. Sentía que no estaba preparada y temía la reacción de ese hombre que había invadido sus días, había llenado su pequeña habitación infantil de regalos y le había prometido un futuro feliz a su lado.

Apenas había amanecido cuando Eudald llegó a recoger a Lolita. Vicenteta, vestida con el precioso traje que le había regalado el propio Eudald, le dio la bienvenida con una sonrisa orgullosa y con palabras de gratitud. Ella no podía estar más feliz; estaba segura de que, con Eudald, Lolita tendría la vida que ella misma nunca pudo disfrutar. En los últimos días, había incluso bromeado con Eudald sobre cómo Lolita debería aprender a ser una buena esposa, sobre todo junto a un marido con tanta reputación, junto al excelentísimo Dr. Ferré.

Eudald escuchaba a Vicenteta con una media sonrisa, mientras lanzaba una mirada larga y fija a Lolita. Ella bajaba la vista de vez en cuando, nerviosa ante la intensidad de sus ojos. Cuando él se acercó hacia ella para guiarla hacia el coche, la tomó del brazo con firmeza, apretando un poco más de lo necesario. Ella sintió una presión en el brazo, y aunque le dolió un poco, no dijo nada. Solo acertó a sonreír a su emocionada madre.

La ceremonia se celebró en una pequeña capilla, decorada con flores blancas y velas que proyectaban sombras en los muros antiguos. Los invitados susurraban entre ellos, admirando la belleza de la novia y el porte de Eudald, quien caminaba con una prestancia casi intimidante. Durante el intercambio de votos, Eudald tomó la mano de Lolita y la miró con intensidad, pronunciando cada palabra con una dicción perfecta, pausada. Parecía sellar su compromiso de una manera inquebrantable. Lolita, en cambio, murmuró sus votos con una voz apenas audible, sintiéndose pequeña y temblorosa a su lado.

Al caer la tarde, Eudald organizó una cena privada en el mejor restaurante de Barcelona. Vicenteta había insistido en acompañarlos, pero Eudald se negó; con cortesía, pero con firmeza, asegurando que quería una noche de intimidad con su nueva esposa. Lolita sintió una mezcla de alivio y ansiedad. La idea de estar a solas con él la inquietaba, pero se dijo a sí misma que debía comportarse como la esposa que todos esperaban que fuera.

Durante la cena, Eudald mantuvo una conversación tranquila. Sin embargo, el tono de sus palabras se tornaba más directo, incluso áspero en algunos momentos. Le hablaba de su papel como esposa, de lo que esperaba de ella y de cómo debía comportarse. Al notar el nerviosismo de Lolita, se inclinó sobre la mesa y le dijo en voz baja:

—Espero que te des cuenta de que ahora eres mía, Lolita. Tienes una responsabilidad conmigo. Ya no eres una niña, así que quiero que entiendas bien qué significa eso.

Lolita asintió, tragando saliva mientras sentía el peso de sus palabras. Se había imaginado que el matrimonio traería consigo nuevas reglas, pero algo en la frialdad de su tono y en el brillo de sus ojos provocó en ella cierto estremecimiento. Eudald lo notó y la abrazó con cariño. Se levantaron y Eudald solicitó entre los presentes un brindis por la novia.

Al llegar a casa, Eudald la introdujo como era costumbre, cogiéndola en brazos para pasar el quicio de la puerta. Luego la cerró con un ruido seco que resonó en la quietud de la noche. A solas, él se acercó a ella con una lentitud deliberada, y ella sintió cómo la respiración se le aceleraba. Cuando alzó la mano para tocarle el rostro, lo hizo con una firmeza inesperada, sujetándola por la barbilla. Le dio un beso lento, mojado, exagerado para la joven e inexperta Lolita. Eudald sonreía, como si estuviese disfrutando desde ese mismo momento de sobrepasar los límites de Lolita. Siguió besándola al lado de la puerta, contra la pared, y comenzó a tocar sus tersos pechos por fuera del vestido. Lolita hizo un amago de moverse, no entendía por qué iban tan rápido. Su madre solo le había dicho que, en la noche de bodas, Eudald la conduciría con suavidad (así lo veía ella). Pero le dijo que lo haría en la cama, que allí comenzaría a tocarla para iniciar la intimidad entre marido y esposa. En todo caso, no le dijo nada más y Lolita estaba completamente asustada con esa situación.

Eudald, tras haber magreado a Lolita un poco, entre esos primeros besos en su nuevo hogar, decidió cogerla de la cintura y conducirla así hasta la habitación. Allí, le dijo que entrara en el baño, en su nuevo y precioso baño, y que se quitase la ropa y se desnudase. Quería que se bañara. Había mandado preparar el baño para que estuviera caliente y ambientado con velas. Quería que, al llegar, todo fuese lo suficientemente confortable para Lolita para que iniciase la noche de bodas con calidez, lo más confiada y cómoda posible. Le indicó que, tras bañarse saliera con el camisón que estaba colgado detrás de la puerta del baño.

Lolita, con temor de que entrara mientras se bañaba, se tumbó en la bañera y se lavó mirando hacia la puerta. El camisón era casi transparente, hecho con chiffon y una gasa muy fina y con ribetes de encaje. La forma de los pechos tenía una apertura en el entro que iba desde el ribete superior hasta la base misma de cada pecho, algo que no entendía Lolita. Pero no tardó en descubrir por qué Eudald lo había ordenado así…

Eudald, al cabo de diez minutos llamó a Lolita. Quería que saliese del baño cuanto antes. Había estado esperando ese momento desde hacía mucho. Lolita no tardó en salir ataviada con el camisón, el pelo mojado y la cara limpia. Eudald la contempló por un minuto, pero a Lolita le pareció un siglo. Se acercó a ella y, cogiéndola por la nuca, le estiró la cabeza para atrás, acerando sus labios al pezón derecho de la joven. Lo hizo suavemente, pero no dejaba de resultar un gesto algo brusco e incomprensible para una niña inexperta en lo referente al sexo o al erotismo. El simple hecho de no poderle ver la cara a su esposo, ese hombre que había basado su acercamiento a Lolita a través de la mirada y las palabras, hacía que sintiese que estaba con un desconocido en una situación totalmente nueva a incómoda para Lolita. ¿Por qué hacía eso? ¿No iba a ser suave con ella? Eudald comenzó a apretar con sus labios los pezones de Lolita hasta que paró para mirarla y decirle que se tumbase en la cama. Y ella lo hizo, no sin antes corresponderle con la mirada, con cara de temor.

Cuando Lolita yacía tumbada en la cama, Eudald se sentó en el sofá que había dispuesto junto al baño, algo distante de Lolita. La observó un rato y, con una voz tenue, le indicó que se subiese el camisón hasta su vientre. Acto seguido le dijo:

—A partir de hoy, espero que sepas cuál es tu lugar. Y también que entiendas que mi vida, mis deseos, son ahora los tuyos. Quítate el camisón y túmbate de espaldas. Pero, antes, quiero que me mires y asientas si me has entendido.

Lolita intentó apartar la vista, incómoda con la intensidad de su mirada, pero él la obligó a mantenerla. Se acercó a ella y esperó un instante hasta que ella asintió con un leve gesto. En ese momento, su tono y su expresión mostraron una dureza que Lolita no había visto antes, una sombra que la hizo sentirse pequeña e indefensa. El sueño de una boda de cuento se desvanecía, dejando en su lugar una realidad cruda y opresiva. Ella deseaba decir algo, pero la garganta se le cerraba.

Eudald la ayudó a ponerse de espaldas y se posó encima de ella, con su miembro completamente duro. Lo posó sobre la fina carne de Lolita para comprender si su madre la había advertido de cómo se sentía, de qué era lo tenían los hombres, de cómo iban a disfrutar de la noche de bodas. Pero Lolita se asustó al notarlo, lo cual dejó muy claro que nada había entendido o que Vicenteta no había hecho bien su trabajo para prepararla. Eudald giró la cara de Lolita contra la almohada, sin mucha presión, y comenzó a penetrarla. La desvirgó así, sin más decoro ni delicadeza y Lolita comenzó a llorar. Pero Eudald no tenía ninguna intención de parar. Lolita siguió llorando durante todo el coito. Estuvo un cuarto de hora llorando hasta que Eudald derramó toda su virilidad encima de su espalda. Luego, La giró y le dijo que esto era normal, que la primera vez que un matrimonio entra en el amor conyugal es difícil. Que descansara. Se giró y se durmió.

Lolita estupefacta, no pudo dormir en toda la noche. Se fue al baño para bañarse de nuevo con el agua que había quedado aún en la bañera. La luz de las velas seguí iluminando el baño pero… ya no era el mismo baño. Deseaba regresar a su habitación, pero sabía que ya nada sería igual; nada sería, nunca más, lo que ella deseara. Sabía que, a partir de ahora, todo sería lo que Eudald deseara. Nada más. Miró el anillo en su mano y decidió ser fuerte. Para entender la felicidad conyugal, debía comprender los deseos de su marido. Salió de la bañera ensangrentada, se secó y se miró en el espejo con complicidad y condescendencia. Regresó a la cama y consiguió dormir toda esa noche.


Inimpugnable
Capítulo VIII: Un nuevo comienzo
por Carmen Nikol


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