En las semanas posteriores a aquella primera visita, Eudald comenzó a frecuentar la casa de Lolita con regularidad, en momentos inesperados. Caballeroso, como siempre, cada vez que iba, llevaba algún pequeño obsequio: una caja de bombones, un ramo de flores frescas o alguna delicadeza que alegraba el día de madre e hija. Tan educado y tan atento que parecía haber aparecido en sus vidas como un salvador. Era como si una providencia les hubiese enviado a alguien que llenara el vacío de su hogar y, sin darse cuenta, empezaron a imaginarlo en su futuro, sobre todo Vicenteta.
Eudald, hábil y persuasivo, sabía cómo acercarse a la que ya veía como su futura suegra. Sus conversaciones se tornaron cada vez más profundas, y, con una delicadeza bien calculada, se ganó su confianza. Conseguía que se riese a carcajadas con anécdotas de su trabajo en La Maternidad de Barcelona y le hablaba de los viajes que soñaba con hacer; también de sus años de estudio, e incluso (y sobre todo) de la importancia de la familia y de la religión. Vicenteta se veía reflejada en él: una persona entregada, abnegada y con valores. Por primera vez, desde la muerte de su esposo, se sentía vista y valorada.
Una tarde de junio, mientras Lolita estaba en la escuela, Eudald apareció en la casa y sorprendió a Vicenteta con un almuerzo especial. Había preparado con detalle cada plato, un gesto que Vicenteta no recordaba haber recibido desde hacía años. Eudald se mostró atento, sirviéndole él mismo y mirándola con una intensidad que ella, nerviosa, evitaba.
—Vicenteta —comenzó él, después de un rato en silencio—, hace tiempo que quería decirte algo importante.
Ella lo miró, entre sorprendida y cautivada.
—Dime, Eudald.
Él tomó aire y entrelazó sus manos, como si estuviera a punto de tomar una decisión difícil.
—Desde que llegué a esta casa, me he sentido como en un refugio —dijo, bajando un poco la voz—. Tú y tu hija habéis sido una luz en mi vida, y ya no puedo imaginarme lejos de vosotras.
Vicenteta sintió cómo el corazón se le aceleraba, con un atisbo de esperanza que temía mostrar.
—Eudald… —murmuró, sin atreverse a interrumpirlo más allá de ese susurro.
—Quisiera pedirte la mano de tu hija, Lolita —continuó él, sin rodeos, dejando a Vicenteta sin aliento—. Quiero que sepas que haré todo lo que esté en mi poder para cuidarla, para darle la vida que merece.
Se quedó petrificada. Por alguna absurda razón, había creído que la propuesta iba a ser para casarse con ella. Aunque sabía que a quien cortejaba siempre era a su hija, por cómo se había desarrollado esa tarde, pensó que se le iba a declarar a ella.
—¿Estás… seguro de esto, Eudald? —preguntó con una mezcla de incredulidad y esperanza—. Lolita es tan joven…
—Precisamente por eso, Vicenteta. Lolita necesita a alguien que la cuide, que la guíe. Quiero que ella sienta la seguridad de un hogar. Prometo cuidarla y amarla. Además, sabes que puede contar conmigo en todo momento —le dijo con una dulzura que derritió las últimas dudas en el corazón de Vicenteta.
Rápidamente concluyo que su hija estaría segura y acompañada, y, al mismo tiempo, ella podría contar con la cercanía y protección de Eudald, del cual tampoco se quería separar. Así, apenas conteniendo la emoción, Vicenteta sonrió y asintió.
—Eudald, si esto es lo que quieres… yo confío en ti. Sé que serás un buen marido para mi hija.
Eudald le tomó las manos con ternura y en sus ojos brilló un destello de triunfo.
—Gracias, Vicenteta. Este es el primer paso de una vida juntos. No te arrepentirás.
Tras esta frase, bajo la luz cálida de la tarde, se selló el compromiso que cambiaría el destino de Lolita para siempre.
Inimpugnable
Capítulo 5: La propuesta
por Carmen Nikol
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