Inimpugnable – Capítulo III: Un helado de fresa

Era una tarde soleada, de esas pocas en las que, en Barcelona, el cielo parece no tener límites. Eudald y Lolita caminaban juntos hacia la heladería, uno al lado del otro, ella con una sonrisa nerviosa y él con una mirada firme, calmada y segura. Cada vez que se encontraban, Lolita sentía cómo sus dudas y sus inseguridades se desvanecían; junto a Eudald, el mundo parecía ordenarse de una forma que nunca había experimentado. De hecho, jamás había soñado con salir con ningún chico, menos aún con un hombre tan apuesto. Era como si alguien le diera el lugar que ella nunca supo imaginar ni sería capaz de pedir.

Se sentaron en una mesa cerca de la ventana y Eudald trajo un helado de fresa para Lolita y uno de café para él. Mientras el sol iluminaba su rostro, Eudald comenzó a hablar sobre su trabajo en La Maternidad. Le contaba historias de pacientes, de vidas nuevas que nacían cada día. Lolita le había preguntado cómo nacían los bebés y él le explicó por qué nacían, cómo y qué era lo que producía su gestación. Para ella, cada historia era un mundo fascinante y lejano al que él tenía acceso exclusivo. Eudald hablaba con calma, sin prisa, pausando cada tanto para observar la reacción de Lolita, deleitándose con cada destello de admiración que se reflejaba en sus ojos. Estaba claro que no contaba con mucha picardía…

La conversación giró, de repente, hacia temas más personales. Él, con una habilidad casi imperceptible, comenzó a hacerle preguntas sobre su vida, sobre sus temores y sus sueños. Al principio, Lolita respondió tímidamente, pero poco a poco se fue abriendo. Le habló de su padre, de cómo había muerto cuando ella tenía siete años, y de cómo nunca había vuelto a sentirse igual desde entonces. Eudald la escuchaba con una atención que la hacía sentir especial y sus palabras parecían aliviar esa carga pesada que llevaba desde la infancia.

—Yo también perdí a mis padres —le confesó, con un tono de voz bajo y un gesto de tristeza en el rostro—. Fue un accidente de coche cuando venían a visitarme para celebrar que había terminado mis estudios. Esa pérdida me cambió la vida, Lolita.

Ese «Lolita» sonó distinto en su voz. Ella levantó la mirada, sorprendida por la confesión de Eudald. Él no había mencionado aquello antes, y en ese momento, Lolita sintió una conexión indescriptible, como si compartieran una misma herida. Sin saber bien cómo reaccionar, tomó su mano sobre la mesa en un impulso casi inconsciente. Él la miró, sorprendido, y no apartó la mano. Un silencio profundo se instaló entre ellos, un silencio cargado de algo que ninguno de los dos nombraba, pero que ambos podían sentir, cada uno a su manera.

A partir de aquel día, los encuentros se hicieron más frecuentes. Eudald la buscaba cada vez más seguido, y Lolita, sin darse cuenta, se había vuelto dependiente de aquellas salidas, de la atención y de la calidez que él le ofrecía. Su madre, sin cuestionar nada, veía en esos encuentros una oportunidad para que su hija aprendiera, tal vez para que encontrara algo de estabilidad en una vida marcada por tantas pérdidas. Pero en cada mirada de Eudald, en cada conversación aparentemente inofensiva, había una intención que él cuidaba de mantener velada, calculando cada gesto, cada palabra.

Durante un paseo por el parque de la Ciutadella, Eudald, con un tono aparentemente casual, le habló sobre el amor. No se declaró, pero sus palabras estaban llenas de insinuaciones, de ideas que ella escuchaba como si fueran confesiones secretas. Le habló de cómo, a veces, las almas se encuentran y se reconocen sin importar la edad o las circunstancias. Lolita, fascinada y algo ruborizada, pero entregada, lo escuchaba sin poder ver el juego subterráneo que él desplegaba frente a ella. Eudald le explicó que, en muchas ocasiones, el amor no se entiende, que va más allá de lo que los demás piensan o creen correcto. A Lolita esas palabras le resultaban intrigantes, como si él estuviera hablándole de algo que aún no comprendía, pero que anhelaba descubrir. En ese momento, fue él quien tomó la mano de Lolita, con suavidad. Ella sintió una calidez desconocida que la llenó de un vértigo agradable, como si estuviera a punto de cruzar una línea que la convertiría en alguien nuevo.

—Eres muy especial, Lolita —dijo él, mirándola a los ojos—. Nunca dejes que nadie te haga creer lo contrario. Tú eres digna de ser amada y protegida.

Con esas palabras, Lolita sintió que algo se encendía en su interior. Por primera vez, alguien le decía que ella merecía ser querida, que era alguien valiosa. La emoción la embriagaba, y en ese momento, solo pudo asentir en silencio, mirándolo con cierta devoción. ¿Era eso sentirse mujer? Su padre, a pesar del amor que sentía por ella, no parecía haber sentido tanta cercanía hacia su madre y, Lolita, aunque inocente aún, temía que ser mujer fuera ser como su madre.

Aquel día, cuando llegó a casa, Vicenteta. Sabía que Lolita había pasado la tarde con Eudald y aquello era un privilegio que solo una mujer afortunada podía tener. Quizá demasiado para su hija. Su amor de madre era un amor complejo. Para ella, el luto parecía que debía durar para siempre, pero solo porque su educación la conducía a ese estar. Sin embargo, de nuevo, el amor de un hombre importante en la vida de Vicenteta, recaía con fuerza en su hija. Le decía a Lolita: «Es un hombre de bien, un caballero que se preocupa por ti». Quería que Eudald estuviese en sus vidas, pero… ¿solo por el bien de su hija?

Aquella noche, en la soledad de su habitación, Lolita se preguntó qué significaban realmente las palabras de Eudald y si aquel interés en ella era tan sincero como parecía o si había algo más, algo que no podía definir. Dentro de su inocencia, también pensaba en que las palabras que le había expresado su madre no sonaban del todo sinceras. Algo la intranquilizaba.

Las noches siguientes, mientras intentaba conciliar el sueño, su mente volvía una y otra vez a sus palabras. Sentía un ardor extraño en el pecho, una mezcla de admiración, miedo y anhelo que se agolpaba en su mente. Eudald había conseguido sembrar en ella una semilla de dependencia, de deseo, de esa devoción que él sabía alimentar con sutil precisión.


Inimpugnable
Capítulo 3: Un helado de fresa

por Carmen Nikol


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