Inimpugnable – Capítulo II: El Encuentro

Lolita jamás olvidaría la primera vez que vio a Eudald. No tenía forma de imaginar lo que significaría para ella aquel encuentro que su madre, Vicenteta, había provocado de manera inocente. Habían ido juntas a Barcelona, a visitar a una amiga de Vicenteta que acababa de dar a luz en La Maternidad, un hospital con una fama respetable y un aire solemne que intimidaba a la joven Lolita.

La amiga de su madre, Chelo, aunque exhausta por el parto, las recibió con la calidez que le quedaba, entre risas apagadas por la debilidad, Lolita sintió que estaba en un lugar extraño, aún no acababa de entender por qué Gloria había tenido un hermanito. Tampoco cómo era posible que naciesen de dentro de Chelo.

Fue en esa misma habitación, con las paredes pintadas de un blanco que hacía arder los ojos, donde Eudald hizo su entrada. Él era un hombre de complexión fuerte, con una mirada seria que rápidamente se volvió hacia Lolita, la cual no pudo evitar bajar los ojos al notar la intensidad de ese hombre, que parecía leerla de una sola ojeada. Era el Director Médico de La Maternidad, un joven respetado en su ámbito. Sus movimientos denotaban una seguridad y precisión que no pasaron desapercibidos para nadie en la sala. Al mirarla, una pequeña sonrisa surgió en sus labios. «¿Qué tienes aquí?», preguntó suavemente, señalando un pequeño granito en la mejilla de Lolita.

Con esa sonrisa y un tono delicado, Eudald rompió la distancia que había entre ellos y comenzó una conversación que, a Lolita, le hizo sentirse importante, casi en el centro de la escena. Su madre, sorprendida de que el atractivo médico le prestara tanta atención a su hija, no tardó en ver en él una figura de autoridad y, tal vez, de respeto y admiración. Eudald le explicó que ese granito en la mejilla podía ser una pequeña señal de un desbalance hormonal y, si querían, podía revisarla en su consulta esa misma tarde.

La madre, honrada de recibir tal atención, aceptó la propuesta sin dudar, agradecida de que un médico tan prestigioso se preocupara por una joven como su hija. Aquel hombre de aspecto moreno, tanto en su cabello como en su tez y sus ojos, usaba una voz tranquila, cercana. Su traje, perfectamente planchado, se podía ver por debajo de una bata inmaculadamente blanca. Sin duda, a Vicenteta le parecía un hombre sumamente deseable.

Aquella tarde, en la consulta privada de Eudald, el ambiente era distinto. Lolita estaba nerviosa y Eudald percibió el leve temblor de sus manos cuando se las estrechó con la suavidad calculada de alguien que sabe controlar cada movimiento. Para ella, el lugar tenía un aire sofisticado y, a la vez, rancio: las paredes estaban decoradas con cuadros de temas médicos y filosóficos, y un tenue olor a desinfectante impregnaba el aire. Eudald observaba cada detalle de ella, cada palabra y cada gesto. Le fascinaba esa mezcla de inocencia y belleza tan difícil de encontrar, y… sabía perfectamente lo que quería de ella.

Vicenteta, encantada con la atención que el médico les brindaba, apenas notaba el interés real de Eudald, quien hablaba de temas médicos complejos para impresionar, buscando cautivar tanto a madre como a hija. Les explicó que Lolita estaba en una etapa de desarrollo delicada y que, para mantener un equilibrio hormonal adecuado, necesitaba algunos cuidados especiales. «Nada grave, solo algo que debemos atender con cuidado. Unas simples pastillas anticonceptivas, por un breve tiempo, podrán rebajar su acné. Es algo relativamente novedoso pero no es peligroso, si tiene ya el periodo», decía, mientras miraba a Vicenteta, pensando que, por su expresión, aquella mujer no sabía de qué le hablaba, a pesar de que llevaban más de una década en España. Vicenteta le respondió que hacía ya dos años que tenía la regla y que podían probar tal tratamiento.

Fue al final de la consulta cuando Eudald sugirió, con la misma calma de quien invita a una charla más, que Lolita y él podrían verse de vez en cuando. Podrían salir a tomar un helado o a pasear, una simple distracción que le haría bien a la joven, para aliviar el estrés que él podía percibir en su mirada y en su cuerpo. Vicenteta, sorprendida y celosa, pero agradecida y complacida, aceptó la oferta casi de inmediato, convencida de que aquel hombre representaba una figura imponente y de protección para su hija. Incluso, quizá, para ambas.

Con ese primer «sí» de su madre, Lolita y Eudald comenzaron a verse de tanto en tanto, siempre en entornos aparentemente inocentes y, casi siempre, acompañados por Vicenteta. Para Lolita, aquellos encuentros tenían el sabor de algo nuevo, un respiro ante la monotonía de su vida, marcada por el vacío de una pérdida que aún dolía. Eudald se le acercaba con amabilidad, siempre atento a cualquier detalle, escuchando sus palabras y regalándole miradas que hacían que su corazón latiera más rápido, sobre todo cuando conseguían quedar sin la compañía de la madre, algo que Eudald procuraba con facilidad.

Para Lolita, él era una figura estable en medio de la confusión de su juventud. Y, aunque aún no lograba ponerle nombre a lo que sentía, comenzaba a experimentar algo que jamás había sentido antes: un deseo latente, el anhelo de estar cerca de alguien que parecía conocer cada uno de sus pensamientos. Aquellos encuentros, aparentemente simples y casuales, iban tejiendo entre ellos una conexión que ni ella ni su madre podían prever dónde acabaría.


Inimpugnable
Capítulo 2: El Encuentro

por Carmen Nikol


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