El sol de la tarde era de justicia y se filtraba entre las celosías de la casa de Carlos, proyectando sombras alargadas sobre las paredes encaladas, y en el aire flotaba un aroma denso a madera vieja, incienso y tabaco. Manuela estaba de pie, junto a la ventana, con los brazos cruzados sobre el pecho y, desde ahí, podía ver las tierras secas, la plaza vacía y el campanario que se recortaba contra el cielo pálido de invierno.
Carlos la observaba desde el sillón, con las piernas abiertas y una copa de brandy en la mano. Su camisa de lino estaba desabrochada mostrando su escote de hombre joven pero curtido, mostrando su piel tostada por el sol y la vida en el campo. Había en su mirada algo que mezclaba arrogancia y deseo. No era un hombre acostumbrado a que le hablaran con desafío. Y menos por voz de una mujer.
—Sigues pensando que esto es una cuestión de justicia, como el sol que hoy nos aprieta —dijo él, con voz grave—. Que si te rebelas, que si te niegas a aceptar lo que es, algo va a cambiar. Pero las cosas no cambian, Manuela. Se aceptan y se sufren. Y da gracias que, quizá, también aquí puedan llegar las políticas de Azaña.
Ella no respondió de inmediato. Había ido hasta su casa con un propósito claro: hacerle entender que no se rendirían sin más. Pero ahora, en la penumbra del salón, sintiendo el peso de su mirada recorrer su cuerpo, las palabras se le enredaban en la garganta.
—La gente no aguantará siempre —murmuró al fin—. Llegará el día en que… Con Azaña o sin Azaña.
Carlos sonrió, inclinándose un poco hacia adelante.
—También llegará el día en que serás mía, Manuela.
El corazón de ella latió con fuerza. No era la primera vez que él insinuaba algo así. Desde hacía años, Carlos la miraba como quien mira algo que le pertenece pero que aún no ha reclamado. Y eso la llenaba de rabia… pero también de una sensación peligrosa. Algo en su sangre bullía cada vez que estaban cerca, cada vez que la rodeaba con esa seguridad tan suya, con esa certeza de que, al final, todo acabaría en su favor. La enfurecía que él fuese hombre que tan seguro está de sí mismo en todo, tanto en sus discursos como frente a ella.
—No te equivoques —dijo Manuela, sin moverse de su sitio—. Yo no soy una de tus tierras. No puedes comprarme. Y solo te seguiré si consigues luchar contra el poder que nos oprime.
Carlos se levantó con lentitud y caminó hacia ella. Era más alto y más fuerte que el resto de jornaleros. Imponía no solo con su voz y con su palabra, también con su magnífico físico varonil. El aire entre los dos se volvió espeso, casi sofocante.
—No quiero comprarte —susurró, deteniéndose tan cerca que pudo oler el jabón rústico de su piel—. Quiero que vengas por voluntad propia.
Manuela sintió un escalofrío recorrerle la espalda. No sabía si era por la rabia o por el deseo que la quemaba desde dentro. Porque había deseo, sí. Lo había desde hacía tiempo. Desde aquellas noches en la romería, cuando él la miraba desde el otro lado del fuego. Desde las madrugadas en que cruzaban caminos en el campo y ella sentía su presencia incluso antes de verlo.
Pero no iba a dárselo. No así. No cuando él seguía siendo medio amigo de quienes les oprimían.
—Nunca —dijo, con la voz más firme de lo que esperaba.
Carlos alzó una ceja y sonrió.
—Eso ya lo veremos.
En la alcaldía, Alfredo hablaba en voz baja con Eduardo, el sacerdote. Había llegado la noticia de que la república se debilitaba. Quizá una nueva ley agraria consolidaría las posesiones de los leales al siguiente régimen. En el valle aún no era preocupante, pero las clases podrían entrar en fuertes disputas.
—Es cuestión de orden, padre —dijo Alfredo, con ese tono de quien está acostumbrado a que sus decisiones no se cuestionen—. La estabilidad de España depende de que cada cosa esté en su sitio.
Eduardo, con su sotana negra, asintió lentamente. Sabía que, en el fondo, no había nada de orden en aquello. Solo poder. Poder y miedo. A veces conseguía creerse el papel de sacerdote, pero siempre acababa poniendo sus miras en el poder, a pesar del miedo, a pesar del orden.
Al día siguiente, ya lindando la noche, en la taberna, Carlos compartía una botella de vino de mesa con otros jornaleros que, como él, buscaban la forma de rebajar sus quebraderos de cabeza y sus dolientes espaldas, fruto de una larga jornada de trabajo. Quizá él era el menos afectado pero, como todos, también debía trabajar entre polvorientos campos y sudorosas compañías. El ambiente estaba cargado de tensión. Sabían que el abuso no podía sostenerse para siempre. Y, si bien él sabía cómo hablar con el Alfredo, el alcalde, y con Don Felipe, no dejaba de ser un jornalero más.
Fuera, desde la ventana de la taberna que daba a la plaza, Manuela los observaba y sentía que, si entraba, a pesar de sus ganas de participar entre las conversaciones masculinas que, sin duda, a ella la atañían tanto como a los demás, no podría sostenerle la mirada a Carlos y temía que él la pudiera intimidar. Pero, eso debía cambiar…
El Bastión
Capítulo 3: Carlos
por Carmen Nikol
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