El amanecer en San Pedro del Valle llegó con un cielo gris y pesado, como si el aire mismo estuviera impregnado de una tensión latente. El viento frío del norte acariciaba las casas de piedra del pueblo, haciendo que el sonido de los tejados crujiera bajo su presión. Manuela, a pesar de la oscuridad, ya estaba en pie, con el rostro iluminado solo por la tenue luz del alba que se filtraba por las rendijas de la ventana. Y, en sintonía con el día, en su interior, la oscuridad y la rabia se unían generando una inmensa frustración que la mantenía despierta. Sentía que cada día que pasaba parecía un grillete sobre el sentido de su vida.
Su casa, humilde y situada al margen del pueblo, era pequeña pero acogedora. Convivía con su padre, al cual pensaba cuidar tanto como él la cuidaba a ella, a pesar de vivir entre muros cubiertos con humedad y moho, propios de los inviernos largos y crueles de la zona. No había año que no volviesen a salir esos desagradables e insalubres mohos, a pesar de encalar todas las paredes. Manuela se ocupaba de encalar las partes bajas de cada pared desde muy niña. Cuando su madre aún vivía, ella siempre se dedicó a ayudarla con todo. No le quedaba otra: la mujer no dejaba de parir cada poco. Deseaban una gran familia, necesaria para ayudarles a trabar los campos, pero todos sus hermanos y hermanas fueron muriendo. Si no morían neonatos, morían a los días o a los pocos años.
A lo lejos, las montañas, ennegrecidas por la niebla, se alzaban como guardianes silentes del mundo que parecía cerrarse sobre ella. Su padre, Tomás, estaba en el corral, arreglando las herramientas, como todos los días. Si no estaba allí, estaba en el molino o en los campos. En su rostro se reflejaba la dureza de los años y las luchas constantes por subsistir. Porque, por mucho que trabajase, la riqueza que generaban no era para ellos. Les daba para vivir, pero se debían a Don Felipe, como casi todos por aquellos lares.
—Manuela —dijo Tomás, desde la puerta de la casa, con una voz ronca y áspera—. ¡Hoy hay que arreglar los campos antes de que se nos pase el tiempo!
Ella no respondió de inmediato. Últimamente, aunque trabajaba tanto como siempre, su mirada solía perderse en el horizonte. Algo dentro de ella escuchaba las palabras de Carlos, le venían a la memoria sus sesiones en la taberna y, cuando eso pasaba, se quedaba pensativa, con el ceño fruncido y con la mirada perdida.
—Voy —respondió finalmente, sin darle más explicaciones a su padre. La verdad era que la lucha interna que sentía por cambiar su destino era mucho más grande que las tareas diarias que le imponía la vida. Sí, cuidaría a su padre, pero no tenía por qué cuidarlo en un mundo tan injusto con los de su clase.
De vuelta en casa, Manuela observó las tierras que tanto trabajo les costaba cultivar. Pensó en cuántas generaciones de su familia las habían trabajado. Se fijó en cómo los surcos de esa tierra ahora estaban mucho más secos, y en cómo el viento arrastraba la tierra en lugar de ofrecer la fertilidad que alguna vez había tenido. El paisaje, como su vida, parecía estar desmoronándose, y la injusticia era un peso constante sobre sus hombros. La promesa de un cambio, de una lucha por la libertad y la independencia de sus tierras, resonaba cada vez con más fuerza en su corazón.
A lo lejos, en el pueblo, se alzaba la figura de Carlos, el joven agricultor que izaba la voz en sus discursos. Carlos era el más inteligente de entre la plebe. Por ello, aunque deseaba luchar con y por los de su clase, trataba con el régimen. Y era conocido por todos. No por ello se revelaban ni unos ni otros, pues se mostraba siempre como una figura amigable, alguien que, a pesar de sus discursos, no perdía oportunidad para sonsacar lo que considerara necesario. Sin embargo, Manuela no podía evitar la sensación de que Carlos podía estar jugando sucio.
Carlos, el reyecillo (así lo llamaban por tener un nombre muy habitual en la realeza) estaba hablando con Alfredo, el político local, en la plaza del pueblo. Ambos se encontraban de pie, como si estuvieran trazando una estrategia, pero no hablaban de nada que fuera públicamente visible. Alfredo, con su mirada astuta, hablaba sobre los próximos movimientos que tomaría la política para consolidar aún más su poder sobre las tierras y las vidas de los habitantes del valle.
—Hay que asegurarse de que todo esté en su lugar antes de la visita de los inspectores —decía Alfredo, mientras pasaba su mano sobre el sombrero, que parecía ser el único accesorio que le daba alguna gracia al conjunto de su traje gris—. Si lo conseguimos, la finca de Don Felipe será solo el principio.
—Yo voy a tratar de que las tierras se repartan entre quiénes las trabajan. Don Felipe tendrá algunas, con jornaleros mejor pagados, pero seguirá teniendo tierras. Sin embargo, Alfredo, y a ti también te conviene, sabes que con Don Manuel Azaña en el poder esto que te digo es lo propio. La tierra es para quien la trabaja. Y hay que demostrarlo. Esto acabarán siendo minifundios y no tanto latifundio.
Manuela, al pasar por allí, escuchó sus palabras y, sin pensarlo, se acercó hacia ellos. La rabia, que hervía en su pecho, no podía ser contenida más tiempo. Sin embargo, cuando vio a los dos hombres, se detuvo. Sabía que no podía hacer mucho frente a dos figuras tan poderosas en el pueblo. Pero, de pronto, retomó su primera intención y consideró que había llegado el momento de hablar.
—¿Cómo pueden ser ustedes tan insensibles? —les dijo, sin intentar suavizar sus palabras. Tomás la miró con cierto desdén, mientras Alfredo observaba en silencio.
—No somos insensibles. Bueno, Alfredo un poco más que yo —respondió Carlos riendo, mirando fijamente a Alfredo.
—La gente como tú nunca entiende —dijo Alfredo en voz baja, casi en un susurro—. Crees que todo se resuelve con luchas en las calles. Pero la verdadera lucha es diplomática y se lleva a cabo dentro de ciertas paredes: es ahí donde se toman las decisiones. Y en esos lugares… los de tu clase no tienen cabida. Con todo, tu padre y tú quizá consigáis recoger buenas cosechas si finalmente se os concede la tierra. Siempre y cuando Don Felipe acate las órdenes de Don Manuel Azaña y vosotros sepáis cultivar… A día de hoy, ¡lo tenéis todo muy seco!
El desprecio de Alfredo era evidente, pero algo en sus palabras despertó una chispa en Manuela. Ella sabía que el poder que él mencionaba era el mismo que mantenía a su gente oprimida, pero también comprendía que, si no luchaba por algo más que la simple supervivencia, todo estaría perdido.
En ese instante, un carruaje se detuvo frente a la iglesia, donde Eduardo, el sacerdote, esperaba para dar la misa matutina. Era el carruaje de Don Felipe quien descendía del coche, acompañado por su hijo Alejandro y por otros miembros importantes de la comunidad. La presencia de Don Felipe siempre traía consigo una mezcla de respeto y miedo. Los habitantes del pueblo se apartaban al verlo, como si la misma tierra respetara su autoridad.
Carlos observó el carruaje y luego volvió su mirada hacia Manuela.
—El Bastión está cada vez más cerca de la caída —dijo Carlos, sin emoción en su voz—. Pero ya sabes cómo va esto. Mientras tanto, lo que nos importa es mantener el control. Te animo a que vengas a la taberna. En el Café Central tenemos charlas que creo que te interesarán. Y si tu padre no te deja venir sola, anímale a que venga contigo.
Manuela lo miró en silencio. Sabía que su lucha debía ser más allá de las palabras. Debía ser una acción. Pero esa acción aún no se había hecho posible. Mientras tanto, las ruedas del poder seguían girando, y ella, como muchos, se veía atrapada en la espera, deseando que algo cambiara, que el destino les ofreciera la oportunidad de tomar las riendas.
De pronto, una ráfaga de viento lanzó la melena de Manuela sobre su rostro. Carlos se la apartó con cuidado, con un gesto tan suave que a ella la tomó por sorpresa. Sus miradas se cruzaron con una intensidad inesperada, como si algo profundo los conectara. Carlos tocó su cara e hizo el ademán de acercarse para besarla, pero Manuela se giró con rapidez y tomó el camino de regreso al molino. No se giró, ni dijo nada, pero Carlos sintió, con una convicción difícil de explicar, que algún día sería ella la que lo buscaría. Y mientras Manuela se alejaba, Carlos recitó para sus adentros:
En la penumbra del alma callada,
nace un suspiro que nunca se irá,
tal cual la brisa rozó su cara,
tal que un recuerdo volverá a mirar.
El Bastión
Capítulo 2: Manuela
por Carmen Nikol
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