El Bastión – Capítulo 1: El bastión

El sol se había ocultado tras las montañas que rodeaban el pequeño pueblo de San Pedro del Valle, en el corazón de la Castilla rural, y las sombras se alargaban sobre la vieja finca de Don Felipe, un hombre que llevaba décadas como patriarca de su familia. La finca, llamada El Bastión, reflejaba el poder antiguo y la decadencia que acompañaban a la vieja aristocracia española bajo el gobierno de la Segunda República. Su majestuoso edificio se estructuraba a través de pasillos oscuros, preciosos jardines y una gran sala de estar que parecía haber sido soñada por siglos. Era el refugio del aún cacique que se configuraba como el principal bastión de la comarca.

Don Felipe caminaba por el salón principal, con los ojos fijos en el ventanal que daba a la vasta extensión de la finca. Pensaba en por qué no había querido participar en ningún tipo de corporativismo aristocrático. Y lo tenía muy claro: a él no le gustaba la gente y, ante todo, sentía que era el dueño de aquellas tierras, de aquel pueblo y de sus gentes. ¿Para qué necesitaba formar parte de ninguna unión aristocrática? Allí acabaría sus días, con su familia, con sus costumbres y contra lo que fuese necesario.


Entre los campos de Don Felipe, Carlos, un labrador de unos treinta años, ese día vestido con uniforme militar, caminaba en silencio. Sus pensamientos no tenían nada en común con los de Don Felipe. Era amigo de sus amigos y un hombre respetado entre los jornaleros. Adoraba a su padre y solía tener conversaciones con él que, a pesar del amor que le confería, sufrían de la diferencia generacional.

—No lo comprendes, padre —dijo Carlos, interrumpiendo el silencio—. El régimen está por cambiarlo todo. Este viejo mundo no tiene cabida en lo que está por venir.

Su padre lo miró sin decir palabra, pero su rostro mostraba una amarga resignación.

—Este mundo aún tiene mucho que ofrecer —respondió el antiguo capataz con voz grave—. Pero eres tú quien no lo entiende.

La tensión entre ambos era palpable. Mientras su padre se aferraba a las costumbres aún vigentes, Carlos representaba una nueva era, una época en la que los valores del franquismo serían llevados a extremos insostenibles, aún inimaginables.


En una aldea aledaña, Manuela, la joven hija del campesino Tomás, caminaba por las calles recientemente empedradas. Sus ojos oscuros reflejaban el desdén por la opresión que sentía. La vida en la aldea no era fácil para los trabajadores como ella, que vivían al margen del poder de los grandes terratenientes como Don Felipe. Tomás estaba marcado por la lucha constante por la supervivencia. Manuela, sin embargo, no quería resignarse. Su juventud la embriagaba con rebeldía. Aunque su vida estaba definida por cierta miseria, su mente siempre había sido ambiciosa.

—Cariño, es importante que sepas cuándo callar. Recuerda lo que te digo. No eres más que una chiquilla y no quiero que te metas en problemas.


Mientras tanto, en la iglesia local, Eduardo, el sacerdote, oficiaba misa con el rostro impasible, como siempre. Los feligreses se arrodillaban con devoción, pero bajo la capa de religiosidad se escondían certezas algo retorcidas. El padre Eduardo era un hombre que se había alineado con el Don Felipe en todo momento, y aunque su fe seguía siendo fuerte, sabía que la iglesia jugaba un papel importante en el control social. Los murmullos sobre los abusos del poder eran algo que se callaba, pero que en los pasillos oscuros de la iglesia eran bien conocidos.

—La gente cree en nosotros —le decía el padre Eduardo a su amigo y confidente Alfredo, el alcalde—. Y nosotros somos los que debemos mantener la paz en sus corazones. Después de todo, es lo que nos mantiene a todos en su lugar.

Alfredo, con su cara de hombre de negocios, asintió con una sonrisa astuta.

—Claro, padre —respondió Alfredo—. Todos sabemos que la religión y la política deben ir de la mano.


El Café Central, la taberna sita en el centro del pueblo, era el lugar donde se desmoronaban los silencios. Los jóvenes del lugareños, jornaleros en su mayoría, no se conformaban con su situación y solían reunirse allí, hablando en susurros, como si temieran que nadie escuchara sus palabras. Carlos, sin embargo, desde el pequeño tablao centrado en la sala, solía soltar palabras que los incitaban a tomar un poder que sentía pleno de justicia.

—La tierra debería de ser de quiénes la trabajan con sus manos —dijo, mirando a los demás—. Pero aquí, solo los herederos la poseen.

Manuela lo miraba desde su mesa, con ojos llenos de rabia contenida. Era de las pocas mujeres que, sin ser meretrices, se atrevían a pasar por allí.

—¿Y qué pasa con los que no tienen nada? —preguntó ella, en voz baja.

Carlos la miró con una sonrisa fría, consciente de su poder.

—Ellos no importan, ¿no? Lo que importa es lo que Don Felipe haya decidido que importe. Y el resto, nos ajustamos.


Poco después, en el Bastión, Don Felipe, tomando un cigarro de su cajetilla, cruzó unas palabras con su hijo mayor, Alejandro.

—Espero que entiendas —dijo Don Felipe— que este país, estas tierras, han sido construidos sobre sangre. Y eso no se puede olvidar.

Alejandro dio un paso hacia adelante y respondió.

—Y ¿qué se supone que vamos a hacer con esta sangre? ¿Dejar que nos ahogue?

—No, hijo —respondió Don Felipe—. La sangre nunca debe olvidarse. Pero también hay que saber cuándo detenerse. Ten claros tus tiempos y no sigas siempre mi ejemplo.

En ese momento, un par de figuras se vislumbraban a lo lejos, caminando hacia la finca. Eran bien conocidas, la habituales: don Alejandro y el padre Eduardo. Se acercaban con un aire de complicidad.

—Don Felipe, ¿cómo se encuentra? —saludó Alfredo, extendiendo la mano con una sonrisa forzada.

Don Felipe asintió, pero no extendió la mano.

—Bien, Alfredo. ¿Y tú?

Alfredo sonrió de manera calculada.

—Bueno, bueno. Aquí andamos. Siempre con los mismos problemas. Pero nada que no se pueda arreglar, ¿verdad, padre? —dijo, dirigiendo su mirada hacia el sacerdote.

Eduardo, que había estado callado todo el tiempo, finalmente habló.

—El régimen, me dicen, avanza con pasos firmes, Don Felipe. No hay vuelta atrás.

La respuesta de Don Felipe fue escueta.

—Ya veremos. —Dijo con su distintiva voz profunda, llena de una incertidumbre que todos en la habitación podían percibir.


El día en que todo cambiaría estaba llegando. El Bastión, ese antiguo símbolo de poder, estaba a punto de enfrentar su destino, y en cada rincón del pueblo de San Pedro del Valle, la tensión comenzaba a crecer. Nadie sabía si las viejas estructuras del poder seguirían dominando o si algo nuevo se levantaría sobre los escombros.

El viento comenzó a soplar con fuerza, haciendo crujir las ramas de los árboles en los jardines de la finca. Una tormenta se avecinaba, y su sombra lo cubría todo.


El Bastión
Capítulo 1: El bastión

por Carmen Nikol


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Publicado por Entrevisttas.com

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