Espejo roto – Capítulo 4: Sombras del pasado

Los días que siguieron a la confrontación en la biblioteca se convirtieron en semanas de un silencio ensordecedor entre Lena y Luna. La casa que una vez había resonado con sus risas y secretos compartidos ahora parecía un mausoleo de recuerdos rotos. Sus padres, Mary y François, en los pocos momentos que pasaban en casa (comidas y cenas) observaban con creciente preocupación cómo sus hijas, antes inseparables, ahora parecían orbitar en universos completamente diferentes.

Lena se sumergió aún más en sus estudios y actividades extracurriculares, ; y Luna, por su parte, se encerraba en el estudio de arte que sus padres habían acondicionado, ahora en el sótano, emergiendo solo para las comidas, con manchas de pintura en las manos y una mirada distante en los ojos.

Una mañana, en una hora tardía para un desayuno, Luna estaba preparando un té cuando Lena entró, deteniéndose abruptamente al ver a su gemela.

—Luna —dijo Lena suavemente—. ¿Podemos hablar?

Luna irguió su postura, se giró, la miró con odio y la dejó con las palabras brotándole del alma.

Lena sintió que las lágrimas comenzaban a formarse en sus ojos. —Luna, yo no elegí esto. No elegí que Mateo…

—¡No digas su nombre! —gritó Luna, girándose con rabia y dolor—. No quiero oír tus excusas. No quiero oír nada de ti.

Fue entonces cuando el timbre de la puerta sonó, rompiendo la tensión del momento.

Lena se dirigió a abrir, agradecida por la interrupción. Pero cuando abrió la puerta, sintió que el mundo se detenía. Allí, de pie en el umbral, estaba Mateo.

—Lena, Luna —dijo Mateo con la voz cargada de emoción—. Necesitamos hablar.

Antes de que Lena pudiera responder, escuchó el sonido de pasos detrás de ella. Luna, que ya estaba bajando hacia el sótano, había entrado en el vestíbulo, fijando su mirada sobre Mateo.

—Vaya —dijo Luna, fría como el hielo—. Miren quién decidió honrarnos con su presencia.

Mateo palideció visiblemente. —Luna, yo… lo siento. No quise que las cosas terminaran así.

Luna soltó una risa amarga. —¿Terminar así? Oh, Mateo, esto está lejos de terminar.

Con esas palabras, Luna se dio la vuelta y subió las escaleras saltando de par en par sus escalones.

—Tal vez deberías irte —dijo Lena finalmente, evitando la mirada de Mateo.

Pero Mateo dio un paso adelante, entró en la casa y cerró la puerta. —No, Lena. Necesitamos aclarar las cosas, los tres.

Lena sintió un escalofrío recorriendo toda su espalda.

Al llegar a la puerta de la habitación, Lena dudó por un momento antes de tocar. —Luna —llamó suavemente—. ¿Podemos entrar? Mateo está aquí y creo que deberíamos hablar.

Hubo un largo silencio antes de que la voz de Luna respondiera, cargada de una emoción que Lena no pudo identificar. —Adelante, sí. Es hora de que terminemos con esto de una vez por todas.

Cuando Lena abrió la puerta, la escena que los recibió los dejó sin aliento. Luna estaba de pie en el centro de la habitación, rodeada de lienzos destrozados y fragmentos de espejo. Ella misma había pedido que no se tocase nada y así permaneció durante dos días.

En su mano sostenía un trozo particularmente grande y afilado de cristal.

—Bienvenidos —dijo Luna con una sonrisa inquietante jugando en sus labios—. ¿Listos para ver el gran final?

Lena dio un paso adelante con el corazón palpitándole con fuerza. —Luna, por favor. Baja eso. Podemos hablar, podemos arreglar esto.

Luna soltó una risa macabra que sonó más como un sollozo. —¿Arreglarlo? Oh, Lena. Siempre tan optimista. Algunas cosas no se pueden arreglar. Algunas heridas son demasiado profundas.

Mateo, que había permanecido en silencio hasta ese momento, finalmente habló. —Luna, lo siento. Nunca quise lastimarte. Yo…

—¡Cállate! —gritó Luna con el fragmento de espejo temblando en su mano—. Con un movimiento rápido e inesperado, Luna levantó el trozo de cristal. Lena pensó que su hermana iba a atacarlos. Pero en lugar de eso, Luna presionó el borde afilado contra su propia palma.

—Luna, ¡no! —gritó Lena, lanzándose hacia adelante.

Pero era demasiado tarde. Un hilo de sangre comenzó a correr por la mano de Luna, goteando sobre el suelo cubierto de fragmentos de espejo. Aquella escena era ciertamente inquietante y, a la vez, terriblemente hermosa: gotas de rojo intenso brillaban sobre un mar de cristal roto.

—¿Ves esto, Lena? —dijo Luna, su voz extrañamente calmada—. Esta es la única forma en que somos realmente diferentes. La única forma en que puedo demostrar que no soy simplemente tu reflejo. Esta marca nos diferenciará para siempre.

Lena sintió que su mundo se desmoronaba. En ese momento, vio a su hermana no como una antigua rival que quería hacerle sentir culpable por un simple espejismo, sino como lo que realmente era: una parte de sí misma, herida y sangrando.

—Luna —susurró Lena mientras sus lágrimas comenzaban a bajar libremente por sus mejillas—. Por favor, déjame ayudarte. Déjame estar ahí para ti.

Momentáneamente, pareció que Luna iba a ceder. Sus ojos se suavizaron y el fragmento de espejo tembló de nuevo en su mano. Pero, en un segundo, su mirada se tornó fría y se posó en Mateo, que observaba la escena con horror.

—Es demasiado tarde para eso, Lena —dijo Luna—. Ya has elegido tu lado.

Con esas palabras, Luna arrojó el trozo de espejo al suelo, donde se hizo añicos en mil pedazos más y, sin mirar atrás, salió corriendo de la habitación, dejando a Lena y a Mateo solos entre los fragmentos de su pasado compartido.

Mientras el sonido de los pasos de Luna se desvanecía, Lena se dejó caer de rodillas, cortándose con los fragmentos de cristal esparcidos por el suelo. El dolor físico era apenas perceptible comparado con la agonía emocional que sentía.

Mateo se arrodilló junto a ella, con culpa y preocupación. —Lena, yo… lo siento tanto.

Lena levantó la vista y sus ojos se encontraron con los del joven que, con picardía e inocencia, había provocado todo ese desastre. Pero, en ese momento, vio reflejado en ellos todo el dolor y la confusión que sentía. Y supo, con una certeza que la aterrorizó, que Mateo había sido un pobre diablo que había sabido identificar la rivalidad entre ambas y que deseaba la atención de las dos. No vio en sus ojos nada más que terror y culpabilidad.

Mientras la noche caía sobre la casa silenciosa, Lena se preguntó dónde estaría Luna, qué estaría planeando. Y en lo más profundo de su ser, sintió que algo fundamental había cambiado.

En algún lugar de la noche, Luna vagaba sola, con su mano sangrando y el corazón roto. Y en esa soledad, comenzó a forjar un plan.

El espejo estaba roto, y con él, el reflejo perfecto que Lena y Luna una vez compartieron. Pero de esos fragmentos afilados y peligrosos, en un tiempo casi inmediato, surgiría una nueva realidad. Una pesadilla que ninguna de las dos podía imaginar.


Espejo roto – Capítulo 4
Sombras del pasado

por Carmen Nikol


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