Verne era el transtiempo más avanzado de su época. Según me comentaba mi padre, transtiempos han habido desde los fenicios (que se sepa), pero ni han existido tantos como en el siglo presente (el XXI) ni los habrá en el futuro siglo, según se sospecha por los bajos índices de natalidad, también entre nosotros.
Los transtiempos solo podemos viajar en el tiempo un siglo o dos hacia adelante (si bien viajamos a cualquier época del pasado). Dependiendo de nuestra capacidad personal, podremos trasladarnos uno o dos hacia nuestro propio futuro, pues no somos todos iguales. Y, por supuesto, también es nuestra propia capacidad personal y nuestra propia ambición la que nos determinará a viajar o a investigar lo necesario para conocer el pasado o el futuro.
Nuestra imaginación, inevitablemente, tiene mucho que ver con nuestros transviajes, ya que es la imaginación la que nos empuja a creer que vale la pena cualquier posible viaje que se nos ocurra, así como el esfuerzo de conocer éstos aquellos acontecimientos. Además existe un acuerdo, en el mundo de los transtiempos, que nos acata en todo momento: digamos que no puede ser la avaricia económica ni social, sino el desarrollo de la justicia o el bien de la belleza literaria, en nuestro presente, el motivo de lo que nuestra imaginación intuye y el motor de nuestros viajes a través del tiempo. Claro está que esto se puede camuflar si uno es diferente. Es cierto que, en nuestras logias, existen archivos de todo lo inimaginable. Pero, justamente por ello, no nos quedamos con las palabras sino que buscamos (algunos) concretar la imagen e, incluso, corroborar personalmente algunas cuestiones relativas a lo escrito. Por otra parte, no siempre nos fiamos de quien lo haya dejado registrado y, por supuesto, no siempre será tan diáfano el motivo que nos conduzca a visitar a otros coetáneos pasados o futuros.
Jules Verne, desde joven, tenía todo tipo de ambiciones y capacidades, excepto la del amor hacia las mujeres o hacia ciertos pueblos. Tampoco la de ir más allá de un siglo y algo respecto al momento que estaba viviendo. Y, aunque sí era un visionario (pues, incluso siendo un transtiempo quería ver más allá del espacio y del propio tiempo por los que transviajaba), estuvo disperso durante su juventud: por un lado, el París al que su padre le condujo para estudiar Derecho (y así seguir la tradición de continuar, como primogénito de la familia, con la carrera del padre) era una ciudad llena de vaudeville y de posibilidades en el mundo del teatro; por el otro, su desengaño juvenil respecto al amor que no consiguió de su prima Caroline lo convirtió en un cínico y lo desapegó, para casi el resto de sus días, de todo amor hacia las mujeres, a las que solía ver como un estorbo o un elemento simplemente útil en pro de la comodidad de un hogar. Sin embargo, conmigo sería distinto…
Mi relación con Verne, como la que he tenido con varios hombres de su época y anteriores, no fue fácil al principio. Con otros con los que he tratado se quedó en eso: en una relación fría o difícil. Pero algunos, como con Verne, al poco tiempo se desenquistaban y pasaban a ser relaciones entre cordiales y magníficas.
Julio era un tío afable y alegre con los que descubría que, como él, eran transtiempo, pues no tenía a ningún familiar que lo fuese (ni siquiera su hermano Paul, con el que se llevaba un año y al que adoraba eternamente). Pasaba de ser distante a cercano y curioso: siempre quería saber qué opinión se tenía de él o cómo se le reconocería, según de qué momento viniésemos. Además, necesitaba compartir sus secretos más íntimos con quien pudiese comprenderle o, al menos, pudiese entender que no era ningún problema…
Conmigo, sabiendo que era periodista en el s.XXI, sentía esa gran curiosidad y, continuamente, solía preguntarme cuestiones sobre temas que deseaba conocer mejor. No todas, pero la mayoría importantes. Por ejemplo, deseaba saber ciertos detalles respecto a sus errores predictivos (no todo lo concretaba transviajando) o si en mi época se había conseguido ya desarrollar la tecnología necesaria para algunas de sus imaginaciones más atrevidas. Cierto es que algunos de los datos que dejó plasmados en sus libros fueron certezas: por ejemplo, concretó (a propósito, con ciertas distancias que consideró necesarias para no desenmascararse demasiado) el lugar desde el cual saldría la primera nave hacia la luna. Asimismo, concretó que serían los estadounidenses quiénes lo harían (a pesar de no ser una potencia tan desarrollada en ese momento, pero sí una de las nacionalidades que más le entusiasmaban por su energía y su inventiva del momento). También qué coste aproximado supondría ese viaje o qué tipo de nave lo llevaría a cabo…
Le conté, como anécdota frugal mientras me invitaba a un vino en su primer velero (la única mujer que se subió en el Saint Michel), que en el futuro habría una novelista española, llamada Almudena Grandes, que escribiría un libro que tomaría como narrador a un niño, apodado Nino (justo como yo llamaba a mi José de la Valencia de principios del s. XX). Una tontería pero que me hizo mucha gracia, claro está. Hasta aquí se quedó mirándome como con prisas. Pero cuando le dije que el título del libro sería El lector de Julio Verne me sonrió con la complacencia del que no hubiese descubierto eso jamás (ni aún siendo un transtiempo). Brindábamos por ello.
En aquel viaje, un día que estaba él especialmente ofuscado porque sabía que la Académie française no le iba a reconocer su labor literaria y sí lo haría con el hijo de su adorado Dumas, tuvimos varias conversaciones curiosas. Una de ellas me dejó boquiabierta (bueno… una más de aquéllas): resulta que, como podía sospechar por varias de las teorías expuestas en libros y vídeos de Youtube, Julio Verne era bisexual. Y sí: podría no haberme sorprendido justo por lo mismo, porque ya lo podía imaginar de algún modo. Pero escuchárselo a él tenía un tono distinto porque me contaba, con total libertad, cómo había decidido entrar en el mundo de las saunas gay cuando estaban comenzando en ese s. XX. Me dijo que en la novela que no quiso publicarle Jules Hetzel (la del París de la década de 1960), ésa en que dejaba a París como una ciudad degradante, no había escrito ni una palabra del tema de las saunas, pero sí lo había vivido cuando transviajó para conocerlas.
Jules et Jules (Verne y Hetzel, respectivamente) constituían una tándem ejemplar en la historia de las relaciones escritor-editor. Entre los que les conocimos en persona, sabíamos que era posible que hubiese algo más que eso, pero ninguno de los dos lo reconocía. Lo respetábamos, por supuesto: no todo ha de confiarse, por mucha confianza que se comparta con nadie. Pero, a pesar de las exigencias de Hetzel y de su diferencia de edad con respecto a su escritor predilecto, las manos se acercaban y los ojos hablaban con cariño (un cariño que podía combinar el de un padre, el de un amigo y el de un amante).
A Verne le gustaba Poe. Éste decía que, en la literatura, se debía conseguir una verosimilitud científica. De hecho, le gustaba y respetaba tanto que, a su muerte, escribió una secuela a narrativa de Arthur Gordon. Y, por cierto, hablando de otros autores: además de a Edgar Allan (nombre de su padre adoptivo) Poe, admiraba a varios otros autores: Charles Dickens o George Wells (el autor de La guerra de los mundos, por ejemplo). De este último decía que era el verdadero cienciaficcionario y lo razonaba así: «Yo no veo posibilidad alguna de comparación entre su trabajo y el mío. No procedemos de la misma manera. Sus historias no reposan en bases científicas. No, no hay ninguna relación entre su trabajo y el mío. Yo hago uso de la Física, él inventa. Voy a la Luna en una bala disparada por un cañón. No hay invención alguna. Él va a Marte en una aeronave de metal que anula la ley de gravitación. Eso está muy bien pero, muéstrenme ese metal. Que me lo fabrique». Wells era pura imaginación, ficcionaba y se procuraba su propia ciencia, sin método científico. Pero, Verne estudiaba y mucho (además de viajar en el tiempo, claro, para cerciorarse de que iba bien encaminado, científicamente hablando).
Verne desarrolló inventos plausibles y los plasmó en sus obras. Ejemplos son los casos de las armas de destrucción masiva (Los quinientos millones de la Begún, ed. 1879), el helicóptero (Robur el Conquistador, ed. 1886), las naves espaciales (De la Tierra a la Luna, ed. 1865), los trasatlánticos (Una ciudad flotante, ed. 1870), Internet (París en el siglo XX, ed. 1994), el submarino (Veinte mil leguas de viaje submarino, ed, 1869) o el ascensor (La isla misteriosa, ed. 1874). Y, en cada caso, procuraba que las ilustraciones fuesen perfectas. Jules et Jules, de nuevo, trabajando la edición de las publicaciones para que llegasen al público joven pero también incitasen a los públicos adultos, a los que podían captar ciertas logias tras reconocer los viajes iniciáticos como un punto de partida para desear entrar en ellas.
Verne terminó la carrera con desgana pero lo que realmente amó, en ese París imaginativo (el de su juventud y no el de su novela), fue aquello en lo que le inició el propio Alejandro Dumas (padre): utilizar su capacidad para las letras y desarrollar una carrera en el mundo del teatro parisino (hasta el punto de llegar a ser secretario del Théâtre Lyrique hasta 1854). Fue Dumas, de hecho, quien le presentó a Hetzel. Dumas padre siempre le quiso bien y le apoyó en todo lo que pudo: creía que merecía más oportunidades que aquéllas que le brindaba su padre. El patriarca de los Verne financió su carrera pero con escasos recursos económicos: a pesar de tener dinero, nunca quiso que fuese holgado, de manera que no le resultase fácil darse a la mala vida parisina o pudiese desviarse de su destino laboral (la abogacía). Pero el destino es caprichoso… un mendrugo de pan y agua, unidos a buenos amigos y mucha voluntad pueden ser suficientes para conseguir una nueva carrera. Así fue para Julio Verne, hasta que consiguió rodearse de los artistas adecuados, especialmente su admirado y siempre bien recordado por allá por donde fuese Alejandro Dumas, su primer mentor.
Cuando era niño, prácticamente, y tras la decepción del amor no correspondido por parte de su prima, le dijo a su madre que le consiguiese una mujer millonaria que pudiese conducir el hogar con solvencia y comodidad. Y la madre no lo hizo directamente, pero la asistencia a una boda le dio la oportunidad de encontrar a la mujer ideal: una viuda que contaba con dos niñas de 1 y 3 años de edad y con cierta solvencia monetaria. Ella necesitaba un marido y él una mujer que le ayudase.
Verne, a pesar de sus novelas futuras/futuristas, no quiso concretar cómo sería su vida con su mujer. De hecho, esto es común entre los transtiempos: que no queremos usar nuestras capacidades para leernos nuestra propia mano o sentirnos como leyendo la bolita mágica (en cuanto a lo que nuestra vida futura en pareja se refiere). Y bien: le salió la jugada come ci come ça. Por un lado, no fue feliz con ella ni con su único hijo carnal, Michel, por muchos años. Pero, por otro, tuvo una relación con una mujer que consiguió admirarle por el éxito conseguido y que, por ello, le dio cierta rienda suelta. Cuando se compró el primer Saint Michel (esos veleros que tanto admiraba), decidió ponerle el nombre de su hijo para que ella, Honorine, se quedase algo satisfecha y pensase que él no iba a descarrilarse, que tenía sentido de familia. Viajó con su hermano Paul y no con ninguna de sus tres hermanas (y esto también la tranquilizó de algún modo, pues Paul sabía de navegar y no era dado a la galantería; en cambio, sus hermanas hubiesen sido un lastre). Honorine, además, entendía su anhelo por tener una relación directa con el mar. Cuando comenzaban su relación ella misma lo impulsó. Pero, no solo lo entendía y lo motivaba en su momento, sino que se apoyaba en que la familia Verne tenía una gran cantidad de miembros ligados a la navegación: la familia de su madre estaba llena de marinos y el hermano de Julio tuvo la ventaja de poder dedicar su carrera y su vida a las aguas oleadas y a las técnicas propias de todo marinero.
Como pequeño apunte, diré ahora que hay una cuestión importante, pienso, en la vida de Verne. Y es que fue bulímico como consecuencia del hambre que pasó de joven en París. Esto hizo que, por un periodo dado, fuese un gran devorador de la comida que le preparaba Honorine. Lo hubiese sido con cualquier comida que le preparase cualquier otra mujer. Y esto es un nexo de unión entre cualquier matrimonio, como muchos de los lectores (o el solo -o la sola- lector) que tenga mi diario podrán apreciar, además de ser un buen motivo para tener una esposa que le proveyese de sustento, le daba imagen y comodidad, por muy inoportuna que pudiese resultar cuando se quedase embarazada o cuando le pudiese exigir ciertos traslados…
El heurístico Verne pertenecía a varias sociedades seculares. Algunas científicas, otras masonas y otras algo esotéricas. Las mujeres de su entorno jamás hubiesen podido entender estas participaciones, pero a mí sabía que podía llevarme (ni que fuese como puro divertimento, para ver cómo reaccionaban sus miembros, a los que sabía que les escandalizaría por su notable misoginia). Y lo hizo en tres ocasiones, tras haberme llevado ya una anterior a la bolsa parisina, y mostrarme el estilo de vida que él mismo había debido sufrimiento durante cinco años para ganarse las papas diarias. Viendo que reaccioné como él deseaba, decidió promoverme como caso curioso de fémina, si bien nunca mencionó nuestra complicidad por ser ambos dos transtiempos que vivían amando las letras.
Esas tres ocasiones fueron, inicialmente, bastante violentas pero todas tuvieron un final feliz (y no por mi causa, sino por la de sus miembros, amables al fin y al cabo). Una de ellas, me llevó a la Sociedad de la Niebla, una orden esotérica que antaño colaboró con los Iluminados de Baviera. Fue por su implicación con esta orden que determinó cómo debería de ser su tumba… pero lo cuento luego. En otra ocasión me llevó a la sociedad Gun-Club, en Baltimore, donde se reunían para compartir información sobre avances tecnológicos, entre otras cuestiones. Allí fue donde fraguó el concepto de la necesaria relación del hombre con la Luna. Con estos personajes me sentí francamente arropada, a pesar de sus desvaríos y de su temerario nombre (o así me lo parece a mí). Y, por último, me llevó a una de las nuestras logias transtiempo. En ella, en aquel momento y en París, se desarrollaban rituales iniciáticos para cualquier que quisiera entrar, por muy transtiempo que se demostrase que fuese, porque era una logia masónica. Sí, solo la frecuentaban los transtiempo, pero en este caso solo eran hombres y solamente si pasaban el filtro de los contactos masones, además de los rituales necesarios para ser parte de ella. Dado que era Julio Verne quien me llevaba, y solo iba a ser por un rato, decidieron aceptar la anécdota de contar con la presencia de una mujer transtiempo del futuro. Me invitaron a sentarme y observar y me hicieron prometer que jamás escribiría sobre lo que allí se acontecía. Cumplo, pues, pero dejo aquí indicado que me pareció extraordinario, a pesar de tener conocimientos sobre masonería por las diferentes vivencias propias y las entrevistas que he publicado sobre el tema.
Todas las ocasiones que visité a Jules fueron una grata sorpresa. He ido y venido, durante varios años, para conocerle con profusión. Me lo permitió siempre, a pesar de su constancia y de su estricto horario de escritura. A veces, solo me pedía que me sentase a leer y le dejase escribir. El ritmo lo determinó el otro Jules, su editor, con el que firmó un contrato para publicar 3 novelas por año (la mayoría de ellas emitidas por capítulos en alguna de sus revistas de público familiar).
Jules Hetzel, por su parte, sin ser un transtiempo, sí era conocedor de la condición de su querido Verne. Pues igual que pueden serlo Concha o Liz o Lola o Ruth, en mi caso. Era un cómplice necesario para Julio Verne. Debía, por tanto, saber de esa condición transviajera. Quizá por ello le exigía tanto y le reprendía cuando se pasaba con opiniones políticas o con desvaríos elocuentes sobre cómo afectaría la tecnología al París del futuro (pues no quería desmotivar a sus lectores). Y, sí: Hetzel lo adoraba, pero no dejaba de basar gran parte de sus ganancias en lo que Verne escribiese (que una cosa era el trabajo o la economía familiar y otra muy distinta la diversión que pudiesen compartir).
Un personaje que le ayuda a meterse con intensidad en sus verosimilitudes científicas fue Nadar, un fotógrafo francés que tenía un globo aerostático y con el que hizo un viaje que le propinó un gran soplo de posible a uno de los escritos de Verne: su Cinco semanas en globo. A Nadar lo conoció personalmente y con él fundó la Sociedad para el desarrollo de la locomoción mediante aparatos más pesados que el aire (ahí queda eso). Conoció y viajó junto a otros exploradores, sobre todo en barcos de gran calado (a pesar de haber dicho que no viajaría nunca si no era soñando) y de todos ellos aprendía y deducía lo que sería plausible en el futuro, pues la ciencia de su presente y los mayores saberes de sus coetáneos eran la base sobre la que desarrolló sus inventos para sus novelas. Verne era visionario y un transtiempo, pero no podía saber todo lo que el tiempo proporcionaría a las generaciones futuras.
Esos adelantos del momento, a nivel científico-técnico, que influían de un modo cotidiano a las gentes del París (y de otros lugares), eran lo que animaban a la lectura de sus novelas y ensayos. De algún modo, se veían capaces de recrear, en sus mentes, lo que podría derivarse del telégrafo o del teléfono, de los barcos y sumergibles, de los automóviles o de los sistemas de transmisión, en general. Los motores estaban en eterno funcionamiento entre ciertas esferas sociales, ya por entonces…
Verne necesitaba muchísimas horas no solo para escribir. Gracias a su relación con Pierre-Jules Hetzel comprendió la necesidad de corregir sus obras paulatinamente a su escritura. Leía y revisaba, continuamente, su estilo literario, el uso de la lingüística que mejor consideraba en cada caso y, también, los avances científicos que se pudiesen dar mientras escribía, pues de ningún modo debía caer en ser anticuado, sino todo lo contrario. Por ello era tan importante participar en cada sociedad que pudiese aportarle información al respecto.
Uno de los motivos por los que decidió guardar información en una caja (cápsula, como gustan de llamarla ahora, tras descubrirla), fue justamente que consideró oportuno que la gente del futuro que se acercase a su sino, a través de la curiosidad que su tumba pudiese generar (y ya se ocuparía él bien de ese tema), debía conocer/descubrir algunos elementos que él quiso aunar: unas llaves, un catalejo, una moneda medieval, un cartabón, un colgante y un anillo (todo esto era para darle intensidad literaria al descubrimiento… nada más). No acaba aquí, pues también contenía un mapa de Europa con marcas sobre la región del Peloponeso, un documento sobre las fases de la luna y diversas referencias numéricas, un libreto de cuero con documentación, un libro correspondiente a un tratado de minería (con varias referencias alquímicas que denotan su relación con el mundo de las sociedades en las que estuvo) y algunos otros documentos en que aparecían líneas y criptogramas, como en forma de esquemas irreconocibles por la gente común pero que parecían un sistema de comunicación privado. Este último legado también dejaba intuir su relación con alguna sociedad de carácter privado.
Pero, además, contenía un recorte de un periódico neoyorkino de 1890 en el que se destacaba la proeza de Pinky, el apodo infantil de Nellie Bly (su pseudónimo), es decir Elizabeth Jane Cochran, la periodista encubierta que realizó la vuelta al mundo en 72 días y que, porculera como era, había hecho parada en la casa de Verne. A todo esto, yo entiendo que hiciese esa parada, pues Verne la había retado públicamente a hacer el viaje en 79 días y dijo que la felicitaría si lo conseguía.
Nellie fue la primera mujer en navegar el mundo sola, sin compañía ni protección de un hombre, y llegó a inspirar a muchas viajeras occidentales (entre otras, probablemente, a mi querida noble inglesa Gertrude Bell, si bien ésta viajó a través de mares de arena en Arabia).
Verne, con este legado, había querido dejar algo… no destruirlo todo. El día que destruyó la mayor parte de los documentos que tenía en su haber yo fui a visitarle y me echó. Me dijo que quería que eso fuese privado. Pero, antes, me dio las indicaciones de dónde podríamos encontrar la caja en el futuro. Me dijo qué día quería que se encontrase y que quería que fuese un arqueólogo francés. Yo conozco a Beauséjour y fue a él a quien le sugerí que visitase la tumba de Verne. Elouan era el adecuado: un tipo avispado y que siempre llegaba a las profundidades de cada indicio o comunicado (como el propio Verne). No me equivoqué. Verne adoraba el método científico, pero también gustaba de la inocencia de los ensayos ceteris paribus. Sin embargo, para encontrar su legado quería una precisión de bisturí, sin riesgos. Y yo sabía que no los habría pues, de no haber acertado Elouane Beauséjour, yo misma hubiese revelado el misterio ese mismo día.
Ferdinand de Lesseps, motivado por la lectura de Verne, en 1870 solicitó que condecorasen al célebre autor con la Legión de Honor. Y pensó que lo lograría por sus influencias franco-prusianas. Pero no le llegó hasta mucho más tarde, en 1892. La razón: su aporte a la educación y a la ciencia. Es entonces cuando el mismo Verne, en una entrevista de 1894, quien declararía: Yo fui el último hombre condecorado por el imperio. Dos horas después de firmado el decreto que me hizo miembro de la Legión de Honor, el imperio había dejado de existir. Mi promoción a funcionario se firmó en julio del año pasado. Al menos, se consoló con ser especial en este evento.
¡Ah! Se me olvidaba y lo pongo como nota: el día que más me divertí con él fue en un momento de su juventud, en París, cuando entre copas estuvimos viendo cómo le ponía letra a una partitura de un colega del teatro. Pretendían montar un vaudeville, más al estilo musical de Broadway. Le vi reír como no lo había hecho antes. Y estoy escribiendo estas letras con la memoria constante de su risa juvenil y de su felicidad más plena cuando se rodeaba de músicos. Él mismo había deseado serlo.
Y otras de las ocasiones divertidas fueron las correspondientes a las asistencias a los estrenos de sus obras en el cine. Mientras él vivía no fui con él y, de hecho, él ya pudo ir a varias de cine mudo. Pero, como era un transtiempo, decidimos coincidir en las del futuro (antes de morir él, claro). Yo viajaría al pasado y él al futuro. Fuimos a varias, como si fuésemos padre e hija. Él llevaba la ropa que yo le facilité y yo adecué las mías (aunque he de reconocer que el miriñaque que me ponía para visitarle en su vida real me recordaba a aquellos corsés que me probaba y me hacía a medida mi amado José).
¡Ah, sí! Y otra anécdota divertida: cómo gustaba de encajar a los traductores en sus obras. Eran los personajes fetiche de Jules. Cada vez que hablaba de ellos, haciendo referencia a alguna de sus obras, se reía. Pierre-Jules no lo encontraba tan gracioso pero se lo dejaba meter porque tampoco había muchas opciones. Al respecto de esto, Verne sabía (porque yo se lo dije y no por ningún viaje) que en 2018 sería el segundo autor más traducido del mundo (en total, a 112 idiomas). Y esto… esto sí le hacía mucha gracia.
Como final de este capítulo de mi diario, previo a la publicación de mi respetuoso artículo sobre el gran Jules Verne en El Íntegro de esta semana, he de decir que otro grandes como Jean-Baptiste Charcot, Richard Byrd, Yuri Gagarin o Alexei Leonov, entre otros exploradores o astronautas, dejaron siempre ensalzada la figura de su ídolo, el valor de la lectura o de la compañía de los libros de Verne. En las entrevistas que concedían, siempre sugerían su lectura y decían que ellos mismos, tanto en su juventud como en su vida adulta o incluso en los propios viajes, vivían junto a Julio Verne.
Y, como colofón, voy a dejar indicado (solo en mi diario y no en mi artículo), que lo que más inquietante me resultó y me sigue resultando de Verne no es el Kraken, ni que le intentase asesinar su propio sobrino Gastón (que es de pensar mal, pues… le disparó y quedó internado por ello, habiendo sido hasta ese momento un miembro del gobierno francés), ni que se convirtiese en un político controversial (que en ocasiones declaraba en contra del esclavismo y, cuando le daba, hacía todo lo contrario), ni que narrase un modelo de persona hitleriana,… ni nada de lo que escribió como desarrollo inventivo ni ninguna profecía, ni que quemase tantos documentos, ni su bisexualidad, ni la cápsula-legado, ni los símbolos esotéricos de su tumba, ni los presupuestos que hizo sobre gastos del futuro… sino el guiño que quiso dejar para su posteridad, para los miembros de la secta que, en el futuro, él mismo quería que le rindiese culto.
Descubrí que Julio Verne quería que se iniciase una nueva logia que lo tuviese a él como el ícono de la misma. Que usase una imagen como la que dejó el en su propia tumba, de la que parece salir. Pero, sobre todo quería que esta secta iniciática vigilase a los políticos futuros. Su contraseña sería Apollo 11. Ése era el guiño. Ese nombre, sin embargo, sería usado como tal y como él lo dejó escrito en una de sus obras… sería una mutación graciosa pero poderosa como sistema de encriptado.
Verne me comunicó que no debía decir más y, de nuevo, lo respeto (por la cuenta que me trae). También él sabía de mi relación con Macron y May. Sabía que no solo conseguiría lo que le motivaba personalmente a él de esta logia, sino que, además, me ayudaría dándome la oportunidad de aprovechar la cercanía a sus seguidores futuros, seres siempre intrépidos. Me sugirió que la liderara y, sin duda, voy a hacerlo. Jules sabía que los transtiempo morimos o bien por falta de salud (él siempre decía que era como una máquina y, en realidad, eso es lo que somos -y por ello murió él en 1905) o bien por un ataque por la espalda porque, de otro modo, siempre tenemos tiempo de huír.
Hasta ahora, sigo huyendo. A mis padres los mataron miembros de nuestra logia transtiempo. Jules me está dando una oportunidad de oro de desligarme cada día más de ella. Y lo voy a aprovechar.
Gracias por todo. No caeré en decir maestro pues no seré parte de tu saga inventiva ni creo que jamás haga uso ni sea capaz de comprender todos tus desarrollos científicos, pero siempre estaré en deuda contigo, querido amigo Verne.
Gracias a ambos. No quiero olvidar quiénes sois, Jules et Jules, pues hoy en día, nos autopublicamos o, a veces, ni eso… Pero, por aquellos entonces, ¿qué hubiese sido de Verne sin el valor de su editor?
Bonne nuit, mon frère, mon ami.
Jules et Jules (o de cómo comenzó la Ciencia Ficción)
por Carmen Nikol
Continuación de Las carnes del tiempo
Capítulo X: Howard Fast: de comunista a multimillonario
