Adorando a Clota: pinceladas sobre Sorolla

Hace unas semanas que está todo tan movidito en la prensa que casi nadie se ha enterado de que ha dimitido el jefe de Comunicación del Vaticano. Algo tonto pero que, a mí, me ha sentado fatal. Y no me refiero a que la gente ni se haya percatado, sino al hecho de seguir leyendo, en las letritas que salen en los faldones de los telediarios, a altas horas de la madrugada, otra noticia más ligada a la Iglesia o a sus adeptos. Me enoja. Y, si lo veo de madrugada, más aún. Sé que ya no voy a dormir el resto de lo que me quede de noche. Pero, me ha resultado útil. La vigilia ha sido de gran provecho. 

Debajo de mi sexto piso sin ascensor, sonaba la música de un coche. Eran las tantas… como las seis de la mañana. Y no es que sonase muy fuerte, pero estando despierta y, con el volumen de la televisión bajado, se escuchaba todo. Ya comenzaban a oírse otros coches, pero éste era especial. Lo era por el tipo de música: era una música africana con sus ritmos típicos de 12 por 8. Salí a la ventana y abrí el visillo (me encanta tener visillos, de veras que sí). No encendí la luz para que no me notasen lo más mínimo. Y la vi salir. Era Adela, la vecina del quinto (su piso es el que está justo debajo del mío). 

Siempre que la veo pienso en la canción y la medio bailo, medio canto: Me lo dijo Adela, me lo dijo Adela… De hecho, me pasa lo mismo cuando la oigo gemir y, claro, me resulta extraño pensar en El Consorcio mientras están en faena. Vamos… cuando la escucho gritar con el tío de turno. Adela es puta y chilla mucho. Nunca ha dejado de excitarme oírla, pero ya me ha dicho que finge. Me río con ella. Me cae bien. Gracias a ella mi vibrador está más que contento. Así que, nos cruzamos, la saludo con alegría y ella siempre me mira con cara de me alegro de que lo disfrutes. En fin, complicidad silenciosa entre vecinas. 

Pero, el caso es que me quedé con la mosca en la nariz tras verla subir con un negro y con una nena muy joven. Sé que Adela hace de todo (es una puta vocacional, como la famosa Grisélidis Réal). Sin embargo, lo que estaba viendo no me había gustado nada. No por ser retrógrada, sino porque ni me gusta la prostitución esclava, ni la mafia de los negros nigerianos con la trata de personas,… ni, sobre todo, porque no me pareció feliz la cara de la niña que llevaban de la mano. Su cara reflejaba pavor. Y, lamentándolo mucho, he puesto en alerta a la policía a las 6 de la mañana (cuando no me dejan dormir ruidos de motos o de maquinaria, siempre les llamo… Me tienen fichada).

Y, como no hay mal que por bien no venga, tener esa complicidad feliz con ella va a ser lo que haga que no piense en mí como la chivata, si llegase el agua al río.

Siempre he sido una fervorosa defensora de la legalización de la prostitución: no le veo más que ventajas y me revienta el sentir que sigan siendo carne de intercambio, que no coticen y que no tengan lo correspondiente en la SS (Seguridad Social -a mí estas siglas me recuerdan a los nazis, aunque sea en singular). Resumiendo: no le veo nada positivo al anquilosamiento de esa magnífica profesión.


Sorolla retratado por la fotógrafa Gertrude Käsebier en 1908

Esta mañana, con un café bien cargadito (para ver si me mantenía despierta tras la inquietud nocturna), he comenzado a investigar a Sorolla, sobre quien trata mi próximo artículo para Concha. Un verdadero maestro que no deja de encandilarme con cada una de sus obras.

Decían de él que era brusco, antojadizo, no muy cuidadoso con la urbanidad, voluntarioso, desagradable con las personas que no le eran gratas, pero sincero y amante de su mujer. Vehemente y apasionado por el matiz de los tonos de color blanco o los del mar. Trabajador. Trabajador. Muy trabajador. Y, sobre todo, rompedor y provocador con su arte: no disfrutaba de la masa borrega ni de sus antojos perturbados, por lo que sus cuadros conducían a la reflexión (especialmente, aquéllos que presentaba a concurso en esferas europeas, como Trata de blancas, entre otros).

Cuando le conocí, yo pensé que era intuitivo y que sabía captar la esencia de las personas. Que, seguro, había tenido el pelo cano desde joven porque le sentaba demasiado bien como para haber traicionado en ningún momento de su vida esa estética madura de mandarín sabio.

Don Joaquín solía venir a merendar a la terraza de Blasco Ibáñez: sus vistas a la playa de la Malvarosa siempre fueron lo más inspirador para su pulso (también lo era la de Jávea, si no lo era más; pero no podía renunciar gustoso a ninguna). 

Sorolla era un hombre perenne, como una hoja que no cae: olías su estabilidad apasionada con un solo gesto que hiciera. Su pintura era fresca cuando era más suya. Digo era… ¡Qué atrevida y bohemia! Sigue siéndolo, pero es que me gusta ubicarle allí, en su vida real. La póstuma se la ha ganado, pero la real era una delicia. Joaquín Sorolla, Ximet para los amigos. Aquí, en Valencia, todo Joaquín es Ximo (que suena como los caramelillos aquellos que eran redondos y riquísimos). Pero, al maestro gusto de llamarlo D. Joaquín, a pesar de que me han introducido fácilmente en su círculo. Gracias a mi amistad con la mujer de Blasco Ibáñez (María, la que ya mencioné anteriormente en este mismo diario), he conseguido hacerme amiga también de Clotilde: su adorada Clota. Blasco les tenía mucho cariño a ambos y Clota y su marido Ximet también sentían lo mismo por el matrimonio Blasco-Blasco (Blasco Ibáñez y Blasco del Cacho), así que el ambiente de aquellas meriendas era distendido y me sentía como una de las mujeres más afortunadas de la Valencia de finales del siglo diecinueve.

Joaquín Sorolla y Clotilde – Museo Sorolla | Ministerio de Cultura

A principios del s.XX, tuvimos ocasión de coincidir en Madrid. María vivía allí y Don Joaquín también hubo de irse trasladarse a la gran ciudad, a pesar de su amor por Clota y de su amada luz mediterránea que tan bien gozaba de plasmar en sus cuadros-tributo (o así me lo parecen a mí, que también adoro la luz valenciana). Pero, gracias a sus partidas, que fueron muchísimas, supe cómo escoger cuándo transviajar y visitarle con acierto. 

Clota y D. Joaquín sentían un amor profundo desde que se conocieron en la casa del padre de ella: el fotógrafo D. Antonio García. Él fue quien quiso darle trabajo al adolescente Sorolla para que le ayudase como retocador e iluminador en el ejercicio fotográfico. 

La vida de Sorolla, de hecho, no versa solo hacia la pintura: también la fotografía, aquella tempranísima fotografía que acababa matando al daguerrotipo y que marcaría la diferencia entre los pintores de finales del s. XX y sus referentes, pues profanaba la imagen y su reverencial admiración desnaturalizada, idealizada dentro de su realismo, para pasar a la necesidad de plasmar todo tipo de gestos. Sorolla, posteriormente, resultó un gran defensor de la naturalidad en la pintura y de la provocación conceptual, de la profanación de los tabúes sociales y, aunque le salió caro de joven, también le procuró gran parte de las alegrías de su vida y de las admiraciones que le llevaron a la fama sin necesitar ser un difunto. Su vitalidad le sumió en la más pura consciencia de cada paso, de cada escucha, de cada imagen, de cada gesto social. Decidió ser famoso en vida y se catapultó fácilmente, consiguiéndolo tanto en Europa como más allá del charco. Y Clota, su adorada Clota, siempre fue su musa, su perfecta mujer, su esposa y la madre de sus hijos. Clota. Siempre su amada Clota: su mayor fuente de inspiración. 

Antes de transviajar para conocerle, quise saber mucho de ella, sobre Clota. No era envidia lo que me inspiraba: era admiración. Su preciosa figura en cada cuadro que la representaba, sus magníficos vestidos de la belle époque y el intenso amor que sentía su marido por ella eran suficientes para generar en mí una tierna admiración por aquello deseado para mí misma. Supongo que debe de pasarles a muchas de las mujeres que, como yo, hayan leído sobre la incomparable pareja que formaban. Supongo, también, que por ello me sentí honrada al conocerla por primera vez: María me la presentó así, con su apodo, como Clota, como la mujer más representada del mundo. Y… quizá no iba mal encaminada: quizá haya que estudiarlo para cerciorarse de si es un récord Guiness sin premio (acabo de enviar la consulta en la página de los susodichos récords y me han dicho que me responderán en dos semanas).

Clota, cuando me conoció, me dijo con su preciosa voz: Un placer señorita. Me han hablado excelentemente de Ud.. Así que comenzábamos las charlas de a tres de la mejor manera, en la Malvarosa que compartían Blasco Ibáñez y el ilustrísimo pintor, riéndonos de lo que hacían sus hijos y escuchando el mar, sin más (ni menos).


La última vez que coincidí con los maestros Blasco Ibáñez y Sorolla fue en el acto de nombramiento de Comendador de la Legión de Honor de Francia que le otorgaron a aquél. No era fácil ser mujer y andar por ese acto, pero para ello tengo mis contactos en todos los tiempos: son buenos y son muchos, afortunadamente. Esta vez, fue Phillip, quien me hace el dinero para transviajar por todos los tiempos y por doquier, quien me introdujo fácilmente en aquel acto. 

Sé que puedo asistir casi a todo lo que me plazca pero procuro andar con mesura, no abusar de mis destinos y, sobre todo, no parecer inoportuna o impropia en las situaciones en las que me inmiscuyo. Los transtiempos tenemos esa ventaja, ciertamente; pero, no se trata de abusar sino de atinar. Y quise estar en varios momentos vitales de Sorolla: por ejemplo, quise verle cuando se hallaba superando la misma malaria que mató al inagotable e indomable Fortuny. Roma, increíblemente, les había aportado aquella enfermedad que tanto ataca hoy en la zona subsahariana de África.

Yo me vacuné en mi presente, antes de transviajar. ¡Hay que ver! ¡Cuántas veces pienso en cómo los personajes históricos que admiro que no pudieron vacunarse y, asimismo, cuánto en cómo hoy aún hay padres que no quieren vacunar a sus hijos! ¡Hay que ver cuánta incultura nos ronda aún!

Otra de las ocasiones que quise verle fue cuando comenzaba a instalarse y a trabajar en la casa de su futuro suegro. D. Antonio fue muy amable al hacerme aquellas maravillosas fotos y no cobrármelas. Al verme charlar con su hija Clotilde y con su recién acogido huérfano Ximet (que tenían poco más de 12 años), decidió que yo no era una clienta normal y me invitó a un café para poderme informar sobre su llegada a la ciudad y sobre por qué decía que sentía una corazonada sobre su hija y su pupilo…

Han sido varias las ocasiones que he transviajado para ver a Sorolla en persona. A veces de jovencito, otras de más mayor. Él ha sido el que más me ha obligado a especializarme en la caracterización, pues no era baladí su ojo clínico de pintor observador. Debo rendirle las gracias, pues gracias al esfuerzo que implica que no me reconozcan a pesar de las diferentes visitas, si es que no me resulta necesario o interesante que sea así, mis compañeros, Julián y Francis, han desarrollado una pericia excelente en el diseño de trajes y maquillajes de época. Me atrevo a decir que mis trajes, los que ellos han diseñado y cosido, compiten con los expuestos estos días en el Museo Thyssen y en la mismísima casa de Sorolla en Madrid, su actual museo. Mi admirado Museo de la Seda de Valencia ha puesto parte de las telas: de no haber sido por este detalle, creo que ni Julián ni Francis hubiesen podido conseguir llegar hasta el más ínfimo ribete dándole el cuerpo y el uso que buscaban (ambos trabajaron con ahínco porque sabían bien que Sorolla había pintado a muchas mujeres de la élite que lucían modas con muchos detalles, por lo que era crucial).


Su cuadro Pescadores valencianos motivó una visita más. Pero no fue hacia tan tardío pasado. Lo terminó en 1895. Éste ha sido el que más caro se ha vendido hasta ahora, en2018: más de 5 millones de euros. Quise conocer a quien lo había comprado antes de terminar mi especial, a dos páginas, en Carácter Sincrónico, el del domingo 22 de abril (un buen artículo para disfrutar de la jornada previa al mismísimo 23). Me parecía el mejor modo de terminar todo lo que tenía que contar sobre el maestro entre maestros, admirado y comprado por pintores coetáneos de las ciudades más artísticamente bulliciosas: París, Berlín, Nueva York, Roma, Biarritz… exponían y compraban cuadros de Monet, Manet y Renoir, pero también de Sorolla, de mi adorado D. Joaquín. En aquella subasta, no me permitieron saber quién era el señor que acabó siendo el mejor postor. Solo le vi la cara. Tampoco he podido concretar qué fundación lo tiene ahora. Pero me alivia pensar que, como yo y como tantos otros valencianos (y valencianas, claro), existen multitud de personas que disfrutan de los Sorollas. 


Antes de finalizar mi estudio y de regresar con Concha para terminar lo que llevamos entre manos (sobre todo ahora, que han hecho una acción conjunta Trump, May y Macron sobre la tan baldada Siria, recuerda revisar la parte del diario en qué lo explico), quiero visitar a Archer Huntington, uno de los mayores benefactores de la economía familiar de Sorolla. Con él, cerraré el ciclo que he querido dedicarle a uno de los mejores pintores españoles, aquel que más admiraba a Velázquez (aunque parezca mentira, por la contrariedad en las luces y sombras a las que se destinaron cada uno de ellos). Si os gustan sus cuadros, mis queridos lectores de este diario, solo tenéis que analizarlo: lo veréis plasmado. Y si sois de cualquier provincia de España, sabed que Sorolla hubo de admirar cada una de vuestras tierras, pues Huntington le pagó por hacer una magnífica colección sobre nuestra querida España (americano tenía que ser). Sufrió por dejarlas reflejadas y, llegando a Cataluña, andaba mal de salud, sin embargo luchó por reflejarla con amor, muy a pesar de la opinión de su amigo Blasco Ibáñez. Al fin y al cabo, aunque Sorolla era un provocador, era un hombre adorable que admiraba e intentaba conocer a todas las gentes para dejar una excelente y fidedigna impresión sobre cada paisaje, con una mirada sublime sobre cada persona que iluminaba.

Sorolla era, es y será nuestro grandísimo Sorolla. Trabajase con reyes o con putas, Sorolla quería plasmar la realidad, dejar en la vida el gusto por la vida. Pintase, fotografiase o escribiese, Sorolla era un hombre de altura, con una visión humana y plena de valores básicos universales que siempre quiso plasmar en su obra para conseguir combinar lo necesario entre lo inerte, para poder tornar todo hacia una mejor vida: La Vida. Quizá porque era huérfano desde los dos años y porque cada persona que se le acercó supo cómo amarle, Sorolla vivía siempre con agradecimiento y pasión por lo que le daba el aire que poder respirar y la luz con la que poder admirar.


Este 23 de abril está siendo una jornada inolvidable para mí. Aunque no la escribiese en éste, mi diario, jamás la olvidaría. Ayer agotaron todos los números del especial dominical de El Íntegro, pero siguen buscándolo y pidiéndoselo a los libreros de las casetas. Me siento francamente honrada y ciertamente afortunada por haber podido acercarme a Sorolla y por sentir que, de nuevo él, ha conseguido un buen trabajo. Por donde andes pintando, amado maestro, déjame que vuelva a darte las gracias, pues aunque las de Rubens inspiraban el desnudo de tu adorada Clota, en mi sentir tú las tienes todas.


Adorando a Clota: pinceladas sobre Sorolla
por Carmen Nikol
continuación de Las carnes del tiempo | Capítulo VIII: Lodos y barros: de Sykes-Picot a ISIS


Publicado por Entrevisttas.com

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