459: Mayoriano, el último emperador romano

«Claro, claro… quédate tú mis ropajes. Me irán muy bien los tuyos». Ésa fue mi manera de entrar en la comunidad romana de Cartago Nova: conseguí ofrecerle mis telas y mis nuevos diseños a una vendedora de la calle del foro, una de las más populares. Le encantaron y no dudó en mantener el contacto.

Aunque mi latín tardío era bastante bueno, no podía evitar que se me escapase algún deje propio de una mujer extranjera. Tampoco me perjudicaba: era mi acento lo que conseguía darle más credibilidad a mi gol.

Le indiqué que había heredado el negocio de mi difunto padre y que, aprovechando la nueva situación de la mujer (tras su acogida cristiana), había decidido viajar yo misma para ofrecer los intercambios comerciales. A aquella vendedora solo le pedí, en esta primera ocasión, un intercambio con sus propias prendas. Con ellas podría pasear por las calles sin destacar, tan solo como una mujer más de la zona. Ni se lo pensó: estaba claro que le gustaba la tela que yo portaba y accedió al cambio. Accedió, de hecho (motu proprio) a mucho más.

Mis telas eran modernas (del siglo XXI) pero muy conseguidas, muy parecidas a las de la época, lo suficiente como para que ella sintiese que no iban a acusarla de rara sino de todo lo contrario: la iban a admirar.

«Me llamo Milce” -le dije- “un placer hacer negocios con usted». Me inventé ese nombre porque quise retomar el testigo de la mujer de Aníbal Barca: eso sí, sin que sonara exactamente igual. Este detalle le aportaría algo memorable. Quizá no acabaría de entender por qué me llamaba así (ni ella, ni nadie) pero, siendo forastera, pensé que podrían justificar casi todo. Y así fue: me fueron acogiendo entre ellas, entre las mujeres de Carago Nova (nuestra Cartagena española actual).

Estábamos en el año 459 DC (no puedo expresar cuánto detesto esta nomenclatura; pero, es que si pongo de nuestra era igual no se interpreta bien cuando me lean -cuando me leáis).


Antes de seguir, voy a indicaros en este punto de mi diario (por si no me leéis en el orden adecuado) que vale la pena que os recuerde que, cuando viajas en el tiempo -cuando transviajas, cuando eres un transtiempo-, has de tener un sentido experto de la ubicuidad y conocer muy bien el idioma, la cultura, los vestidos, las costumbres, los horarios,… todo. Has de trabajar duro, prepararte. Antes de llegar a las épocas y a los lugares que te interesan, has de estudiar muy bien qué personaje te procurará más oportunidades. Además, y muy importante, has de conocer muy bien el lugar y viajar varias veces -en viajes cortos- hasta tenerlo todo bastante claro: ese lugar que te va a facilitar lo oportuno para poder conocer a ese objetivo, a ese personaje concreto, y desarrollar aquella oportunidad ideal. Pero,… a veces, te equivocas. A mí, esta vez, se me pasó por alto algo y solo me salvó lo inesperado.


No sabía si me iba a apetecer Mayoriano, pero sabía que debía acostarme con él.

De Mayoriano (en el presente -mi presente vital, el del 2017) se sabía relativamente muy poco y muy a pesar de haber sido un emperador romano (de hecho, para muchos, el último emperador romano -sobre todo para los románticos). Se sabía que era un hombre de ley y un emperador ambicioso que echaba profundamente de menos lo que Roma supuso para la humanidad en el mejor de sus momentos expansivos. Actuaba (en teoría) bajo las órdenes del Imperio Romano y fue puesto en el cargo por dos personajes muy importantes: su protector, el emperador de Oriente (León I -al que el futuro le daría el nombre de emperador de Bizancio y que fue quien le nombró el jefe de las tropas de Occidente, el magister militum) y Ricimero, su Prefecto del Pretorio (una de las figuras más predominantes entre las del poder romano antiguo).

Antes he dicho en teoría porque en realidad no quiso responder a las expectativas de los promotores de la llegada a su cargo: quiso mejorarlas. Gran luchador y gestor administrativo, quiso aprovechar el cargo a favor del pueblo (un poco sin él, pero no del todo -como otros ilustrados futuros sí harían). Actuó con conciencia fronteriza. Fue el último emperador en intentar recuperar los territorios antiguamente romanos que llevaban ciertos años bajo el sometimiento y el uso de los pueblos germánicos. Tenía decidido que iba a recuperar un buen gobierno, unas buenas leyes y el territorio perdido por la casta romana. Y que lo iba a hacer contando con la aquiescencia de León I y con las reticencias de Ricimero.

[Como nota os diré que he querido poner en cursiva los anteriores conceptos de bondad porque, de algún modo, no todos los gobernantes ni ciudadanos romanos tenían un concepto de ética, ni de bondad ni de vida acorde con lo que hoy entendemos por leyes universales. Pero, os derivo a leer las propias fuentes romanas o a escritores del futuro que hayan puesto todos sus esfuerzos en traducirlos e interpretarlos correctamente. Hay mucho por concretar respecto a la bondad o el buen hacer a lo largo de la historia y de los libros que la analizan.]

Pero, siguiendo con Mayoriano, he de incidir en algo importante: fue alguien que me sorprendió siempre y siempre supe que vivía bajo el latente foco de lo inesperado. Sin embargo, algo se me pasó por alto y lo temí en cuanto supe darme cuenta de ello.

Mi artículo iba a ser un éxito, sin duda. Antes de escribirlo ya podía disfrutar de cómo Concha me sonreiría (una vez más) y de que lo publicaría lo antes posible. De hecho, lo publicó en noviembre de 2017, tal cual se lo entregué.

La mujer con la que había intercambiado ropa me procuró una buena estancia en Cartago Nova (C.V.I.N.C., Colonia Vrbs Iulia Nova Carthago -nombre que recibió tras darle el rango de colonia romana). Asimismo, me abasteció de ciertos enseres necesarios y también de comida, además de procurarme una estancia. Quiso garantizarse la correspondencia en el futuro, por si le podía hacer falta. Al principio, durante un par de semanas, me tuvo en su casa y, después, me ubicó en una especie de edificio de apartamentos en el que se quedaban los viajeros, los peregrinos (pues ya los había, por aquellos entonces) y los comerciantes de paso como yo. El edificio era una bella insulae de tres plantas, nueva, que se diferenciaba algo de las propias de las clases bajas de la ciudad. Lo único que me preocupaba, tras mi ubicación en tal insulae es que estaba demasiado expuesta y quizá me afectaría en algún momento o me estorbaría para conseguir mi objetivo real. Aquel edificio siempre estaba lleno de gente y eso no me permitía estar relajada ni concentrada. Y, aún así, con el tiempo, me di cuenta de que era lo mejor que me pudo haber ocurrido.

Mayoriano comenzó a reconquistar los terrenos de la actual Italia para, en breve, pasar a conquistar los de la Galia (la actual Francia), donde consiguió, sabiamente, que Teodoríco II -rey de los visigodos- firmase un tratado de paz con los de Hispania (la provincia tarraconensis, principalmente). En Francia, se instaló en Arlès: una ciudad mágica en la actualidad. Y en Hispania, tras vencer a los godos (y brindarles la condición jurídica de pueblo federado) decidió tomar aposentos relativamente cerca de mí. Por supuesto, gracias a mis estudios previos, ya sabía que así iba a ser. Como también sabía que venía al levante alicantino y murciano a preparar una flota para luchar contra los vándalos del norte de África. La estaba urdiendo en el portus Ilicitanus (el puerto de Elche, la actual Santa Pola) donde se instaló en una gran mansión romana.

Cuando llegó a la mansión que le recibió (donde los propietarios contaban con un negocio importantísimo dedicado a las salazones -producto exquisito y necesario por aquellos entonces), ya estaba muy generalizada su áurea de emperador y de luchador imbatible: se respiraba una sensación de orgullo y esperanza, propia de tener a un imponente gobernador entre el agradecido y melancólico pueblo romano que, con él, creía en la verdadera posibilidad de recuperar las antiguas fronteras del Imperio.

No iba a ser fácil conseguir acercarme a él. Y menos destacar hasta el punto necesario para poderme comunicar con él sin querer pretender ser una más o, sencillamente, no destacar nada y parecer una esclava agradecida. Pero, al fin y al cabo, yo era una comerciante extranjera y no estaba allí para cumplir con las normas propias de la antigua Roma. De algún modo, mi estancia como mujer poderosa en el mundo de los negocios iba a ser una ventaja, pero… ¿de qué modo? Acabé de pensarlo y lo llevé a cabo.

Decidí avisarle: entre sus tropas -como bien había estudiado ya- se estaban generando ciertas animadversiones fruto de las envidias, principalmente, y también como resultado de la decisión de no siempre hacer caso a aquéllos que le habían puesto en el cargo (sobre todo de Ricimero). Éste tenía, para sí, una serie de pretensiones que sentía que le costaría desarrollar si Mayoriano seguía aumentando su popularidad y generando leyes contrarias a sus dictámenes. Mayoriano le estaba castrando sus mejores (y peores) deseos.

El emperador Mayoriano era, también, un hombre generoso y respetuoso con su gente y, por ello, yo sabía que no podría creerme fácilmente si le avisaba sobre que pudieran fallarle los de debajo, pero sí podría creerme si le contaba lo que podría darse en el caso de confiar demasiado en el Senado Romano (al cual atosigaba para que se constituyesen nuevas leyes -entre otras, las que garantizasen la estabilidad de las edificaciones romanas, dejando de reutilizarlas para nuevos edificios, como se hacía hasta antes de entrar él en el poder). Pensé que también podría entrarle con comunicados sobre las pretensiones de Ricimero. De hecho, deseaba avisarle a pesar de que esto pudiese cambiar la historia. Mas, por otra parte, podría ser que no quisiese escucharme y, al contrario, quisiese conocerme solo para aniquilar a quien se había atrevido a emitir tales avisos (como ocurrió entre César y el hermano de Cleopatra). De ser así, y teniendo en cuenta que yo podría huir rápidamente con mi conjuro (el que uso para transviajar, el que me enseñaron mis padres y uso siempre), en realidad, era un riesgo que podía y debía asumir. De modo que, finalmente, me decliné por acercarme: decidí hacerle llegar, a la mansión, un mensaje intrigante: Tus tropas están recibiendo pagos de los vándalos. Milce.

Al cabo de dos días, estaba frente a él. La casa era preciosa, llena de mosaicos y con colores espectaculares por todas las paredes y zócalos (aprecié mucho venir de una insulae para poderlo disfrutar con la perspectiva del momento).

Me llevó a una sala privada: una estancia donde quería tratar el tema sin que nadie se pudiese enterar de sobre qué estábamos hablando. Una sala en la que me costó respirar por una fuerte impresión: el viento traía un olor rancio a salazón y a garum (esa salsa de vísceras de pescado, la más habitual -aún entonces-, la cual los romanos y sus colonias combinaban con casi todos los platos). Se me metió en cada fibra del cuerpo. Y esa impresión, combinada con la majestuosidad de la sala, ciertamente me tenía algo bloqueada. Era una sala llena de imágenes de Baco y, en aquel siglo V, ya no era lo propio ni lo más seguro: el Cristianismo era la corriente religiosa imperante, bien fuera en su rama arriana o bien en la católica (la más generalizada en Hispania y en gran parte de los terrenos que iban a conquistar). Ésa fue la razón por la que Ricimero le puso en el cargo de emperador: el propio Ricimero era arriano y no quiso correr riesgos llevando a cabo él las gestas necesarias.

El caso es que, en aquel preciso instante, yo no sabía si me llevó allí con el objetivo de impresionarme. Pensé que quizá quería aturdirme un poco antes de comenzar a hablar. Me costó… me costó empezar, sí. Y no solo por aquel olor y aquellas impresiones de Baco. También por su presencia: aquella magnífica presencia me había dejado claro que, si en algún momento había dudado de si podría desbaratar su lecho, ya lo tenía claro. Sí. Sí me apetecía. Y eso me acabaría salvando, de ser necesario. Ya no iba a sentir asco ni nada semejante, no iba a haber sacrificio necesario.

Ése era el punto más inesperado. Lo inesperado, lo incalculado. Iba a ser probable que me quedase prendada. Se me antojaba poder disfrutar de cada palmo de su cuerpo, de olerle. Su olor corporal no retenía el garum: era deliciosamente salvaje.

Viendo cómo me costaba comenzar a hablar, él mismo inició la conversación con un saludo: Salve, Milce. Me sorprendió ese salve porque, la verdad, no tenía una certeza sobre cómo se saludaban por entonces, sobre cómo era el saludo a una mujer en aquella época. Tampoco sabía cómo responderle yo, así que dije lo mismo: Salve, Mayoriano. Y pensé: si, por este saludo, voy a cometer un craso error, no me lo perdonaré nunca. De haberme equivocado, me hubiese metido en un problema terrible -imaginaba- pero… ¿qué decirle? En fin, afortunadamente fue condescendiente conmigo. Me invitó a sentarme frente a él y a comenzar a explicarle con detalles mi intención con aquel comunicado tan sorprendente para él. Quería detalles de cómo me había hecho con la información del mismo.

Comencé: Ha llegado a mí esa información a través de los rumores entre mis trabajadores. Dicen que algunos de tus oficiales están cobrando de los vándalos. Y no dudo de ellos, pues cuando les pregunto sobre cualquier cuestión, me contestan siempre con certeza, a pesar de las dificultades que esto pueda acarrearles. Les pago mejor que ninguna otra empresa del sector y gozan de más privilegios que en el resto. Son especialistas en lo nuestro y no les sería fácil cambiar de especialidad (así los escojo siempre). Me preocupo de que se sientan privilegiados porque sé bien que me interesa conseguir de ellos no solo un buen resultado empresarial sino también información fidedigna para conseguir mejores contactos. Es gracias a ellos y a su saber hacer que estamos hablando aquí, hoy, usted y yo. Como ve no les considero solo esclavos.

Me miró directamente, con cierta pausa. Pero, sobre todo,… me miraba con deseo. Se le notaba en la respiración y en su fijación en mis labios mientras me escuchaba. Respiraba tranquilo con el pecho hinchado en cada inspiración, y tocándose las manos mientras se recostaba en su asiento. Ambicionaba algo de mí y no era solo la información que le estaba ofreciendo.

Era un hombre robusto y firme, libidinoso y con conceptos sobre la libertad sexual algo más desarrollados que los de sus predecesores (que ya es decir, pero en otro sentido). Esto lo sabía previamente porque, de algún modo, así quedó registrado en el Código Teodosiano: había conseguido que el senado firmase leyes contra los votos de celibato prematuros.

Aún no se me había acercado y ya sentía como si quisiese acariciarme el pelo. No paraba de mirármelo. Me miraba desde la frente hasta el pecho, pasando por mi cara y los hombros… pero solo observaba mi cabello. No me asusté demasiado porque notaba su delicadeza en la mirada: si no, hubiese creído que iba a cortármelo tras acabar de exponerle mis razones.

En aquel momento (cosas que me pasan, a veces, en momentos en los que no me conviene descentrarme), me dio por pensar que los hombres romanos eran muy raros. Básicos, como los del futuro -en cierta manera-, pero más genuinos en sus rarezas. Los poderosos, en aquella era, distaban de los que les habían precedido (más sofisticados los anteriores, en su mayoría, pero más crueles con su propio pueblo también). Y, claro, eso me ayudó a reflexionar, como en un segundo plano, que si algo me daba cierta seguridad era su respeto hacia su pueblo. Pero, yo era extranjera y me estaba entrometiendo en asuntos de estado, en sus asuntos propios.

Al terminar de escucharme, se me acercó y se puso detrás mío, de pie, sin invitarme a acompañarle ni a levantarme. Me tocó la nuca con aquellas manos recias y agrietadas. Y me encantó, pero me dejó inmóvil, muerta de miedo y de ansias de girarme. Continuó bajando, acariciándome los hombros y los brazos y, al llegar a mis muñecas, las levantó con cuidado para acabar levantado de la silla todo mi cuerpo… De pronto, pero sin brusquedad, me soltó y me indicó que volviese la semana siguiente, a la misma hora y el mismo día. Me acompañó hasta la puerta y solicitó a dos de sus pretorianos que me acompañasen (para protegerme y para tenerme ubicada, por supuesto).

El mismo día de la siguiente semana, me recogieron por la tarde esos dos mismos hombres. Me dieron tiempo y me dijeron que preparase mis cosas. La insulae era un punto de encuentro para algunos viajeros que ya me conocían y que se habían creído mis peripecias comerciales. Eso me dio cierto empaque cuando les vieron llegar. Como dije, me llegó a beneficiar estar allí instalada, pues al recogerme pudieron comprobar cómo me despedían cordialmente todos los que nos observaban.

Cuando ya estábamos de camino, uno de ellos me preguntó sobre mis empleados y le comuniqué que habían viajado de regreso a casa. Tenían dos meses de descanso y que, a su vuelta, traerían más telas, tal como había quedado con mi asociada (a la cual, por cierto, le agradecí sus cuidados y le comuniqué que partía de Cartagena -mi manera de llamarlo para mis adentros). También le dije que no sabría cuándo volvería y que recogiese en mi habitación de la insulae todo lo que allí había dejado. Ésa era mi manera de agradecerle su magnífico comportamiento para conmigo, pues sabía que no volvería a verla y que no haríamos los negocios que le había prometido.

No me llevé demasiadas pertenencias, casi nada. Todo lo dejé en mi habitación. El mismo pretoriano tenía órdenes de Mayoriano para garantizar que tuviese suficientes vestidos, así como de asignarme a una criada (una de sus esclavas). Ella se ocuparía de tenerme acicalada para las cenas y de enseñarme lo que fuese necesario para conocer la casa y sus alrededores, además de las normas básicas de comportamiento dentro del marco imperial.

La primera noche de descanso, para él (la que le trajo de vuelta a la mansio), llegó tarde. En todos esos días, aún no le había visto. Yo ya estaba dormida cuando se metió en mi cama y comenzó a acariciarme las caderas. Lo hacía con el revés de sus dedos, con suavidad, agarrándolas inmediatamente y soltándolas poco a poco, como si quisiera evitar quedarse enganchado a ellas. No lo esperaba, aún no le esperaba. No sabía ni cómo ni cuándo iba a volver a verle: solo sabía que me estaba cuidando y que me quería cerca, me quería muy cerca. Pero… ¿cómo saber cuándo vendría? Me apretó hacia sí y me calentó las nalgas con su inesperado y enorme miembro. Me quedé helada, a pesar de todo el fervor que sentía. De nuevo no podía respirar bien (ya no notaba el olor de los mejunjes ni del salazón). Tal como fui dando indicios de poderme despertar, se levantó y se fue.

La noche siguiente fue distinta. Cenábamos con cierta parsimonia, entre altos cargos de su tropa, y, tras la cena, me acompañó a la habitación. Antes de entrar en ella, me preguntó si alguno de los que habían cenado con nosotros era alguno de los conspiradores contra él. Le dije, sinceramente, que no lo sabía. Y me miró con desconfianza pero, a la vez, vi que quería creerme. Me tocó el pelo y, nuevamente, se fue.

Quizá por la angustia de lo que le había dicho y por la espera de varias noches, la siguiente no se quedó fuera. Me acompañó y me metió dentro de la habitación, intranquilo: no me empujó, pero me puso la mano en la espalda para introducirme en la habitación. Me giró y me metió en la cama. Se estiró a mi lado y me dijo que, fuese o no cierto lo que le había contado, íbamos a conocernos mejor. Él notaba que yo le deseaba también. Procuré ser sutil, controlar mis miradas, pero mis gestos me delataban. Los humanos somos humanos, nada más (seamos o no transtiempos). Y nuestra piel, nuestros labios, nuestros gestos estremecidos, nuestras miradas… parece que han cambiado poco a través de los siglos. Somos legibles: entendemos lo que arde por debajo de nuestra faz. Lo he comprobado a lo largo de mis transviajes: las carnes del tiempo sienten siempre igual.

Sentía una curiosidad inmensa por conocer cómo iba a abordarme, cómo sería la sexualidad de un romano tardío, de un hombre curtido en la guerra, de un ser complejo como él. Él que estaba completamente duro y yo completamente mojada. Así de simple -pensé-. Acercó su boca a uno de mis pezones y lo acarició con su lengua, lo mordisqueó, contemplando cómo iba reaccionando. Y no tardó mucho en penetrarme. Tampoco en acabar con un largo gemido contenido.


Otra nota importante: yo estaba operada. Entre los transtiempos es una práctica habitual. Existen cirujanos y médicos de todas las ramas que son, también, transtiempos. Y, entre nosotros, dentro de lo que podríamos considerar nuestra logia, cumplimos ciertas leyes para garantizar el bienestar de los que transviajan. Una de ellas es que, si se solicita formalmente, se ha de operar a las mujeres que requieran de una ligadura de trompas. Y yo lo había hecho. No sentía justo que ningún hijo mío pudiese sufrir (pues no tenía garantías de que fuese a recibir mis cualidades de transtiempo) ni que fuese a llevar bien mis necesidades de viajar. No iba a renunciar a mi trabajo periodístico: era mi vida y no sabía cómo podría hacer frente a otra carrera. Nunca quise ni he querido averiguarlo: mi pasión periodística es muy poderosa. Tanto que, de hacer falta, incluso podía acostarme con un enemigo. Así soy y así sería en el pasado y en el futuro. Lo tenía comprobado.


Mayoriano no era un enemigo, no era una amenaza. Mis miedos se habían disipado. Había descubierto que, para mi sorpresa, era mucho más que un amigo. Conseguimos, durante dos meses, en noches discontinuas, forjar una cierta amistad. Nos acostábamos riéndonos o disfrutando de conversaciones sobre las leyes que iba introduciendo en lo que pretendía que fuese el siguiente Imperio Romano. Me hablaba de León I y también de sus propias sospechas sobre Ricimero (me indicó que ésa fue la razón por la que me quiso invitar la primera vez, por la que quiso escucharme… sus sospechas por Ricimero). Me hablaba sobre cómo estudiaba cada paso de éste, sobre cómo sabía que le intentaría hundir, sobre cómo estaba manejando la situación para que no pudiese empujarle hacia dificultades con el senado ni con el pueblo. Bien sabía que no estaba haciendo lo que le habían pedido. Era lógico que manifestase su rivalidad: ahora eran más rivales que cooperadores.

Era muy perspicaz y conocía bien a todos los pueblos de Occidente que le eran coetáneos, fuesen o no romanos. Pero yo sabía que no iba a poder evitar su asesinato y no quería estar ahí cuando ocurriese. No quería convertirme en su mujer ni quería que pudiese enamorarse más de mí. Llegado el final de los dos meses, que inicialmente ya le indiqué que me quedaría, vinieron a buscarme dos de mis colegas transtiempos. Una mañana, durante ese periodo, me excusé un rato y viajé rápidamente a Barcelona. Allí, me reuní con Alejandro y Sebastián y les indiqué cómo debían proceder para recogerme. Resultó muy creíble, de manera que Mayoriano aceptó no enviar con nosotros a nadie para acompañarnos. Menos mal porque, de haberlo hecho, se hubiesen quedado perdidos y desconcertados. Tal y como nos metimos en un carruaje (de los propios del momento, pero algo exótico -para darle ese toque de extranjería) regresamos a nuestros lugares de origen: ellos a Barcelona y yo a Valencia.


Concha no deja de estar perpleja con mis artículos y con mis desapariciones por demasiado tiempo (para su gusto). Así que estoy por contarle todo: la veo capaz de creerme, como lo hace Ruth y como lo intenta Liz. Sobre todo porque quiere delegar la gestión del diario en mí. Está enferma y se cansa. Pero, confío en que se recuperará pronto. De hecho, lo sé: he ido viajando al futuro para comprobarlo, a pesar de tenerlo prohibido. Le estoy agradecida por sus continuas muestras de confianza y quiero corresponderle. Viajaré al futuro para comprobar si sabrá llevar bien mi confesión. Eso sí puedo comprobarlo transviajando. Otras cosas no, pero ésa sí. La semana que viene lo haré.

El 13 de mayo del 2018 estuve todo el tiempo pensando en él, pensando en mi Mayoriano.

Moría, por disentería, el 13 de mayo del 461. Envenenado. Moría asesinado.


459: Mayoriano, el último emperador romano
por Carmen Nikol


Publicado por Entrevisttas.com

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