(Si prefieres escucharlo a leerlo, puedes hacerlo pulsando aquí)
Romu
La muerte de doña Celsa Muriedas, viuda de Calderón —una señora que olía a alcanfor y rezaba como quien barre el polvo bajo la alfombra— ocurrió una madrugada indecente de febrero, con los visillos empapados de humedad y un gato tieso en el alféizar, como testigo mudo del tránsito. Murió de vieja, que es la mejor manera de morirse en este país de misas rezadas y sábanas planchadas con la frente. A su lado estaba su nieta Romu, desvelada, con legañas como alfileres y las manos frías de tanto no saber a quién rogarle. Había rezado a San Judas Tadeo, al Sagrado Corazón, a la Virgen del Carmen (la del escapulario, no la de la calle de arriba, que esa no hace milagros), pero nadie le atendió. La abuela murió igual.
—Ya está con los ángeles —le dijo la enfermera, una mujer de Guadalajara con voz de uva pasa.
Pero eso era mentira. Lo supo Romu al tercer día, cuando la muerte se le metió en el oído izquierdo y le hablaba con la voz de su abuela, ronca, seca, demandante. La voz no decía «reza por mí», ni «descansa en paz», ni esas tonterías que se graban en las lápidas. La voz decía:
—Romu, vente. No seas malcriada. Ven.
Y era una voz que suplicaba como una madre viuda con los pies hinchados. No era celestial. No tenía arpas. Tenía uñas. Y rencor. Porque la muerte, aunque no la huelan los vivos, se siente en el esternón como un nudo mal hecho.
Porque la muerte, aunque no la huelan los vivos, se siente en el esternón como un nudo mal hecho.
El primer mes, Romu no durmió. El segundo, empezó a hablar sola. El tercero, se reía con las bombillas apagadas. Nadie le dijo que los muertos —incluso los santos— también tienen envidia. La abuela Celsa no quería que Romu fuera feliz, ni se casara, ni tuviera hijos, ni riera por las tardes. Quería que la siguiera. Que se hundiera en la tierra con ella. Que le calentara los huesos.
—Es por amor —le susurraba.
Y Romu, cada noche, creía un poco más. Porque las palabras, cuando vienen de más allá del mármol, entran como raíces. Y la raíz de un muerto es una cosa egoísta, como un ángel con alas de papel mojado.
Los ángeles —¡ah, esos sin barriga, sin polvo, sin país!— no son tan santos. Tienen órdenes. Y las órdenes no se discuten. Si un alma pide a su nieta, la reclama. Si un padre llora a su hija, se la apuntan en la libreta. El ángel es cartero y verdugo. Y cuando Romu intentó alejarse, vivir, respirar, el ángel se le sentó en el pecho y le enseñó la nota: «Nombre: Romu Muriedas. Destino: junto a doña Celsa. Causa: amor posesivo.»
Fue entonces cuando comprendió —ya con la cuchilla en el lavabo, y la toalla doblada como un sudario blanco— que los muertos no perdonan el abandono. Que si Dios no está, los ángeles hacen el trabajo sucio. Y que el amor, ese amor de tumba, es más tenaz que cualquier rosario.
No la encontraron hasta el lunes. Había una carta, escrita con letra de caligría, que decía: «No quería irme. Me llevaron.»
Y al dorso, con trazo de anciana: «Gracias, hija mía. Ya no estoy sola.»
Celsa
Hubo una vez un balcón sin gorriones y una abuela dormida bajo un cielo de yeso. Se llamaba Celsa, como el nombre de un río que nadie ha visto pero todos recuerdan. Celsa tenía las manos arrugadas como mapas olvidados y el cabello canoso como espuma que se aleja. Murió sin hacer ruido. O eso dijeron. Porque el silencio también tiene ecos, y los ecos, a veces, regresan a buscar.
Romu, su nieta, dejó el vaso en la mesa como quien deja un ancla. No lloró. En su garganta creció una alondra muda. Y el tiempo, ese ladrón que a veces se sienta en las ventanas, no pasó. Se quedó pegado al cristal, mirando con ojos grises.
Los ángeles bajaron esa noche, eso lo juran los espejos. Bajaron con túnicas desteñidas y alas de lino húmedo, y uno de ellos —con los ojos como monedas antiguas— escribió su nombre en el aire. Romu. Romu. Romu.
—No llores —le dijo el viento del norte, que olía a cementerio mojado—. La abuela te quiere a su lado. Los que aman de verdad no se marchan sin llevarse un pedazo.
Y entonces Romu supo que hay amores que no se contentan con recuerdos. Que los muertos, cuando aman demasiado, quieren compañía. Que las almas que lloran no lo hacen por lo que han perdido, sino por lo que aún desean.
Celsa, ya difunta, hablaba por los rincones. Su voz era el sonido del tren que nunca llega, del agua que no se bebe. Le decía a Romu:
—Las estrellas están frías sin ti.
—El mármol no abriga.
—No quiero eternidad sin tus manos.
Y cada frase era una flor marchita que nacía en su pecho.
Romu empezó a oler a incienso. A mirar la luna como si fuera su casa. A caminar como quien se va, aunque no sepa a dónde. Se ponía el vestido azul que su abuela le planchaba los domingos, y hablaba con los espejos como quien abre cartas del otro mundo.
Los ángeles, egoístas como niños, volvían cada noche. Le mostraban a Romu sus alas rotas, sus ojos de cera, su nostalgia de cuerpos. Le decían que el cielo no canta si falta una voz. Que el amor, cuando es de alma, no soporta fronteras. Que los vivos que son amados por los muertos no pueden escapar para siempre.
—Ven —le decía Celsa desde un rincón sin sombra—. El cielo no sabe estar solo.
Y Romu, como hoja en el agua, dejó de resistirse.
Una mañana no salió de la cama. La encontraron con los ojos abiertos, mirando a una luz que no era del sol. En el aire flotaba un perfume de lavanda y despedida. Y en la almohada, escrita con letra de ángel cansado, una sola frase:
«El amor, cuando es eterno, también quiere compañía.»
¿Qué versión prefieres?
Caso #2: También los ángeles son egoístas.
Por Carmen Nikol