Los cuatro muchachos caminaban con pasos inseguros por la acera de aquella ciudad que apenas conocían. Las luces de neón parpadeaban en las fachadas de los bares y tiendas, y los vehículos rugían en las calles como si el silencio fuera un enemigo al que había que destruir. No era su mundo, pero por primera vez en sus vidas, el mundo parecía no tener límites.
Samuel iba al frente, como siempre, liderando con la arrogancia de quien nunca se ha detenido a dudar. Su chaqueta de mezclilla, comprada en una tienda de segunda mano, le daba un aire casi mundano, aunque todavía conservaba la rigidez de los valores que habían dejado atrás. A su lado, Jonás caminaba con las manos en los bolsillos, lanzando miradas furtivas a las jóvenes que pasaban. Había algo en su sonrisa, una mezcla de inseguridad y desafío, que lo hacía parecer siempre a punto de cruzar una línea.
Eli estaba detrás de ellos, con los hombros ligeramente encorvados y las manos apretadas en los bolsillos de su chaqueta. Cada ruido fuerte lo hacía dar un pequeño salto, y sus ojos no dejaban de moverse, como si esperara que alguien los atrapara y los devolviera a casa. Isaac, el mayor, cerraba el grupo. Su paso era más lento, más pesado, y su mirada estaba clavada en el suelo, como si llevara una carga invisible que los demás no podían entender.
Habían salido de su comunidad unas semanas antes, embarcándose en el rumspringa, esa etapa de la vida amish donde los jóvenes tienen la oportunidad de experimentar el mundo exterior antes de decidir si regresarán y abrazarán la fe de sus ancestros. Para ellos, esta era una oportunidad única, un espacio de tiempo en el que podían desafiar las normas, explorar lo prohibido y descubrir quiénes eran fuera de las restricciones de su comunidad.
Sin embargo, ninguno de ellos estaba preparado para lo que ese mundo les ofrecía. La libertad era un arma de doble filo, y aunque cada uno la deseaba, también los aterrorizaba. Samuel la abrazaba con entusiasmo imprudente, mientras Jonás se deleitaba en cada pequeña transgresión. Eli, por su parte, caminaba como si estuviera pisando un suelo lleno de cristales rotos, y en Isaac había una lucha constante entre su fe y su curiosidad.
Esa noche, el destino los llevó a un bar en una esquina oscura de la ciudad. Era un lugar pequeño, con un letrero de neón que parpadeaba intermitentemente y un interior lleno de humo y risas. Para los muchachos, cruzar esa puerta era como entrar a un territorio desconocido y peligroso. Las mujeres llevaban vestidos ajustados y tacones altos, y los hombres hablaban con una confianza que ellos no podían imitar.
Fue Samuel quien los convenció de entrar. «Es ahora o nunca», dijo con una sonrisa, y los demás lo siguieron, aunque con diferentes grados de reluctancia. Se sentaron en una mesa al fondo, lejos del bullicio, y pidieron cervezas. Para Jonás y Samuel, fue una novedad emocionante; para Eli, un acto de rebeldía que le revolvía el estómago; para Isaac, una prueba de cuán lejos podían llegar antes de perderse en lo inconcreto.
Las primeras rondas de cerveza los relajaron, y comenzaron a hablar más libremente, riendo y compartiendo historias que nunca habrían contado en casa. La atmósfera del bar parecía abrazarlos, envolviéndolos en un falso sentido de pertenencia. Fue entonces cuando ella apareció. Era una mujer despampanante que los dejó boquiabiertos. Llevaba un vestido corto y una chaqueta de cuero, y su cabello caía en ondas desordenadas sobre sus hombros. Era una versión morena de Olivia Newton John, la Sandy en Grease, solo que a ellos no les podía recordar a ninguna mujer conocida (y mucho menos a Sandy). Parecía irradiar una energía que los hipnotizó al instante. En cuanto se quitó la chaqueta, se quedaron estupefactos. Sus pechos bajo un jersey de lycra recogido con tirantes permitía notar sus pezones erectos. Ni en sus sueños hubiesen podido imaginar jamás cómo era la turgencia de un busto femenino.
Samuel fue el primero en notarla, y su sonrisa se amplió mientras se inclinaba hacia adelante, como si ya estuviera planeando su próximo movimiento. Jonás no tardó en seguirle el juego, lanzándole miradas furtivas y murmurando algo sobre lo hermosa que era. Eli, en cambio, bajó la mirada, incómodo, mientras Isaac fruncía el ceño, como si pudiera sentir que algo estaba a punto de salir mal. Pero ninguno de ellos hizo nada para detener a Samuel cuando se levantó y caminó hacia ella.
Lo que comenzó como una conversación casual pronto se convirtió en algo más. Ella los miraba con curiosidad, como si fueran una atracción extraña en un espectáculo circense. Samuel la invitó a unirse a ellos, y ella aceptó, riendo suavemente mientras tomaba asiento en la mesa. Hablaron durante un rato, aunque la mayor parte de la conversación fue dominada por Samuel y Jonás. Isaac apenas dijo una palabra, y Eli evitaba su mirada.
Cuando ella sugirió salir del bar y buscar un lugar más tranquilo, Samuel aceptó de inmediato, y los demás lo siguieron, aunque con diferentes grados de entusiasmo. Salieron a las calles oscuras, caminando detrás de ella mientras los guiaba a un callejón apartado. La tensión en el aire era palpable, pero nadie dijo nada. Era como si todos estuvieran atrapados en un sueño extraño del que no podían despertar.
Bea les pidió que se apartasen un poco de la luz, considerando que era demasiado inocentes por sus pulcra apariencia campesina. Ya había tratado con alguno, anteriormente. Pero a estos les pensaba robar todo lo que pudiera. Pueblerinos, pensó. Les iba a emborrachar en un lugar sin cámaras, bien sabía cómo hacerlo. En el club, había comprado un licor dulce y comenzó a repartirlo en vasos, algo diluido en vodka. Pero, antes de comenzar a beber, ocurrió lo que cambió sus vidas para siempre. Los cuatro chavales habían bebido anteriormente y las risas se convirtieron en gritos, la camaradería en violencia y las manos en zarpas.
En cuestión de minutos, lo que había comenzado como una noche de exploración se transformó en un acto de brutalidad que los marcaría para siempre. La chica no se movía.
Cuando todo terminó, los cuatro se quedaron de pie en el callejón, mirando el cuerpo inmóvil de la mujer. El silencio que siguió fue ensordecedor, roto solo por el sonido de la respiración entrecortada de Jonás y los sollozos de Eli. Isaac cerró los ojos, como si pudiera borrar lo que acababa de ver, mientras Samuel miraba fijamente al suelo con una máscara de incredulidad y miedo.
Sabían que no podían quedarse allí. Samuel fue el primero en moverse, tomando a los demás por los brazos y arrastrándolos fuera del callejón. Salieron por una calle oscura perpendicular al callejón. Era larga y llena de ropa tendida, sin gente en los balcones. «No podemos hablar de esto», dijo firme pero con la voz algo temblorosa. Los demás asintieron, aunque cada uno tenía sus propias dudas y temores. Así comenzó su descenso a un abismo de secretos, mentiras y traiciones, donde cada decisión los alejaba más de la redención.
Samuel
La primera vez que vi las luces del bar, sentí una mezcla de fascinación y temor. Todo parecía tan diferente, tan ajeno a lo que conocía. Nunca había estado en un lugar con tanta música, tanto ruido. Cada rincón vibraba con energía, y el aire estaba impregnado de un olor extraño: una mezcla de alcohol, tabaco y algo más que no podía identificar del todo pero que creía recordarme a mis rocíos matutinos involuntarios. Nosotros no éramos eso, no pertenecíamos a ese lugar. Lo sabía desde el momento en que crucé la puerta, pero fingí confianza, porque eso es lo que hacía Samuel: fingir.
Nos sentamos en una mesa apartada, lejos de las miradas inquisitivas. Pedimos cervezas, aunque ninguno de nosotros había probado alcohol antes, a pesar de que en nuestra comunidad se toma de forma habitual. Tenía ansiedad por estrenarme bebiendo y regresar con esa experiencia para compartirla con los mayores. Sentí el líquido frío bajar por mi garganta, amargo y extraño, pero no lo rechacé. Jonás se reía, haciendo bromas que sólo nosotros entendíamos. Eli, como siempre, permanecía en silencio, mirando su botella como si fuera un objeto sagrado. Isaac, en cambio, parecía una estatua, rígido y silencioso, con una expresión que mezclaba desaprobación y resignación.
—Esto es libertad —dije, levantando mi cerveza en un brindis improvisado. Jonás rió y me siguió, mientras Eli dudaba, pero eventualmente se unió. Isaac apenas levantó su botella, pero dio un sorbo pequeño, como si quisiera comprobar si lo que él seguía considerando un pecado sabía tan mal como siempre nos habían dicho. Su padre no bebía.
Fue entonces cuando ella apareció. Una mujer joven, con un vestido ajustado y una chaqueta de cuero. Caminaba con una seguridad que no habíamos visto nunca, como si todo el lugar le perteneciera. Me quedé mirando, hipnotizado. Todos lo hicimos. Había algo en ella que nos hacía sentir pequeños, insignificantes. Pero también me despertó una sensación que no podía ignorar: una mezcla de curiosidad y deseo.
—Voy a hablar con ella —dije, sintiendo el efecto de las cervezas dándome un valor artificial. Jonás y Eli intercambiaron miradas, pero no dijeron nada. Me levanté y caminé hacia ella, sin un plan claro. Le dije algo torpe, algo que ahora ni siquiera recuerdo, pero ella sonrió. Esa sonrisa fue suficiente para que los demás se unieran.
Hablamos durante un rato, aunque en realidad, era más ella quien hablaba. Nosotros escuchábamos, fascinados por su voz, por sus gestos. Nos contó historias de la ciudad, aunque en ningún momento mencionó su nombre. Cuando sugirió salir del bar, aceptamos sin dudarlo. Salimos al aire fresco de la noche, caminando detrás de ella como si fuéramos un séquito. Yo lideraba el grupo, intentando ocultar mi nerviosismo.
No sé en qué momento todo cambió. Llegamos a un callejón oscuro, y la conversación, que había sido animada, se volvió tensa. Jonás hizo un comentario que no entendí, pero ella lo miró con desdén. Fue suficiente para que él reaccionara. Su tono se volvió agresivo, y antes de que pudiera detenerlo, las cosas se salieron de control. Ella hizo el amago de gritar, un pero Jonás le había cerrado la boca de inmediato y tenía los pantalones bajados mientras la golpeaba. En cuanto dejó de moverse, pero con los ojos saliéndose de las órbitas, le dijo que se callara y comenzó penetrarla. Los demás nos excitamos. Todos. Y la penetrábamos mientras Jonás la sujetaba desde detrás. Nos miraba inquisitivo y cómplice. Quería que participáramos todos. Y no nos costó, a pesar de la desgraciada situación.
Cuando todo terminó, ella ya no se movía. Miré a mis amigos. Jonás estaba pálido, con las manos temblorosas. Ahora estaba reaccionando como un chiquillo, tanto por la ilusión de haber sobrepasado esa barrera como por el miedo que le provocaba haberlo hecho. Eli lloraba en silencio. Isaac estaba inmóvil, casi tan inmóvil como la fría mujer que dejábamos tirada en el suelo; su rostro era una máscara de horror. Y yo… yo no sentía nada. Solo un vacío profundo, como si una parte de mí hubiera muerto junto a ella. Me sentía el responsable por haberme acercado a ella. De no haberlo hecho, nuestra vida sería otra.
Eli
Nunca quise ir al bar. Desde el principio, sentí que todo esto era una mala idea. Pero Samuel tenía una manera de convencerme, de hacerme sentir que tenía que seguirlo. Él siempre había sido así, el líder, el que tomaba las decisiones. Y yo, como siempre, lo seguí.
El bar era ruidoso, lleno de extraños. Me sentí incómodo desde el momento en que entramos. Nos sentamos en un rincón, alejados del bullicio, pero eso no alivió mi ansiedad. Cuando llegaron las cervezas, dudé en beber. Isaac me lanzó una mirada que decía no lo hagas, pero Samuel insistió. Solo un sorbo, dijo, y eso fue suficiente para que cediera.
El primer trago fue horrible. Amargo y desagradable. Pero los demás comenzaron a beber y no quería ser el único que no lo hacía. Así que seguí. Después de un rato, el amargor desapareció, reemplazado por una sensación de calor y relajación. Incluso me reí de algunas de las bromas de Jonás, aunque no eran particularmente graciosas.
Entonces apareció ella. Una mujer que parecía sacada de una película. Todo en ella era diferente a lo que conocíamos: su ropa, su forma de caminar, la manera en que hablaba. Samuel fue el primero en acercarse, y yo lo seguí porque, ¿qué otra cosa podía hacer? Jonás también se unió, riéndose como si estuviera en casa. Isaac fue el último, caminando detrás de nosotros con una expresión tensa.
Hablamos con ella durante un rato, aunque yo apenas dije una palabra. Ella era amable, pero su sonrisa tenía algo que me inquietaba. Cuando sugirió salir del bar, supe que era una mala idea, pero no dije nada. Samuel estaba entusiasmado, y los demás lo siguieron. Salimos a la calle, caminando detrás de ella como si fuéramos niños siguiendo a un adulto. De hecho, ahora que lo pienso, nos llevaría unos cuantos años y eso era ser mayor de edad para mí.
A medida que avanzábamos, sentí que algo estaba mal. Jonás comenzó a comportarse de manera extraña, diciendo cosas que no entendía. Ella lo ignoró al principio, pero eventualmente respondió, y eso fue suficiente para que él se enfadara. Su tensión era palpable.
No sé cómo comenzó. Todo pasó tan rápido. Jonás le gritó, y ella quiso decir algo pero Jonás le tapó la boca. Samuel intentó intervenir, pero no lo logró. Antes de que pudiera reaccionar, Jonás la sujetó. Traté de detenerlo mientras estaba dentro de ella, pero mis palabras se perdieron en el caos. Al contrario, él nos animaba y gemía. Me puse duro como nunca. Antes siempre había sido una reacción a tapar pero esta vez me era imposible. Jonás se sonrió al verme así y me tocó para que le siguiera. Cuando todo terminó, ella estaba en el suelo, inmóvil.
Caí de rodillas, con lágrimas corriendo por mi rostro. Miré a mis amigos, buscando alguna señal de arrepentimiento. Samuel, increíblemente, evitaba mi mirada, mientras Jonás respiraba pesadamente. Isaac estaba pálido, con los ojos fijos en el cuerpo de la mujer. Nadie dijo una palabra. Ese silencio… era aterrador.
Jonás
Desde el momento en que Samuel mencionó el bar, supe que la noche sería diferente. Estaba cansado de las reglas, de las restricciones. Quería sentir algo nuevo, algo emocionante. El bar era un lugar extraño, lleno de ruido y luces. Me sentí fuera de lugar al principio, pero después de la primera cerveza, comencé a relajarme. La música, las risas, todo se mezclaba, creando una atmósfera que nunca había experimentado.
Samuel hablaba de libertad, de cómo este era el mundo real. Yo asentía mientras me reía, sintiéndome parte de algo más grande. Incluso Isaac, siempre tan serio, parecía menos rígido. Todo iba bien, hasta que ella apareció.
Desde el momento en que entró, no pude dejar de mirarla. Era hermosa, de una manera que no podía describir. Me sentía súper excitado. Todo en ella era diferente, desde su ropa hasta su sonrisa. Samuel fue el primero en acercarse, como siempre. Yo lo seguí a dos pasos, incapaz de resistir la atracción que sentía hacia ella. Ella nos habló, sonriendo, pero había algo en su mirada insolente, que me incomodaba, como si supiera algo que nosotros no.
Cuando sugirió salir del bar, acepté de inmediato. Quería más tiempo con ella, más de esa sensación que me hacía olvidar todo lo demás. Caminamos detrás de ella, Samuel al frente, liderando como siempre. A medida que avanzábamos, mi ansiedad comenzó a crecer. Traté de hacer bromas para aliviar la tensión, pero nadie respondió.
Llegamos a un callejón oscuro, y la atmósfera cambió. Ella dijo algo, un comentario sarcástico, y algo dentro de mí se rompió. Yo intenté responderle con alguna gracia pero me intentó humillar diciendo venís del campo, ¿no? No sé por qué reaccioné así, pero en cuanto me acerqué, ella se asustó y quiso gritar. Encima quería gritar… Le tapé la boca y me encantó notar sus labios apretados contra la palma de mi mano. Mis manos tenían grietas de trabajar y esa suavidad era una delicia para mis sentidos. En menos de dos minutos mi pene sintió una pulsión extremadamente dolorosa hasta que le bajé la ropa interior y la penetré. No podía para de golpearla mientras seguía tapándole l boca. Samuel intentó calmarme, pero no lo había manera, hasta que descargué dentro de ella mi necesidad. Seguí sujetándola mientras le tapaba la boca y obligué a los demás, sin demasiado esfuerzo, a seguir mis pasos.
Cuando todo terminó, de pronto me sentí vacío. Miré a mis amigos, buscando algo, cualquier cosa que me ayudara a entender lo que había hecho. Pero solo encontré silencio y miradas de horror. Me di cuenta de que había cruzado una línea que no podría borrar.
Isaac
Nunca quise salir esa noche. Sabía que ir al bar era una mala idea, pero Samuel insistió. Siempre tenía una manera de convencer a los demás, de hacernos sentir que era nuestra decisión. Entramos al bar, y todo en mí gritaba que no fuéramos de allí. La música era demasiado alta, las luces demasiado brillantes. Nos sentamos en un rincón, apartados, como si eso nos protegiera del pecado que nos rodeaba.
Cuando llegaron las cervezas, dudé en beber. Pero Samuel, con su típica sonrisa, me retó a probar. Cedí, aunque cada sorbo me llenaba de culpa. Jonás y Eli parecían disfrutarlo, riendo y bromeando, mientras yo intentaba mantener la compostura. No quería estar allí, pero no podía irme. No podía dejarlos.
Entonces apareció ella. Una mujer joven, segura de sí misma, que parecía no tener miedo de nada. Samuel fue el primero en acercarse, seguido por Jonás y Eli. Yo me quedé atrás, observando, sintiéndome fuera de lugar. Finalmente, me uní a ellos, si bien mi instinto me decía que debía quedarme lejos.
Hablamos durante un rato, aunque yo apenas participé. Ella era diferente a cualquier persona que habíamos conocido. Hablaba de gentes y lugares que nos retaba a conocer. Que buscáramos en Internet, que fuéramos a tal y tal lugar.
Cuando sugirió salir del bar, quise negarme, pero nadie me escuchó. Caminamos detrás de ella, Samuel liderando, como siempre. Jonás parecía ansioso, mientras Eli se mantenía callado. Yo solo quería que la noche terminara.
Cuando llegamos al callejón, todo se desmoronó. Jonás comenzó a gritar, y ella respondió. Traté de calmarlo, pero él no escuchó. Samuel intentó intervenir, pero no lo logró. Antes de que pudiera hacer algo, Jonás la sujetó. Todo ocurrió tan rápido que no tuve tiempo de reaccionar y acabé sobre ella, empujado por los demás. Cuando terminó, ella estaba en el suelo, inmóvil.
Miré a mis amigos, buscando respuestas. Jonás parecía perdido, mientras Eli lloraba en silencio. Samuel evitaba mi mirada, y yo me sentía impotente. Sabía que habíamos cometido un error terrible, uno que nos perseguiría para siempre. Éramos unos criminales.
Los ecos del juicio
Cuando regresaron a la comunidad amish, lo hicieron con el peso del crimen en sus espaldas. Aunque sus rostros estaban serenos y sus palabras eran las correctas, había una inquietud en sus ojos que no pasó desapercibida para los ancianos. Sabían que el mundo exterior podía tentar a los jóvenes, pero lo que habían traído consigo era algo más oscuro, algo que ninguno de ellos estaba preparado para enfrentar.
El pacto de silencio que habían hecho comenzó a desmoronarse casi de inmediato. Samuel intentaba mantener el control, asegurándose de que ninguno de los demás hablara. Pero Jonás, siempre impulsivo, comenzó a beber en secreto, buscando en el alcohol un escape que no podía encontrar en la oración. Eli, por su parte, se sumió en un silencio casi absoluto, evitando incluso mirar a sus amigos. Isaac, el más devoto de los cuatro, comenzó a rezar a menudo y a pasar más tiempo con los ancianos, como si buscara en ellos una guía que no podía encontrar en sí mismo.
Una noche, durante una reunión comunitaria, Isaac se levantó de su asiento y pidió hablar. Los demás lo miraron con incredulidad, especialmente Samuel, cuyo rostro palideció al instante. Isaac se aclaró la garganta y comenzó a hablar con palabras cargadas de emoción y arrepentimiento.
«He pecado», dijo, su voz temblorosa pero firme. «He visto el mal y no lo detuve. Lo permití y participé sin poderlo evitar, y por eso llevo la culpa en mi alma. Pero no fui el único. Mis hermanos aquí presentes también son culpables. Lo que hicimos… es algo que no debemos guardar más en secreto».
El silencio en la sala fue absoluto. Los rostros de los ancianos se endurecieron, y algunos de los más jóvenes intercambiaron miradas de confusión y miedo. Expulsaron a los niños y a los adolescentes antes de permitir que siguieran hablando.
Samuel se levantó de golpe, interrumpiendo a Isaac. «¡Cállate!», gritó con rabia y desesperación. «No tienes derecho a arruinar nuestras vidas. Lo que pasó, pasó. No puedes cambiarlo hablando de ello».
Pero Isaac no se detuvo. Continuó hablando, detallando lo que había ocurrido aquella noche en el callejón. Cada palabra era como un golpe, y la comunidad entera parecía encogerse bajo el peso de la confesión. Cuando terminó, hubo un largo silencio antes de que uno de los ancianos se levantara y hablara.
«Esto es grave», dijo con voz severa. «Lo que han traído a nuestra comunidad es un pecado que no podemos ignorar. Habrá un juicio, y será Dios quien decida su destino».
La confesión de Isaac marcó el comienzo de un proceso que sacudiría a la comunidad hasta sus cimientos. Las traiciones entre los cuatro muchachos se hicieron evidentes, cada uno luchando por protegerse mientras intentaban salvar lo que quedaba de sus almas.
El juicio
El silencio del granero era absoluto. En la comunidad amish de Lancaster, el juicio público no se llevaba a cabo con gritos ni violencia, sino con la calma solemne que solo el peso de la tradición podía imponer. Los hombres se sentaban en bancos de madera en un semicírculo alrededor de los acusados, mientras que las mujeres y los niños observaban desde un nivel superior, separados por un espacio que simbolizaba su lugar en la estructura social.
Samuel, Jonás, Eli e Isaac estaban de pie en el centro del granero. Ninguno vestía ya las ropas que habían usado durante su rumspringa; llevaban los trajes negros de siempre, pero la dignidad que esas prendas solían conferir había desaparecido. Sus cabezas estaban inclinadas hacia el suelo, con la expresión de hombres que sabían que lo peor aún estaba por venir.
El obispo Johan, una figura de gran respeto y autoridad, abrió el juicio con una oración, pidiendo claridad y sabiduría divina. Su rostro reflejaba una mezcla de tristeza y determinación. Cuando finalmente habló, su voz resonó con la gravedad de los hechos. «Hoy, enfrentamos un momento de gran dolor y dificultad. Hemos sido llamados a juzgar no solo las acciones de nuestros jóvenes, sino también a examinar nuestras propias almas. Que el Señor nos guíe».
—Hermanos y hermanas, nos reunimos hoy para enfrentar un asunto de extrema gravedad. Estos cuatro jóvenes han regresado a nuestra comunidad con un pecado terrible en sus corazones. Sus actos durante el rumspringa son una ofensa no solo a nuestra fe, sino a Dios mismo.
Un murmullo recorrió la sala, pero Johan levantó su mano para imponer silencio. Los miembros del consejo de ancianos estaban sentados a su lado, y el martillo final de la decisión recaía sobre ellos.
—Samuel, —dijo el obispo, fijando su mirada en él—, tú fuiste quien lideró a este grupo en las tentaciones del mundo. Por tu influencia, estos jóvenes se alejaron del camino recto. ¿Qué tienes que decir en tu defensa?
Samuel levantó la cabeza, pero sus ojos no encontraron los de Johan. En lugar de eso, miró al suelo y respiró hondo.
—Lo que hicimos estuvo mal. No puedo justificarlo, pero no fue mi intención llevarnos tan lejos. Solo quería experimentar la libertad, no destruirla.
El obispo asintió, pero su expresión no cambió.
—Jonás, tú fuiste el primero en actuar con violencia contra esa mujer. Tus manos llevaron a cabo el peor de los pecados. ¿Qué dices?
Jonás tragó saliva, sus labios temblaron antes de articular palabra.
—No puedo explicar lo que me llevó a hacer eso. Fue como si algo oscuro se apoderara de mí desde el momento en que salíamos de aquí. Estoy arrepentido, pero no hay manera de deshacer el daño que causé.
—Eli, —continuó Johan—, ¿qué te llevó a quedarte en silencio mientras ocurría el pecado?
Eli lloraba en incesablemente y sus hombros acompañaban su llanto, sin dejar de temblar.
—Soy culpable por no haber hecho nada. Por miedo, por debilidad… Lo permití. Me odio por ello. No lo puedo superar…
Finalmente, el obispo miró a Isaac.
—Tú siempre has sido un ejemplo de rectitud. Pero ahora también cargas con este pecado. ¿Por qué?
Isaac cerró los ojos, luchando contra las lágrimas.
—Intenté detenerlo, pero también fallé. Dios nos enseñó a ser fuertes, pero en ese momento, también yo fui débil. ¿Cómo es posible que bajo nuestro Dios podamos ser tan monstruosos? ¿Por qué me lo permitiste, Señor? ¡Necesito tu perdón!
Johan volvió a su lugar y se dirigió a la asamblea.
—Cada uno de ellos ha confesado su pecado. Ahora, debemos decidir el camino que tomarán sus almas.
Los ancianos deliberaron en silencio durante horas, consultando las Escrituras amish y compartiendo sus reflexiones. La comunidad entera esperó pacientemente, algunos orando, otros llorando pero, todos sin excepción, deseaban conocer los veredictos y mandatos del Señor.
Veredictos
Samuel fue considerado el principal responsable de haberlos guiado al mundo exterior y exponerse a las tentaciones. Aunque no había sido el autor directo de la violencia, su influencia fue vista como el catalizador del evento. El veredicto fue de baneo permanente, lo que significaba que sería expulsado de la comunidad y ningún miembro podría volver a dirigirse a él.
Jonás recibió la condena más dura. Sus actos violentos no podían ser ignorados. Fue sentenciado a la excomunión completa y ser entregado a las autoridades externas, un destino temido, pues significaba ser juzgado bajo las leyes inglesas. Sin embargo, a última hora, tan solo lo dejaron frente a una comisaría, para que él decidiera qué hacer.
Eli fue condenado a una prohibición temporal de todos los sacramentos y trabajos dentro de la comunidad. Durante un año entero, debería dedicarse a la penitencia, rezando diariamente y trabajando solo en las tareas más humildes.
Isaac recibió un castigo menos severo, pues se reconoció que intentó intervenir y evitar lo ocurrido. Sin embargo, su responsabilidad por no haberlo logrado le llevó a ser suspendido de cualquier rol de liderazgo en la comunidad de forma indefinida.
La comunidad escuchó los veredictos en silencio. Algunos lloraban, otros asentían con solemnidad. El juicio había terminado, pero la comunidad estaba comenzando a reaccionar.
Las voces de las mujeres
En la comunidad amish, las mujeres suelen reunirse en distintos espacios tradicionales: la cocina, los huertos, la lavandería o los talleres de costura. Tras el juicio, estas reuniones se convirtieron en foros de debate donde las mujeres, aunque sujetas a las normas de discreción y sumisión, compartían sus opiniones sobre lo ocurrido.
En la cocina:
El aire estaba cargado con el aroma de las frutas cocidas y el sonido del cuchillo contra la madera. Miriam, cortando manzanas con precisión, rompió el silencio. «¿Cuánto hemos fallado?», dijo con la voz cargada de reproche. «Las madres somos las primeras responsables. Si los hombres caen en el pecado, ¿no es porque nosotras permitimos que crezcan sin suficiente guía?»
Anna levantó la vista del tarro de conservas que llenaba, con una expresión que era el reflejo de un conflicto interno. «Hemos criado hijos obedientes al Señor, Miriam. Pero no podemos negar que el mundo fuera de estas paredes tiene un poder que no podemos controlar. Quizá no deberíamos salir».
«¡Excusas!», interrumpió Ruth, una anciana con ojos como puñales. «Si esos muchachos hubieran tenido más disciplina desde pequeños, no habrían caído. Jonás, en particular, siempre fue un rebelde. Todos lo sabíamos. ¿Y quién le consiguió corregir? Nadie. Incluso en nuestra comunidad hay manzanas podridas».
Cevilla vaciló antes de responder. «No puedes culpar solo a una madre o a un padre, Ruth. La comunidad entera falló. Si lo que sugieres es que nuestras almas no son controlables, deberías pensar en que gracias a que nuestra educación las amolda seguimos siendo una preciosa comunidad».
En el taller de costura:
Las agujas subían y bajaban con ritmo mecánico, pero la conversación estaba lejos de ser armoniosa. Abigail rompió el silencio con un comentario cortante. «Eli siempre fue el niño dulce, ¿no? El que todos pensábamos que traería orgullo. ¿Y qué hizo? Traicionó nuestra confianza como los demás».
Sarah, con las cejas fruncidas, replicó: «¿Y qué esperas? Criamos a nuestros hijos para que sigan nuestras reglas, pero nunca les dejamos espacio para ser humanos. ¿Cuántos de ellos se han rebelado antes? Tal vez deberíamos preguntarnos si nuestras expectativas son realistas».
La joven Esther, que remendaba un vestido al fondo de la habitación, habló con timidez pero con firmeza. «Sarah tiene razón. No quiero que mis hijos crezcan pensando que no tienen derecho a equivocarse. Pero también creo que esos muchachos cruzaron una línea que no tiene retorno. Jonás, especialmente, nunca mostró arrepentimiento. Esperemos que nuestro juicio sea suficiente para Eli y para Isaac y que no los vengan a buscar para juzgarles fuera».
En los huertos:
El sonido de las zanahorias arrancadas de la tierra rompía el silencio, pero el tema del juicio estaba presente en cada respiración. Rebecca, una mujer mayor con manos endurecidas por el trabajo, fue la primera en hablar. «Esos muchachos mancharon el nombre de la comunidad. Pero Jonás… su excomunión era inevitable. No hay lugar entre nosotros para alguien que desafía abiertamente nuestras reglas. Tengo mis dudas sobre el veredicto que los ancianos han depositado sobre Samuel. Rezo por ellos todas las noches».
Eliza, que trabajaba a su lado, suspiró. «¿Pero qué logramos con eso, Rebecca? ¿Qué le espera ahora fuera de estas tierras? Muerte y desesperación. Me pregunto si podríamos haberle dado una última oportunidad a Jonás».
Rebecca detuvo su labor y miró directamente a Eliza. «¿Una última oportunidad? ¿Para qué? Para que corrompiera aún más a nuestros jóvenes. Los pecados tienen consecuencias. Si olvidamos eso, lo olvidamos todo».
El destino de los acusados y de la comunidad amish
Samuel: Tras su excomunión, Samuel se instaló en una cabaña aislada. Durante su año de reflexión, trabajó en los campos y se dedicó a la lectura de las Escrituras. Aunque se esforzó por encontrar la redención, nunca pudo superar el sentimiento de culpa. Finalmente, decidió no regresar a la comunidad, optando por vivir una vida solitaria cerca de sus tierras natales.
Jonás: Expulsado de la comunidad, Jonás vagó por varias ciudades, buscando trabajo y un lugar donde encajar. Sin el apoyo de los suyos, cayó en malos hábitos y acabó en la ruina. Años después, fue encontrado sin vida en un callejón, víctima de su propio aislamiento.
Eli: Bajo vigilancia estricta, Eli logró ganarse la confianza de nuevo dentro de la comunidad. Trabajó incansablemente para demostrar su arrepentimiento y, aunque nunca recuperó completamente su reputación, se convirtió en un ejemplo de perseverancia para los más jóvenes. Se casó con Judith, la niña que siempre estuvo enamorada de él y que supo perdonarle y amarle. Tuvieron 12 hijos y se convirtió en un padre amoroso y protector, más si cabe que el resto de los padres de la comunidad.
Isaac: Si bien vivió marcado por su pasado, Isaac fue aceptado de nuevo gracias a su honestidad. Se convirtió en un defensor de las normas tradicionales y un ferviente opositor a las tentaciones del mundo exterior. Pasó el resto de su vida trabajando en la comunidad y ayudando a prevenir que otros jóvenes repitieran sus errores.
La comunidad amish, unida en apariencia pero sacudida por la tragedia, intentó regresar a la normalidad tras el juicio. Sin embargo, las heridas dejadas por los actos de Samuel, Jonas, Eli e Isaac eran profundas, y la memoria de la mujer fallecida permanecía como una sombra que nadie podía borrar. En sus campos, talleres y hogares, el tema se convirtió en una lección implícita que marcó a cada generación venidera.
El perdón, una carga colectiva
El obispo lideró un sermón especial semanas después del juicio, instando a la comunidad a reflexionar sobre el verdadero significado del perdón. En el granero donde todo había ocurrido, el ambiente era solemne. Sus palabras resonaron con fuerza: «Debemos recordar que el pecado no solo destruye al pecador, sino que también pone a prueba nuestra fe y nuestro amor como comunidad. El perdón es un acto divino, pero también es una carga. Solo en la humildad podemos encontrar fuerza para cargarla juntos».
Algunas familias aceptaron estas palabras como un bálsamo, abrazando la idea de que el arrepentimiento y la redención eran posibles para aquellos que quedaban. Otras, especialmente quienes tenían hijas jóvenes, lucharon por contener su resentimiento.
El destino de las familias de los acusados
Las familias de los cuatro jóvenes también enfrentaron un juicio silencioso por parte de la comunidad. Gertrude, la madre de Jonás, una mujer conocida por su rigidez y orgullo, dejó de asistir a los encuentros sociales, evitando las miradas y los cuchicheos. Sus campos, antes prósperos, quedaron descuidados. En cambio, la familia de Eli, quienes habían demostrado un genuino arrepentimiento y humildad, encontró apoyo entre los suyos. Vecinos se acercaron a ayudar con las cosechas de Gertrude y la condujeron para compartir momentos con las cenas comunitarias, consiguiendo que recuperara un poco su antiguo espíritu sonriente.
Isaac, al ser aceptado de nuevo en la comunidad, se convirtió en un símbolo de la capacidad amish para restaurar la fe y la confianza. Sin embargo, no todos compartían este sentimiento. Durante años, algunas madres aconsejaron en secreto a sus hijas que mantuvieran distancia de él, a pesar de su papel activo en los cultos y los eventos comunitarios.
La memoria de la mujer
La tragedia dejó un vacío imposible de llenar. Aunque la comunidad evitaba hablar abiertamente de la víctima delante de las jóvenes, su nombre no se olvidó. Buscaron su destino y supieron que fue enterrada en un cementerio lejano de la ciudad. Cada tanto, pagaban a uno de los comerciantes ingleses con los que trabajaban ocasionalmente para le llevara flores frescas.
Cada año, durante el sermón del Día del Perdón, el obispo aludía indirectamente a los eventos. Sus palabras, aunque vagas, recordaban a todos la gravedad del pecado y la necesidad de mantenerse firmes en la fe, incluso mientras tuviesen la oportunidad de acceder al rumspringa.
Cambios en las normas comunitarias
La tragedia llevó a pequeños pero significativos ajustes en la forma en que la comunidad gestionaba el periodo de rumspringa, durante el cual los jóvenes amish exploraban el mundo exterior antes de decidir si querían regresar y comprometerse a la vida amish.
- Restricciones más firmes: los padres comenzaron a imponer reglas más estrictas para sus hijos que salían al mundo exterior. Aunque el espíritu de rumspringa permanecía, las expectativas sobre la conducta se reforzaron.
- Énfasis en la enseñanza espiritual: los líderes religiosos implementaron más sesiones de enseñanza sobre las consecuencias del pecado, utilizando el incidente como un ejemplo implícito.
- Roles de las mujeres: aunque la comunidad seguía siendo patriarcal, las mujeres empezaron a expresar sus preocupaciones con mayor frecuencia durante las reuniones familiares. Las madres, especialmente, asumieron un rol más activo en inculcar valores sólidos a sus hijos antes de que enfrentaran las tentaciones del mundo exterior.
El legado del pecado y la redención
Con el paso de los años, las lecciones extraídas de la tragedia se convirtieron en historias contadas a los jóvenes. Para algunos, eran advertencias destinadas a mantenerlos alejados del pecado; para otros, eran recordatorios del poder destructivo del mundo exterior. Sin embargo, una verdad incómoda persistió: el pecado no venía solo de fuera, sino que podía germinar dentro de la propia comunidad si no se vigilaban los corazones.
La comunidad amish continuó prosperando, construyendo nuevos graneros, celebrando bodas y dando la bienvenida a nuevas generaciones. Pero la tragedia nunca se borró por completo, dejando una cicatriz que, aunque oculta bajo la superficie, siempre estaría ahí para recordarles la importancia de la fe, la humildad y la redención colectiva.
La violación de los amish: en el límite de la inocencia
por Carmen Nikol
LICENCIA: © 2025 | CC BY-NC-ND 4